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10

Alquilamos un coche para esta noche. Daniel es el conductor y yo el copiloto. A izquierda se abre el bosque, y a la derecha una elevación de tierra coronada por arbustos. Con la linterna iluminé la pared rocosa e hice figuras con la sombra de mi mano libre: Un perro; Un ganso; Un perro otra vez. En la radio suena The Passenger de Iggy Pop. Los dedos enguantados de Daniel toquetean el volante al ritmo de la canción, esta noche usa una camiseta sin mangas, Exacto, hay luna llena, y la telaraña de cicatrices en sus brazos reluce en todo su esplendor.

—¿Quieres darle un trato especial o se hará rápido y limpio?

—Es la cuarta vez que me lo preguntas —Contesté.

—Me siento como un niño pequeño con un regalo nuevo. Entiende mi emoción.

Lo entendí.

Un bache en el camino nos hace rebotar, al mismo tiempo se oye un golpe fuerte en el maletero. Apagué la linterna, la dejé entre mis piernas, miré a Daniel y le pregunté:

—¿Te arrepientes de algo que hayamos hecho?

—¿Beber? ¿Drogarse? ¿Sexo? ¿Matar? —Me ve de reojo.

—Hm... Comer.

—Pues me dio indigestión. No hagamos eso tan a menudo, o tratemos con alguien vivo para ver si saben mejor —Regresa la mirada al camino—. Estoy contento. ¿Arrepentido? Nunca. ¿Por qué la curiosidad?

—Hacemos daño a las personas.

—¿Y qué pasa? ¿Te importa?

—No —Tan simple como eso.

—Entonces todo va bien. Ven aquí.

Daniel me rodea con un brazo y me acerca. Reposo la cabeza en su hombro. Sus cicatrices se sienten ásperas contra mi mejilla, pero más que molestarme me conforta la sensación. Su piel, la tibieza, los latidos... Me recuerda que estamos vivos. Acerco mi boca, toco su cuello con mis labios. Él se ríe, me dice que le provoco cosquillas. Yo sonrío, pero la sonrisa desaparece cuando por el rabillo del ojo noté la sombra de un coche en el espejo derecho. Al parpadear, el vehículo espectral se esfuma como una ilusión.

Desde hace varios días el velo de mi realidad se desquebraja. Decidí dejar esos espejismos pasar, y no presté más atención al perseguidor fantasma, tampoco a la visión de Jeff por el retrovisor, ocupando el medio de los asientos de atrás. A pesar de mi indiferencia, Jeff se mantuvo vigilándome, sus pupilas negras se agrandan y empequeñecen como si el agua de sus ojos hirviera.

—Me estoy volviendo loco —Murmuré.

Daniel escucha y suelta una carcajada.

—Somos despreciables, Joshua. ¿Pero locos? Claro que no. Somos las personas más cuerdas del planeta. La búsqueda de muerte nos reunió aquel día en la azotea, y hoy ella se convirtió en nuestra respuesta para darle sentido a esta vida que no lo tiene. ¿Te digo que sí hubiera sido lunático...? Ignorar la llamada.

Estaciona en una parcela de tierra flanqueada por un arbusto espinoso con forma de C. Abrimos el maletero. Nina, amordazada de boca, pies y manos, nos observa de vuelta con ojos furiosos. Un hilito de sangre baja por su frente culpa del rebote de antes. Daniel y yo compartimos miradas.

—Recuerda, se hará rápido —Dije.

—Vale, entiendo, señor Aguafiestas.

Tomé las palas, puse el tablón de madera bajo mi brazo, y usé la linterna para liderar la caminata. Daniel carga a Nina en sus hombros, siguiéndome lo más cerca que puede. Abrí paso entre los arbustos con las palas, una que otra espina dejó su punta de recuerdo en mi piel. Los sonidos de queja de Nina contrastaron con las risas de mi compañero, emocionado por un nuevo tributo para nuestro templo de sacrificios. Andamos hasta conseguir una distancia prudente de la carretera.

Los seres de la naturaleza se ausentan esa noche, quizás espantados por el ambiente a fosa de cadáveres que arrastra nuestro cuarto compañero. Jeff suelta una lluvia de murmullos inentendibles que, cuando alcé el oído, logré convertir en una frase coherente que se repite.

Mente sana come manzana. Mente sana come manzana. Mente sana come manzana. Mente sana come manzana. Mente sana come manzana...

—¿Oyes eso? —Pregunté.

—Es una noche silenciosa. ¿Nina, tú oyes algo? Oh, cierto, no puedes hablar. Tonto de mí. Y tonta de ti por mentirnos, maldita perra.

Daniel recuesta a Nina en un tronco caído. Ella ya no tiene su sonrisa, la abandonó en el momento que salió del sueño y nos encontró en su habitación. Seguro pensó que fuimos obra de su mente desequilibrada, y en tiempo record le hicimos entender que, a diferencia de su príncipe, somos un peligro de carne y hueso.

Aparté las hojas muertas de los árboles y con ambas manos clavé el tablón de madera en la tierra. En la cara frontal del tablón están escritas las palabras Aquí descansa Jeff, con rotulador permanente. Tomamos las palas y cavamos para tener un agujero de un metro de profundidad, quizás un poco más.

—Estamos ganando atención de los periódicos. Tenemos que ser más cuidadosos o nos pillaran —Dice Daniel sin dejar de trabajar.

