El portón del almacén se abre y expulsa una punzante fetidez. Las ventanas tan oscuras que no se puede espiar dentro, lucen como cuencas en el cráneo de un fiambre. Los ladrillos de arcilla bajo la luna menguante palidecen dando un aspecto similar a la piel humana. Todo en esa noche es como una señal para horribles augurios, para la blanca muerte.
La cinta policial limita el perímetro y mantiene a raya a los curiosos, poderes demasiado grandes para un simple listón amarillo. Si eso no funciona, los policías de cara brava con el rostro pintado en un segundo de azul y en otro de rojo por las sirenas de las patrullas, espantan a los más valientes. Edmund no sabe quiénes llegaron primero: las mujeres chismosas eran tan rápidas como los rumores que esparcen; pero tampoco se pudo menospreciar a los periodistas, sabuesos para las historias morbosas. En cualquier caso la policía se les adelantó, y según respecta Edmund ganaron el primer round.
La curvatura de sus labios se eleva y muestra una hilera de dientes bien cuidados, no sonríe demasiado, pero si lo suficiente para mostrar confianza sin importa que esté por los suelos. Para las 50.000 habitantes de La Crosse, él fue un hombre al que tener fe, solo superado por el tipo en la cruz, el anciano en las nubes, y el presidente. El Kill The Killer, apodo que le causa comezón cada vez que lo oye.
Edmund Hopkins, el actual Capitán de la policía local, es el tipo que libró a Wisconsin de su último asesino serial. La hazaña le ganó un ascenso y toneladas de buena reputación (Más de la que cualquiera anhelarse desear. Edmund nunca buscó convertirse en santo de la protección). Fue la manera en que el estado agradeció por hacer segura las calles de nuevo, y permitir a los niños dormir tranquilos sin orinarse encima con la idea de que Jeff les rebanará el pescuezo.
El capitán pasa bajo la cinta con rapidez, como deseando zamparle el diente a la escena del crimen. En realidad, lo que más anhela es escapar de las miradas de la multitud y las preguntas de la prensa, buitres de noticias adornadas con sangre y gusanos. Ojea de reojo el gentío y se pregunta por qué los vecinos lucen tan pasmados por el alboroto. ¿De verdad creen que las calles son seguras? ¿Qué con el buen Edmund pululando nada malo puede pasar y ninguna bolsa negra con sorpresa aparecerá flotando sobre el Misisipi...?
Pues no.
La peste del almacén lo golpea antes entrar, le avisa lo que se viene. Su sonrisa se estremece, pero sin desaparecer. Él es el Capitán, el mata-asesinos que nunca duda ni nunca duerme más por su extremo insomnio que por un ansia de justicia. No, mata-asesinos es demasiado violento, acaba-criminales suena como algo más aceptable que podrían decir los jovencitos en la misa o la escuela.
El interior del sitio exuda aroma a carne y metal, como de sangre estancada mucho tiempo en un frasco. Los oficiales saludan a Edmund con habitual respeto y luego entran en detalles sobre la escena:
El viejo Turner viene a revisar la propiedad para hacer arreglos y ponerla en alquiler, pero encuentra más que filtración en las paredes y moscas verdes revoloteando.
—Quizás ahora sí le baje el precio a la renta —Comenta. Otros realizarían más preguntas sobre Turner, pero Edmund considera que gastar tiempo en ese viejo tacaño sería intentar asesinar un caballo a pellizcos. Ser una persona avara no te convierte en asesino... Al menos no en un principio. Pensándolo mejor, pondrá a un par de oficiales a vigilar al anciano y unir puntos, si es que existen conexiones para unir—. ¿Hay café?
Le traen uno tinto y sin azúcar. Justo como le gusta.
Ningún oficial alza una ceja por el aparente desinterés del superior. El Capitán siempre actúa y se mueve a su manera. Es el héroe que los salvó del psicópata sonriente... Aunque nadie jamás entendió que le hacía tanta gracia al maldito de Jeff, incluso medio muerto se andaba riendo y después de estirar la pata siguió con esa espantosa sonrisa.
Una sonrisa de verdadero horror.
Edmund le echa la culpa a la cara desfigurada. Reza a Jesús, a Buda, o a cualquier entidad lo bastante desocupada para cumplir la petición, que los próximos asesinos sean más agradables de ver. ¿Porque vendrían más, no? Ya contaron con Ed Gein y el primer Jeffrey, el Dahmer, no el Woods. Quizás los locos ambientalistas tengan razón y la contaminación del Misisipi convierta a la gente en monstruos desalmados.
—Pobre chica.
Natalie Parker era una muchachita encantadora; Algo promiscua pero menos que la mayoría; Estudiante de secundaria y flautista del coro; Pelo corto enmarcando su rostro bronceado y labios como cerezas; Pero lo más llamativo eran sus ojos de hermoso color violeta. Ahora Edmund solo puede reparar en la carencia de estos.
(Si fuera mi hija...)
Pensó Edmund, pero en pos de su sanidad reprimió la comparación.
Dos agujeros bañados en sangre seca les devuelven la mirada a los policías. Sobre la chica, un solitario bombillo riega su luz azulada, iluminando y mecido por la brisa que entra desde un tragaluz roto. Por los cortes y el charco de sangre que empapa la ropa y las patas de la silla donde fue atada y amordaza, es evidente que quien lo hizo se entretuvo bastante.
—Capitán, mire esto.
Observa al oficial que lo llamó, luego a la dirección donde todos apuntan las linternas. Sobre la pared pintada de blanco aparece un mensaje en letras grandes, rojas, y llorosas:
VE A DORMIR.
Los policías contienen el aliento. El capitán se le queda admirando como si evaluara una obra de arte abstracto e inentendible. Da un sorbo al café.
—Damas y caballeros —Suena como un tipo del telediario queriendo venderte una aspiradora. Se gira y su sonrisa se hizo más grande e incómoda de mantener—. Tenemos un imitador.
Por dentro Edmund grita como loco.
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