III. Anochecer
Ya cae noche helada en el día del locamente Yaciente. Tuvo oportunidad de verse en el espejo, divisar su reflejo y observase: su pasado, presente y futuro. Remarcó en sus brazos con un cuchillito de punta filuda su nombre en letras de incomprensión mía, en seguida tan solo se vio lo que fuere sus lágrimas, saldrían a explotar, a morir... uno, dos, tres: lágrimas rojas han de caer.
Retocó un tanto, procazmente, el suelo. Desarrapado se vio en todos lados. No sé si haya de enamorarse, no lo sé, pero se vio en cada parte suya de aquella morada empapelada de papelitos malformados con títulos en su encabezado que ha de dictar lo siguiente: ''A quien corresponda...''. Quisiese arrancarlos, desdicha la mía que fuese a cada cosa que me recuerde a ella.
Inimaginable es lo siguiente, ni deslucir tanto ha de poderse. Podría tantas y tantas otras veces decirse en sus espejos por doquier: ''No me mires...'', ''No me hables...'', pero el yaciente solo seguiría así: yaciente, inmóvil. Tan solo deseaba el cariño, aquel abrazo olvidado por dar, aquel suspiro de un ósculo perfecto que quedo pendiente, casi casi yéndose a la locura.
Pudo ver tanto y mucho, mucho. Extenderse de brazos, levantar su cabeza, ver sus pies descalzos, verse desnudos, mirar a los cielos, intentar descubrir el mirar inefable de lo que fuere su dios a rezar. Quiso cubrir su procacidad, podría saltar por las nabas nubes nocturnas el observaje acechador de su diosito, de cuenta había de darse cuando se cansó.
Espalda contracturada, oído mártir de la música por morir, dedos trémulos que sobrepasantes se hondeaban en la nada, tan solo en él había escritos por lugar sea. Levantó cuando se cansó y se vistió, ropaje banal, de qué serviría intentar abrigar a un muerto. Salió cansado, un tanto pútrido, algo mareado. Su mirada era perdida, sus castaños negrísimos se negaban a aceptar su realidad: no habría tiempo alguno que le espere, ni si quiera ocasión que sea de su agrado ha de no morir, fuere excusa conmovedora a sus últimos suspiros meridianos, ni aquellas tantas personas que ha de ver: nadie.
Tan solo anhelaba una pequeña bullarada, tan solo no quisiese seguir olvidando por Geranio, quisiese nomás el amor de Maruja, pudiese querer la satisfacción de la Doraima, tan solo... Tan solo yacería él, tan solo. tan solo este sabía que podría desquitarse de aquello, pero también deseaba un bullicio, unos grititos: tan solo era un desorden total, era cuerdo tan solo porque tendría que serlo.
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