Capítulo 31
MERYBETH
Cada moneda tiene dos lados. Sin excepción.
Hay algunos que creen que el amor de nuestra vida es esa persona que llega a desequilibrar el mundo en el que estamos parados. Quien tiene el poder de un huracán en una sonrisa o en una mirada. Quien nos lleva de la seguridad de la cordura hasta el borde de la insensatez tan rápido que apenas nos da tiempo de respirar. Aquel que hace que nuestro corazón lata desbocado y nos suden las manos por la ansiedad.
Sin embargo, hay quienes creen que el amor verdadero es todo lo contrario.
Un viejo proverbio afirma que cuando conoces al amor de tu vida no sientes nervios, ni mariposas en el estómago, sino una increíble tranquilidad porque las piezas encajan en su lugar. Aparte, te hace crecer como persona y hay cierta armonía que no encontrarás con nadie más porque la perfección de las almas gemelas solo ocurre entre ellas.
Así que... ¿Cómo saber qué versión es la correcta?
¿Cómo se puede elegir entre la confortable gravedad que te ata a la Tierra, y el vértigo de la caída libre que te hace creer que te saldrán alas?
Las palabras de Alex resonaron en mi cabeza como un eco que no deja de repetirse.
Desde noviembre mis paradigmas se habían destrozado para transformarse en un monstruo que no reconocía frente al espejo. Hice aquello que jamás me creí capaz de hacer; sentí cosas por alguien más cuando pensé que mi corazón ya tenía un nombre tatuado de por vida; habría dejado el concepto que tenía de un hogar por perseguir la utopía de un amor de película; y no conforme con eso, también ese nuevo sentimiento me hizo darme cuenta de que a veces hay cosas más importantes que obtener lo que deseas.
Asimismo, aprendí a escuchar; a tratar de comprender para perdonar; a aceptar que nadie es perfecto, que todos tenemos secretos y cometemos errores; y por muy buenos que seamos, siempre va a haber un poco de oscuridad en nuestro interior. Pero eso también está bien, solo somos personas que hacemos lo que podemos con las cartas que nos tocaron.
Creí llegar a un acuerdo de paz conmigo misma. Me predispuse a aceptar que rechazaba ese amor épico a cambio de uno más humano, por mucho que quien me lo brindara distara categóricamente de ese término. Incluso acepté olvidarme del primero si con eso podía entregarme al segundo como un día lo hice.
¿Por qué? ¿Por qué había decidido venir justo ahora?
—No te cases —murmuró contra mis labios que aún tenían el sabor del beso que acababa de robarme.
Su dolor era tan profundo que mi corazón se partió en mil pedazos.
Nuestras frentes estaban unidas; y si bien ese beso no fue tan apasionado como para habernos quitado el aliento, teníamos la respiración agitada porque el regusto era nostálgico, como si el futuro fuera incierto y aterrador.
Él no lo entendía. ¿Cómo podría hacerlo si todo era tan complejo?
El problema no solo era la condición de Grahms —que sí, había empeorado en muchos niveles—, sino lo que me hizo vivir durante las últimas noches.
No podría hacerle comprender el dilema que significaba su presencia porque él no había visto lo que yo; no escuchó los susurros de Graham al oído, ni sintió el mar de emociones que me ahogó en las horas de insomnio que yo misma me provoqué porque me aterraba lo que mi prometido trataba de hacer conmigo, aún a sabiendas que yo en un principio lo consentí.
En ese instante me juré que lo que viví en los últimos días sería algo que no le confesaría a Alex. Jamás.
El roce de su nariz contra la mía me sacó de mis divagaciones. Tenía que intentarlo. Debía dar un último esfuerzo para no regresar a esos brazos que se habían vuelto tan vagos en mis recuerdos.
—Graham...
Mi voz salió quebrada.
—No te cases —repitió, como si su súplica me hubiera pasado desapercibida la primera vez.
Alex debe vivir, Beth, me dije. Además, Graham prometió que sería rápido. Solo soporta el dolor un poco más.
