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Santana, la señora de la tierra y la reina de la Necrópolis, llega en su carroza sagrada y trae consigo el otoño.
La carroza una van de buen tamaño repleta de flores pintadas, un cráneo de chacal en el parachoques, y listones de cascabeles que tintinean con el viento... Suenan para los drogadictos como el camión de helado para los niños. Desconozco que embrujos utiliza para estar fuera del radar de las autoridades, pero Santana es tan imparable como el año nuevo y jamás se retrasa en su gira. Quizá Santana también le vende a los hijos del presidente.
Estramonio; Belladona; Ayahuasca; Peyote; Burundanga; hongos alucinógenos de multitud de colores y sabores. El jardín de Santana es un festival para estimular los sentidos. Ella abre la puerta de la van, da la bienvenida con sus dientes negrísimos, luciendo un vestido de época con falda ancha y un generoso escote. Sus productos son caros. La calidad lo amerita, dice Daniel. Yo, un inexperto en las artes del viaje psicodélico y la metafísica, me limito a asentir y confiar.
Santana nos invita a pasar y asiente hacia Daniel como dándole la bienvenida a un viejo conocido. Al hablar muestra los rodados de ónix que adornan su boca, sonrisa que resalta el dorado de sus ojos, en su piel curtida por el sol. Ella vibra con la belleza de una serpiente de coral, me deja sin habla. Mi visión sin alma no impide que desease sentir los colmillos de la morena. Bésame y permite que el veneno ennegrezca mis venas, noble dama.
Algo me pica. Es Daniel, su codo. Parpadeé y volví en sí. El interior de la carreta sagrada posee un aire sofocante, inciensos que escupen estelas de humo purpuras y azules, con aromas que se te entierran en la piel y desorientan la consciencia. Las garras de la reina logran penetrar hasta nuestro mundo gris y colorearlo con difusas pinceladas. El hecho me estremece.
—Entonces mi último bebé no te bastó, te supo a medias como cualquier golosina de una máquina expendedora, o como las heces que quedan tras cocinar heroína...
El sensual y dulce tono de la dama guarda un rastro de peligro latente asomándose entre los espacios, como una viuda negra subiendo hasta tu nuca y acariciándote la piel con sus patitas delanteras. Bajo la tenue luz los rasgos de la dama se ensombrecen, el dorado de sus ojos pierde brillo pero no fuerza, convirtiéndose en estrellas gemelas de amarillo enfermizo que velan en el rincón de una galaxia desconocida.
Daniel balbucea una disculpa y se limpia el sudor de la frente, pero más allá de los nervios que afloran, hubo una carpa en sus pantalones que no pasa desapercibida para mí, y obviamente para Santana tampoco.
Un escritor apellidado Lovecraft dijo hace mucho: La emoción más antigua e intensa de la humanidad es el miedo, y el más antiguo y más intenso de los miedos es el miedo a lo desconocido.
Desconocido. Terror, delicioso sentimiento que vitaliza al corazón más pétreo de los hombres. En ese instante significó un pálpito eufórico en nuestros pechos y entrepiernas.
Santana calla a Daniel colocando dos dedos en sus labios, un gesto delicado y casi como invitando a lamerlos. Daniel se contiene, es demasiado pronto para condenarnos, hay mucho que probar.
—Estas perdonado. Me agrada la benevolencia, resulta sumamente pintoresca —Lo dice como si hablase de los dibujos de un niño. Se aleja hasta un estante de metal, saca una bolsa de plástico con quince hongos de sombrero y tallo alvino, bañados por una capa reluciente que ellos mismos excretan. —Besos lunares, traídos aquí desde un plano superior. No de la luna precisamente, pero muy cerca.
Daniel recibe la bolsa. Entrega un rollo de dinero junto al collar de su difunta abuela, y nos despedimos.
Tardé en darme cuenta que corremos. Por la esquina del ojo noté sombras de chacales buscando morder mi silueta. Señalé el primer callejón que vi, entramos, nos detuvimos, y recuperamos el aliento. Los chacales dejaron de existir.
Veo lo que parece la entrada de una tienda de películas porno. La luz violeta y parpadeante del letrero de neón XXX sobre la puerta nos avisa que pisamos suelo, un sitio más vulgar, cotidiano, terrestre.
Bienvenidos al mundo real, por favor dejen las divinidades fuera.
Nosotros metimos contrabando.
Destapamos una botella de Whisky y a base de tragos largos cauterizamos nuestras gargantas. El líquido nubla mi visión. Me sentí más fuerte, confiado... Pero incluso el respaldo del alcohol más puro resulta insuficiente, como una piscina que te llega a los muslos. Terminamos la botella.
