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Los monstruos necesitan tiempo para madurar. Nadie nace predispuesto a ser malvado. Decir lo contrario sería subestimar la profundidad del Homo Sapiens Sapiens. Seres escupidos del vientre materno siendo el organismo más inofensivo del planeta, para acto seguido convertirse en los reyes supremos de la pirámide alimenticia, súper-depredadores.
Es fácil decir que los asesinos seriales están locos y pertenecen a las ovejas negras del rebaño. Lo jodido es aceptar que son como tú y como yo, pero marcados por experiencias distintas que desencadenaron el horror. Creo que, hasta yo, habría salido distinto si Tiara hubiese estado más tiempo para mí en vez de pasarse todo el día trabajando, o si se hubiese sentado conmigo a preguntarme seriamente si ocurría algo mal, o si me sentía en orden dentro de mí...
Pero lo anterior es solo una hipótesis imposible de comprobar a estas alturas del juego.
Admitir que los monstruos se construyen, sería aceptar que todos, desde el cura de una iglesia, hasta la señora que dirige la subasta de caridad, pueden alcanzar un nivel de crueldad que supera los instintos de las criaturas salvajes. Nadie quiere cargar con la responsabilidad del mal. Las máscaras y disfraces de los monstruos en las películas no son para proteger al asesino, sirven para proteger a la humanidad, hacerle creer a la gente que lo malo es inhumano, cuando no existe nada más propio del humano que el mal.
Quédate tranquilo, tú no puedes violar, ni matar, ni aparecer como el villano en un documental de la tele... Vaya mentira más dulce.
Por algo ponen apodos a los psicópatas. Los convierten en publicidad, monigotes bidimensionales que plagan los titulares de los periódicos para entretener o escandalizar. No es Pedro Alonso López, es el monstruo de los andes. No es Jeffrey Dahmer, es el calcinero de Milwaukee. La maquinaria mediática los vuelve historias que se venden bien, tan reales como Michael Myers o Chucky. Podemos hacer películas, artículos, canciones, tanto ruido que el sonido de la carne cortada y los gritos de ayudan poco se distinguen. Un minuto de silencio por los fallecidos. Toda una vida de alboroto por el que los mató.
Crímenes menores y mayores. Daños leves, daños graves. Asesinos seriales, asesinos pasionales. Cientos de calificaciones para difuminar la carnicería humana. En un mundo justo cualquier mal sería pagado con un tiro en la cabeza. Aquí todo se etiqueta y cataloga en un intento de justicia, aportando a la especie una falsa capa de rectitud.
Cuando se quitan las pieles y se destruye la belleza, ¿wué queda debajo? Un monstruo. Todos lo somos. Pero aun no nos cae suficiente lejía en la cara para revelarnos como tal.
Un rostro que en su monocromía acarrea más colores que cualquier cosa. Una cara que carece de la falsedad del mundo moderno. Él observa desde la ventana, te matará, no importa cuánto ruegues. ¿Hay algo más justo e igualitario que eso?
Nina me indicó la ubicación de la tumba. Mentí y le dije que solo iba a ver. Son la 1 de la madrugada, la bruma esta alta y los grillos cantan a lo lejos. Daniel y yo encaramos la lápida, alguien pintó la palabra ASESINO sobre el nombre de Jeff.
La llovizna de la tarde ablandó la tierra, facilitándonos el trabajo y dejando un agradable aroma a césped húmedo. Empezamos a cavar, las palas yendo cada vez más hondo. Quince minutos después nos detuvimos para regresar a la superficie, y miré lleno de decepción aquel agujero oscuro y vacío.
Katie Robinson actualmente tiene 25 años. Trabaja de enfermera en el The Sacred Heart Hospital, el mismo lugar donde en teoría trataron a Jeff. No sé si es una broma o una coincidencia. Obtuve su horario y la intercepté de camino a la entrada. Le conté mis intenciones sobre hablar de Jeff the killer, ella me dijo que me perdiese, pero le hice cambiar de opinión con unos 20 dólares. Acordamos vernos en el estacionamiento durante su descanso.
Estos siete años le sentaron estupendo. La obesidad se fue, dejándola con una cintura de sirena y muslos carnosos que atraen la mirada. También tiñó su cabello y se bronceó la piel en un intento de olvidar su antiguo yo. Toma asiento en el capó de un coche, se cruza de piernas y por unos segundos logré ver sus bragas rosadas.
—¿No eres muy joven para ser periodista? —Pregunta y enciende un cigarrillo. Tiene las uñas pintadas de azul pastel.
—Noticiero escolar.