—Graham... —dije con más seguridad.
—Alex, amor —corrigió sin despegarse ni un milímetro. Sus ojos refulgían pasionales, vivos—. Soy Alex.
Necesitaba espacio si quería pensar con claridad. Lo necesitaba, pero no lo quería.
—Graham te va a matar —susurré con miedo, enterrando los dedos en su cabello. ¿Por qué no podía comprender lo que eso significaba?
—Tomo el riesgo, pelirroja. Te quiero, pero mis decisiones son algo en lo que tú no puedes intervenir.
—Estás siendo estúpido. —Traté de empujarlo; no obstante, sus reflejos actuaron más rápido y me sostuvo de la cintura con fuerza.
—Ese es mi tercer nombre. Acostúmbrate.
Sin que lo viera venir, me sentó sobre la mesa de madera en la que reposaba mi ramo. Su mano, que ascendía lentamente por mi muslo, encontró la fina liga de encaje. Cerré los ojos para no obnubilar mi mente con la imagen de sus yemas rozando esa íntima prenda.
Grave error; Alex creyó que lo hice como acto reflejo de placer y se atrevió a más. Intercambió los dedos por sus dientes que, ni tardos ni perezosos, la fueron bajando por mi pierna.
No sabía qué hacer. Por una parte quería detenerlo, ya que esto no nos llevaría a ningún lado. Pero por la otra...
—Te amo —susurró con ferocidad al tiempo que besaba mi hombro, provocando que el elegante tirante de mi sostén cayera por accidente.
Nadar contracorriente era agotador.
—Y yo a ti, pero...
Por segunda vez, sus labios encontraron los míos, interrumpiendo la patética excusa que, de todos modos, él no escucharía por más que se la repitiera.
Aquel beso, tan dulce y tan amargo al mismo tiempo, me hirió el alma. ¿Cómo podía hacerle esto al hombre que tanto amaba?
¿Cómo podía darle una última esperanza a Alex y herir al mismo tiempo a Graham, que estaba en una de las habitaciones al otro lado de la abadía?
Me sentía como la peor escoria del mundo, haciendo esto a unas cuantas horas de casarme; no obstante, después de este día ya no habría vuelta de hoja. Me casaría con Grahms, él cumpliría con su parte del trato y, si bien me iba, quizá hasta desistiría del plan que se había propuesto hace casi una semana, en el establo al que me llamó en la madrugada.
Alex y yo tendríamos la despedida que queríamos; una última vez juntos antes de la separación definitiva. Era una buena forma de cerrar aquel ciclo. ¿Cierto?
Lo besé con ahínco. Deseosa por unirnos como aquella primera vez.
Si bien deseaba lo mismo que yo, me detuvo justo cuando mis manos le desabrochaban la hebilla del cinturón.
—Espera, amor —dijo con una media sonrisa—. No quiero que lo hagas.
—Somos dos contra uno —contraataqué coqueta, pasando mi índice por el bulto en su pantalón.
—Merybeth... ¡No! —sentenció firme, tomando mis manos para dejarlas quietas—. Sé cómo eres, me chantajeas sexualmente para obtener hasta tus mínimos caprichos. Y en cualquier otra situación te dejaría hacer conmigo lo que quisieras, pero hoy no.
Entrecerré los ojos. Odiaba que anticipara mis movimientos.
—Y tampoco me importa si te enojas. Hoy te dedicarás a escucharme. —Sin dejar de mirarme a los ojos, inhaló, dejó salir el aire, y continuó solemne—: Te amo. Jamás se lo había dicho a nadie porque no lo había sentido; sin embargo, eso no te da el derecho de tratarme como me tratas.
"No podemos seguir jugando al gato y al ratón por siempre, McNeil. En algún punto alguien tendrá que ceder porque las cosas no pueden estirarse sin dañarse en el proceso antes de que finalmente se rompan.
"Yo te amo y te extraño como no tienes idea. Pero llegué a mi límite. No pienso seguirte rogando porque te acostumbrarás a darme un sí para luego quitármelo por tus miedos e indecisiones.