Cada uno devora un Beso lunar. Comerlo es como masticar grasa fría a medio ablandar, te deja un rastro baboso que viaja por el esófago. Listo. Tragado. Solo quedó esperar...
Gotas de colores salpican el espacio, crean ondas expansivas que chocan con otras, que a su vez generan más círculos crecientes, y saturan hasta que no queda realidad y solo los colores reinan. Parpadeé y volví al callejón. Miré mis manos, se alargan hasta golpear el suelo y mis dedos se vuelven estelas borrosas que surcan el aire en direcciones erráticas.
Deambulé por las aceras como un zombi. Daniel desaparece, pero su risa no se aleja. Una marmota me sigue, quizás sea él. Chimeneas vomitan burbujas de frambuesa, o de sangre. Puertas abiertas sueltan blasfemias contra las ventanas. El sol está tan bajo que parece otra mundana farola. Los peatones se quitan las máscaras humanas para revelar sus rostros de vacas con ojos enrojecidos, mugen hasta quedar ciegos y sordos por el plástico, los colorantes y los televisores cada vez más grandes. Satisfechos de camino al matadero.
¿Esa es la felicidad...? ¿Por qué algo tan vulgar se me fue negado? No es justo.
El ascensor del edificio está averiado. Me arrastré a las escaleras y seguí hasta el sexto piso. Tiara grita algo inentendible, regaños seguro, y apunta el cuchillo de cocina hacia mí. Percibió mi peste a alcohol antes que atravesara la puerta. Mientras parloteaba su cabeza cae de su cuello, cortada por un hilo invisible, y ruedas hasta mis pies, aun hablando. Toqueteé la cabeza con la punta del zapato y algo hizo clic en mí. Solté una carcajada, luego otra y luego no pude detenerme.
—Joshua —Dice mi nombre con la palidez descolorándola y la cabeza de vuelta en su sitio. Me mira como si no me reconociera, o como si por primera vez cayera en cuenta de lo que soy en realidad.
Vagué hasta mi dormitorio, sosteniéndome de pared en pared, riendo con tanta intensidad que me saltan las lágrimas, y mi estómago se retuerce de dolor. Me derrumbé de espaldas sobre la cama. Hongos humanoides, albinos y extraterrestres, danzan en un portal abierto en el techo, dando vueltas y canibalizándose los unos a los otros en un acto más barbárico y bello que cualquier ritual inventado por la humanidad.
Mi alma se desprende de la vasija carnal y flota lejos del edificio y del país. Escapa de la mota de polvo conocida como planeta Tierra.
El Marte rojo de habitantes azules. El Júpiter gaseoso y burbujeante igual que su gente. Volemos más allá del sistema solar, a otras galaxias, llenas de guerra, llenas de fantasía. ¿Y más allá? Veo una negrura infinita, donde los primigenios y primordiales colisionan desde que el Universo nació. Y fuera del libro esta lo blanco, la nada. Sin tiempo ni vida o muerte. Date la vuelta y encara a Dios. Llórale, cántale, suplícale que atestigüe tu valor, rézale para ser feliz o maldícelo por tus desgracias.
Es inútil, él no tiene orejas para escucharte, ni boca para responderte, ni la inteligencia para entender tus señales. Los incontables ojos de Dios permanecen fijos en ninguna parte. Parpadean contigo y todo lo que te rodea contenidos en el pozo que son sus pupilas. Tú, yo, el universo, las tragedias y las maravillas, solo somos el abre-cierre lento e incompleto en el ojo de una criatura retrasada y primitiva.
¿Dónde está nuestro valor, Daniel? ¿Se encuentra al final de la búsqueda? ¿Si quiera existe? Siempre te dicen que lo hay, que debes levantarte y seguir intentando hasta que el azufre del infierno se convierta en hielo. Pero cierto es que nadie conoce la verdad.
El efecto del Beso lunar amenaza con terminar. Me devuelve a la cama sin bailes ni hongos extraterrestres. Le di vueltas a la duda existencial un par de minutos, pero lo único que me vino a la mente fue el escote de Santana, dos colinas carnosas, morenas, y perfectas que me hicieron salivar. Desabroché mi pantalón y llevé la mano hasta mi entrepierna, tomándome mi tiempo para satisfacerme.
Vulgares y terrestres... Poco importa que tan lejos vuelen nuestra mente, eso es lo que somos, aunque se nos niegues los más mundanos placeres. ¿Habrá belleza escondida dentro de toda esta suciedad?
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