—Qué raro. Cuando estaba en preparatoria los del periódico solo publicaban el cronograma del almuerzo y poemas pretenciosos que nadie leía. Jamás gente muerta. Tampoco asesinos seriales.
—Bueno, no soy periodista, pero eso no importa. Solo quiero saber tu versión de los hechos, la original.
Ella inhala la nicotina y escupe una bocanada de humo. Me cuenta la misma historia de los periódicos. Sin ninguna diferencia, como si hubiese practicando cada oración una y otra vez.
—¿Es la verdad...? —Entoné los ojos.
Katie se echa a reír.
—No lo es. La verdad es mucho más simple y mundana, como siempre.
—¿Mentiste?
—Sí y no. Comencé el juego, luego lo seguí, pero al final me aburrí y pasé a otra cosa. Los medios de comunicación nunca se cansaron y continuaron lanzando artículos o documentales sobre Jeff, hasta que la historia dejó de ser novedad —Deja caer sus sandalias y estira los dedos—. Veras, esa noche papá y yo peleamos. Estaba tensa. Las malditas de mis compañeras robaron mi ropa mientras me duchaba y escribieron Cerda inmunda con lápiz labial en el espejo. Logré recuperarla, pero no sin recibir una ola de burlas que me dio muchas ganas de rajarme el cuello. Vagué por la ciudad rezando para que un ladrón o violador iracundo me hiciera el favor. No tuve esa suerte. Llegué a casa muy tarde. Papá estaba furioso, nunca fue de los comprensivos, menos desde que mi hermana murió. Gritó. Yo grité. Me dio una bofetada. Estallé, busqué un cuchillo y se lo clavé justo en el brazo.
Con el cigarrillo hace el gesto de apuñalar.
—Lloré y vomité en cuanto me di cuenta de lo que hice. ¿O el vómito vino primero? El viejo Florek debió escuchar todo el alboroto y llamó a la policía. Papá es un idiota, pero me quiere. No quiso que me enviasen a un reformatorio o que me etiqueten de violenta. Íbamos a mantener todo en secreto, pero entonces escuchamos las sirenas.
—Los artículos cuentan que el señor Florek vio a un hombre sospechoso entrando a tu habitación.
—El señor Florek era un anciano decrepito. ¿Sabes qué edad tenía en ese entonces? 72 años. ¿Sabes qué edad tiene ahora? Cinco años de muerto. Quizás vio un gato, escuchó los gritos, y confundió todo con un robo. También era un racista de mierda. Sus primeras declaraciones hablaban de un negro sospechoso entrando en mi habitación.
Hace una pausa para fumar.
—Papá rompió la ventana. Yo le abrí la puerta a la policía. Me comporté de forma histérica para no dar declaraciones y chillé hasta que me dejaron ir con él hasta este hospital. Sí, justo donde estamos ahora. En realidad, la herida no era tan grave.
Katie revela que acordaron una sola versión de los hechos y le contaron a la policía que un tipo al que no logramos ver bien por la oscuridad, trató de robarles. Lo descubrieron y en un forcejeo el señor Robinsón salió herido. Esa clase de cosas pasan diariamente. A los policías no les extraño y dijeron que harían todo lo posible para atrapar al culpable.
¿Pero qué hay de Jeff? ¿Vete a dormir? ¿Cómo se te ocurrió la historia? ¿Dónde nació el horror...? Katie empuja mi pecho con el pie. No me percaté que cerré la distancia. Pedí disculpas, y ella reanudó el relato.
—En esos años empecé a fumar. Estaba demasiado gorda, aborrecía mi cuerpo y prefería matarme a nicotina que recaer en las lágrimas de la autocompasión. Como papá no sabía nada sobre el vicio, y está prohibido fumar en el hospital, bajé acá para desahogarme. Recién terminaba el tercer pitillo cuando noté que una niña me estaba mirando. Justo allí.
Señala un pilar de concreto al fondo.
—Era tan pálida que la confundí con un fantasma, y del miedo solté el encendedor. Me incliné a recogerlo y cuando me enderecé la niñita del demonio estaba ahora a tú distancia. Pegué un brinco, pero de cerca ya no parecía un fantasma, y en vez de salir corriendo me enfadé. Ella no se asustó por mis gritos, se quedó viéndome.
—¿Cómo se llamaba?
—¿Qué se yo? Me puso de los nervios y decidí irme. Entonces me tomó de la mano con fuerza, casi encajándome las uñas. Me habló sobre su amigo imaginario, una especie de príncipe de piel blanca como la leche, mirada siempre atenta, y la disposición a nunca dejar de sonreír. ¿Te suena? Es él. La niña dijo que lo conoció en este hospital y desde entonces jamás dejó de cuidarla. También me advirtió que esa noche él me visitaría.