—¿Decimos adiós a Wisconsin?

—Aun no. Primero consigamos una buena camioneta, algo de dinero y solucionemos el asunto de tu madre. Sin ella será más difícil rastrearnos.

—¿A dónde iremos?

—Nuevo México. Si todo se complica, cruzaremos la frontera y conduciremos muy al sur. En el tercer mundo matar es más sencillo. También la comida es excelente.

—Te noto muy interesado en la comida estos días.

—Mis dotes de chef por fin florecieron, Joshua.

Me fascina el ronroneo con el que pronuncia mi nombre.

Nuevos territorios, nuevas víctimas. Las huellas de sangre se marcan en la tierra y continúan hasta perderse en el horizonte. La luna esta noche celebra la música que brota del piano tocado por las huesudas manos del corrupto, pero en este concierto los mundanos e ignorantes solo oyen el viento soplar. Su canción empieza a tener sentido solo si prestas atención.

El fantasma ríe entre diente a mis espaldas. ¿Eres tú, Jeff? No... Jeffrey Allen Woods no es Jeff. Apuesto que Jeffrey fue un chico bueno, amoroso y, a pesar de sus errores, inocente. Pero su muerte degeneró en crímenes y pecados. Surgió una entidad menos humana, simpatizante del sufrimiento.

O tal vez se trata de un mal que ya existía antes de Jeffrey, tan antiguo como las divinidades, poder profano que se limitó a usurpar el rostro del chico. Aquel que riega y cosecha el horror es un cegador de parca blanca.

¿Hay maldad en el corazón humano? Seguro. ¿Qué se necesita para exprimirla hasta que esa sustancia negruzca y putrefacta fluya entre las grietas de los maltrechos? Solo una historia. O un impulso captado al azar. Un mal día. El odio. El abandono. La infidelidad. Enfermedad. Las ansias de suicidio. Cualquier nimiedad sirve de excusa.

Encara a la muerte violenta, que te bañe y te seduzca con los perfumes que brotan de los cuerpos sudorosos y vivientes durante la tortura. Un coro más bello que cualquier gema o paisaje utópico.

Asesinato. Homicidio. Aniquilación. Masacre. Exterminio. Hay que ver cuantas palabras existen para referirse a causar el fin de la vida. ¿No se los dije ya? Nuestra lengua está encantada por el acto de matar.

Cuanto brilla la vida cuando se acerca la muerte. El asesinato es nuestro voto de amor. Así que hazlo... Siempre está a un paso. A una línea tan fina y frágil como el cabello de un cadáver. La vela homicida ilumina solitaria en el lado oscuro de cada corazón, alumbrando a los demonios internos. Una llama minúscula, pálida, que tiembla con cada latido. Y así vivimos, cubiertos de alcohol y lejía, esperando que la minúscula flama de paso a la combustión.

Al final encontramos la verdad, Daniel, querido amigo. La respuesta que es tuya y es mía.

Mente sana come manzana. Mente sana come manzana. Mente sana come manzana. Mente sana come manzana. Mente sana come manzana...

Zarandeé la pala y le atiné con la parte delgada en la nuca. Daniel cae de boca a la tierra húmeda, al agujero. Salté donde él, y sin esperar que se diera vuelta le propiné otro golpe en el cráneo. Se agita en convulsiones hasta que, tomando la pala con ambas manos, hundí la punta en la cabeza.

La sangre brota del suelo y llena el agujero con rapidez hasta cubrir el cuerpo. Rostros aullantes flotan en el creciente lago carmesí, arrojan maldiciones al cielo y extienden sus manos para jalarme al infierno. Me arrastré fuera del hoyo y recosté mi espalda en el tronco caído, jadeando.

No se ve a Nina por ninguna parte.

Sobre el bosque se alza un gigante de rostro plano y blancuzco. Su figura esconde la luna y supera las montañas. Se inclina, transformando sus ojos y su sonrisa en mi cielo. De sus corneas expulsa una luz rojiza que baña la naturaleza, dándole la belleza de las paredes del corazón.

Eché la cabeza atrás y solté muchas carcajadas, reí hasta que me saltaron las lágrimas y mi garganta vomitó fuego. Jeff ríe conmigo. Me deja sordo.

La tierra tiembla. Las almas desvían sus maldiciones a él, a eso. Giran convertidas en esferas de luz, queman con odio las greñas negras que caen a los lados como cascadas de tinta. Pero estás vuelven a crecer y la risa de Jeff llega a tal punto que mi consciencia amenaza con apagarse.

—¡Oye, chico listo!

Una voz firme y humana me hace volver a la realidad. Froto mis ojos, calmé mi respiración, y me puse de pie con ayuda de la pala. Observé los restos de materia gris en la punta y deduje que todo es real. Finalmente le di una mirada al origen de la voz.

Nina está detrás del hombre. Él, quien me dio una impresión vaga de haberlo visto antes (Quizás en la tele), me apunta con una pistola. La luna retoma su gobierno. El lago de sangre se evapora como un sueño, y en su lugar queda un agujero ocupado por el cadáver de la persona que más amé.

Para ustedes mis confidentes, testigos y hasta cierto punto cómplices de mis pecados: Admito satisfacción completa.

Cerré los ojos, apreté el agarre de la pala y corrí hacia el hombre. La pistola ruge.

Hora de dormir para siempre.

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