"Lo digo en serio, aceptaré las consecuencias de mis elecciones, así como los riesgos que conlleva quererte con locura, al igual que lo haré con la decisión definitiva que tomes. Viviremos según tu respuesta; ya sea juntos, tratando de burlar a la muerte, o por separado, intentando ignorar lo más grande que hemos sentido en nuestras vidas.
"Y no es por presionarte, amor, pero disponemos de poco tiempo.
Aquel discurso me dejó perpleja. ¿Qué se responde a eso?
—Yo...
Como si hubiesen sido palabras dichas por un profeta, el último grano de arena cayó. El ruido metálico de una llave entrando en la cerradura se escuchó en ese momento.
Apenas si nos dio tiempo para que me soltara y me dejara bajar de la mesa antes de que Graham entrara a grandes zancadas. TJ y Aileen cruzaron por el umbral poco después, ambos apenados.
Una vez más, doppelgänger y original se encontraron. El primero contenía su mal genio, supongo que para guardar las apariencias. El segundo se veía tranquilo, como quien acepta que las cosas ya tienen un rumbo que nadie podrá cambiar.
—Vete de aquí, Tremblay —amenazó Graham—. Le hice una promesa a mi futura esposa y no quiero verme forzado a romperla.
—¿Y si no quiero? —respondió altanero.
Los ojos de Grahms brillaron con malicia. Yo ya estaba acostumbrada a ver el infierno en su mirada, pero Aileen y TJ se alejaron un poco, temerosos del peligro que el doble significaba.
—S-se acabó, hermano —intervino TJ con la voz entrecortada—. Sabías que no tenías mucho tiempo. Anda...
Mi amigo palmeó el hombro del canadiense que hasta el momento no había cortado el contacto visual.
Verlos a ambos, desafiándose con un gesto tan altivo, provocó que por incontables segundos todos permaneciéramos a la expectativa.
—Vámonos, p-por favor, Alex —insistió, jalándolo del brazo hasta que el otro cedió.
Los dos salieron por la puerta sin voltear atrás.
La tensión que se instauró en la habitación tras su partida me estaba asfixiando. La continua corriente de leves escalofríos en mi nuca, la rigidez que sentía en la mandíbula, y la percepción de que hasta el mínimo movimiento alteraría al demonio, me hizo permanecer tan quieta como Aileen.
Después de un instante que se nos figuró eterno, Graham —que parecía haberse vuelto de piedra—, salió de su trance, me dio un breve abrazo y al dirigirse a la salida le pidió a mi amiga que me ayudara con el vestido.
Por desgracia, el encuentro me quitó el tiempo que quería utilizar para mentalizarme que ese día era mi boda. Faltaba poco para la ceremonia, por lo que solo disponía de los minutos necesarios para vestirme e ir hacia las puertas de la capilla, donde ya esperaban mis damas, sus acompañantes y mamá, quien arreglaba el peinado de Val.
Inconscientemente recorrí el contorno de mis labios, manchando mis yemas de coral perlado. Aileen estaba acomodando la pajarita de Albert, alias el galán más galán de Edimburgo, por lo que no se dio cuenta de que arruiné un poco del trabajo que tantas horas le costó; y todo porque quise evocar el recuerdo de lo que recién había pasado.
Las risas de mis amigos resonaron cuando Albert, un escocés en todo el sentido de la palabra, se dirigió a Val. Esta última, al no entenderle ni pío, recurrió a mi mamá para que tradujera nuestra peculiar lengua.
Dejé de observarlos. Su ambiente, por completo festivo, no combinaba con mi sempiterna melancolía.
Me pregunté, por enésima vez, si estaba haciendo lo correcto. ¿Era tan condenable quererlos a ambos, a uno lo suficiente como para intentar quedarme si eso significaba la paz que necesitaba, y al otro tanto que hacerme a la idea de perderlo para siempre de inmediato me hacía cruzar la frágil barrera entre lo correcto y mi egoísmo?
—¿Cómo te sientes, Mery?