—Suena a historia de terror.
—Y una no muy buena... Llegaron un par de enfermeros y se la llevaron a rastras, con ella pataleando y riendo. Me enteré luego que la pequeña era esquizofrénica. Explica mucho, pero no todo. Su advertencia se cumplió y esa noche soñé con él. No se parecía nada a un príncipe, su mirada atenta estaba inyectada en sangre y su sonrisa maravillosa lució como algo que un loco se talla con un cuchillo. Me susurró con una voz horrible: Ve a dormir.
El cigarrillo entre los dedos de Katie estuvo a poco de consumirse, y una capa brillante de sudor se le formó en la frente. Por un instante, lució tan aterrada como Natalie la noche que murió.
—Desperté gritando... Papá llegó corriendo y me abrazó para calmarme. Durante un rato cada vez que cerraba los ojos veía la cara de nuevo, hasta que poco a poco se difuminó... Durante el almuerzo ya estaba más tranquila. Una periodista se acercó y me entregó su tarjeta... Estoy segura que la periodista notó mis nervios, mis ansias por la pesadilla. Le conté lo mismo que le dije a la policía, solo que esta vez sí estaba aterrada de verdad... Entonces tuve una epifanía, o corazonada, dile como quieras. Muchas víctimas lucran con su tragedia, ¿no? Se me ocurrió que yo también podría, y tenía a mano algo que me aterraba para darle color a la trama. Agregué al monstruo de mi sueño, primero con cierta duda ya que no sabía si me creerían, pero mientras más avanzaba más atenta lucía la periodista... Recuerdo me temblaban las manos... Ella también lució nerviosa. Me preguntó si mi testimonio era completamente real. Entonces ese demonio de blanco volvió a aparecer en mi mente, como empujándome, y me eché a llorar del miedo
Katie propina un aplauso y exclama:
—¡Detengan las prensas! ¡Un monstruo anda suelto! O un trastornado de aspecto horrible y deformado, es igual. La noticia salió pocos días después y atrajo mucha atención mediática, se hizo popular y me hizo popular a mí. Todo cobró más fuerza cuando por todo el condado empezaron a aparecer testimonios de la misma aparición, gente aterrorizada por acosadores de rostro fantasmal. Lo más probable es que se debiera a un caso de histeria colectiva. ¿Reales o ciertos? ¡Da igual! ¡La historia vende! Aparecí en televisión para contar los hechos una y otra vez. Gané buen dinero, fui materialmente feliz. Pero no me dejé llevar... El papel de la casi-víctima no es algo que me apeteciera personificar toda la vida, más aun cuando empezó a sonar la presunta identidad del culpable. ¿Cómo iba a saber yo que el amigo imaginario de una trastornada, y la imagen de una pesadilla, tuvieron de protagonista a alguien real?
—Jeffrey Allen Woods.
—¡Exacto! Hice mi tarea, investigué quien era él. El pobre chico se metió en pleitos durante una fiesta, terminó bañado en alcohol y lejía, y luego lo quemaron vivo.
—Entonces esa parte de la historia es verdad.
—Claro. Lo ingresaron de emergencias aquí, intentaron salvarlo. Sus heridas eran tan graves que dio igual cuanta morfina le inyectaron, seguía gritando y zarandeándose tanto que casi se corta la lengua con los dientes. Al final cedió y murió tres días después de su ingreso.
—¿Murió tres días después...? —Noté una presión extraña en mi estómago, como un puñal presionándome la tripa. Ignoré le sensación y seguí indagando—. ¿Y el cuerpo de Jeff?
—Horrible. Vi las fotos, coinciden bastante bien con la descripción del amigo imaginario de la niña. Aun no entiendo cómo terminó así, hubiera sido más humano que quedase como tostada. Ya sabes, a lo Pompei. Apuesto que la mocosa vio su rostro de alguna manera y quedó traumatizada.
—¿Estás 100% segura que falleció...? ¿Dónde lo enterraron?
—Los papeles de defunción están en regla. Oí el rumor de que la familia lo incineró, pero es difícil confirmarlo debido a que los Woods se mudaron a no se sabe dónde luego del incidente.
—Eso explica la ausencia del cadáver— Dije sin pensar.
Katie asiente. Baja del auto, se pone las sandalias, deja caer el cigarrillo y lo pisa.
—¿Por qué no informaste a la policía? —Pregunté—.¿No crees que el mundo necesite saber la verdad? Para que el espíritu de Jeff descanse en paz luego de tantos años —Respetar el descanso, te lo dice un asaltador de tumbas, que jodido chiste.
—El que debería preocuparse por eso es su asesino. Ganarme la reputación de zorra mentirosa no lo revivirá ni ayudará a nadie excepto a la prensa. Los vampiros se quedaron cortos comparados con esa gente, ellos te chupan la vida.
—Yo podría contarles todo, tal vez sea mi oportunidad de ser popular.
—No lo harás —Dice confiada—. Oí de los asaltos en el cementerio. ¿Cómo te enteraste que no hay un cuerpo bajo la lápida...? Imagino que eres el saqueador, o conoces al saqueador, y no te conviene atraer la atención. Incluso si fueses un santo de poco serviría decir que todo fue mi invento... Jeff the killer existió, mató gente, y fue asesinado por nuestra policía local.
—Tienes todo pensando —Sonreí.
—Soy lista. Cuando no eres bonita tienes que serlo o el mundo te hará pedazos. Ahora soy bonita, pero no dejé de pensar duro ni una sola vez.
—Si Jeffrey era inocente, ¿cómo explicas los asesinatos? ¿O los testimonios de personas que se lo encontraron?
—Quizás a un loco le gustó la historia y quiso replicarla. Tal vez le inspiró. Muchos se insensibilizan y buscan una excusa tonta para pagar sus miserias con el mundo, como si todo no estuviera lo bastante jodido ya.
—Pero la policía aseguró que el culpable de todo fue Jeffrey Allen Woods...
—Jeff era inocente, poca gente sabe esto. Jeff era culpable, muchas personas lo saben. Quizás ambas son verdad.
—No tiene sentido.
—Tampoco es mi trabajo dárselo.
—Una conocida me mostró un video de la habitación de Jeff... Ella me contó que Jeff fue dado de alta y mató a su familia.
—¿Habitación de hospital? —Katie arquea una ceja.
Asentí.
—Falso —Asegura—. Grabar a los pacientes es ilegal. Tu amiga te engañó. O quizás yo te engaño. ¿Cómo tener certeza? A veces hay que reunir las piezas y formar con ellas la verdad que más cierta te parezca, o la que menos te incomode. Siempre faltan pedazos, o no faltan ninguno... Pero los tenemos al revés y ni nos damos cuenta.
—Eres toda una charlatana, ¿sabías?
La enfermera esboza una media sonrisa.
—¿Tienes 18 años, cariño? —Me pregunta. Respondí que no—. Lastima... Eres lindo. Y ya tengo que trabajar. Adiós.
Da media vuelta para irse. Sentí el impulso de apresurarme y decir:
—¿Y si maté a alguien por culpa de esa historia? —Mantuve la mano en el bolsillo de mi anorak, apretando la navaja entre los dedos, listo para saltarle a la yugular.
Ella se sobresalta, me mira sobre su hombro directo a los ojos tratando de descubrir si estoy bromeando. Entiende que no y su expresión se vuelve agria.
—¿Desde cuándo los cuentos matan? Sé hombrecito y acepta tus responsabilidades. Si te graduaste de asesino fue por decisión propia, ningún fantasma o tulpa te obligó —Dice y se aprieta el puente de la nariz, como si sufriese una repentina jaqueca, luego suspira—. Sí creo que este mundo está repleto de energías místicas y elementos que se escapan de nuestra comprensión. Pero no soy tan inmadura e ingenua para echarles la culpa de la maldad en las personas. Como decía papá: Si el diablo toca tu puerta para comprarte el alma, de seguro llevabas tiempo queriendo un trato con él. ¿Quieres un consejo hipócrita? Entrégate a la poli.
—No puedo hacer eso...
—Entonces que no te pillen. Vete antes que memorice tu rostro y tengas que agregarme a tu lista de víctimas. ¿Es muy larga...?
Negué con la cabeza. Katie se marcha sin añadir más.
Recosté mi espalda contra la pared, me deslicé y quedé sentado en el suelo. Esperé sirenas de policía durante quince minutos, pero nadie llegó para leerme mis derechos. Del techo la sangre gotea, se filtra desde varias habitaciones arriba y forma un charco frente mis pies.
Un par de manos blancas brotan de la mancha escarlata, se cierran alrededor de mis pantorrillas. El toque es tan helado que quema, y me arrastra al interior del charco, donde me hundí como si de arena movediza se tratase. Cuando la sangre estuvo sobre mi nariz, logré ver una niña sonriente medio escondida tras el pilar de concreto.
Nina, hija de puta.
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