La voz de TJ me distrajo de profundizar en los pensamientos que me iban absorbiendo al mirar las grandes puertas de madera frente a mí. Su cara regordeta irradiaba la felicidad que yo, siendo la novia, debería mostrar. Estaba tan distraída que ni siquiera lo vi llegar.
Ver su alegría fue como un fugaz rayo de sol. Por naturaleza era un chico feliz, pero últimamente había estado más efusivo que de costumbre; supongo que fue porque el encuentro con Val les confirmó que la química que mostraban por mensajes no era falsa.
—Bien —respondí con una sonrisa forzada—. ¿Y Alex...?
Hizo un mohín. Lo más seguro es que ahorita estaba tan enojado que iba directo al aeropuerto para perderse algún tiempo sin tener contacto con sus amigos y familia.
—No te preocupes por él.
TJ estaba en la misma sintonía que yo; su tono sombrío me lo demostró. Para aligerar el ambiente intenté hacer una broma.
—De seguro quiere que salga huyendo del altar...
Mi voz se fue perdiendo al no saber si eso era algo que quizás él querría, o era mi subconsciente gritando deseos reprimidos.
Me imaginé saliendo en este momento para alcanzarlo y decirle que sí. Que en realidad con quien quería pasar ese día era con él; que nos casaríamos y nos iríamos a vivir a una de sus ciudades sofisticadas. Aunque bueno, quién sabe si la oferta seguía en pie. Con todo lo que había pasado entre nosotros, no me sorprendería en absoluto que su decisión cambiara.
—¡¿Qué?! Eso es lo último que mi buen amigo querría que hicieras, Mery —respondió con una risilla nerviosa y jalando el borde del cuello de su camisa. Luego, recuperando un poco de seriedad, continuó—: Hablé con él y lo entiende, ¿de acuerdo? Solo..., hay que darle tiempo.
Asentí sin mucha convicción. Aunque su amigo no fuera un terrible mentiroso, yo sabía cómo pensaba. Lo conocía tan bien que estaba cien por ciento segura de que haría algo. Lo más probable es que ese algo terminaría por ser dramático para llamar mi atención y, de paso, hacerme enfurecer.
Iba a cancelar la boda. O mejor dicho, prorrumpiría con su versión más ególatra para que el mismo Graham fuera quien cancelara el evento.
No me iría de Culross esa tarde como una mujer casada. Muy en mi interior lo sabía.
—Por cierto —siguió diciendo TJ—, te ves hermosa, Mery.
Le sonreí con un poco más de ánimo.
Si bien no quise hacer gran cosa de la boda, las chicas me convencieron para comprar un vestido digno de una princesa. Lo más bello era la parte de arriba, puesto que estaba hecha de una tela tan delgada que se camuflaba con la piel. La distribución de los diamantes falsos en el corsé era lo que le dotaba a la prenda esa singular belleza; en la parte inferior no había ni un solo espacio que no fulgurara, pero conforme se ascendía a los hombros y mangas, las pequeñísimas piedritas se hacían tan escasas que parecían brillos al azar pegados a mi epidermis. La falda de tul era vaporosa; bastante incómoda a decir verdad, debido a que la tela me producía comezón en las piernas. Sobre la cabeza solo llevaba un pequeño brezo blanco atorado en uno de los costados de la trenza de corazón; había tradiciones que no debían romperse.
—¿Estás lista, Beth? —preguntó mamá, secándose otra vez las discretas lágrimas que se le escapaban cuando nadie la veía, y dándome el bello ramo de rosas blancas y lirios rosados.
Asentí. Ver su sonrisa fue un buen motivo para devolverle el gesto sin tener que fingir. Valerie jaló a TJ del brazo para tomar su lugar detrás de Aileen y Albert. De nuevo me había abstraído tanto que no me percaté de que estábamos a dos segundos de comenzar.
Los cuatro desaparecieron apenas se escuchó la música y mamá me dio un último abrazo antes de que las puertas volvieran a abrirse.
—Te deseo toda la felicidad del mundo, mi conejito silvestre —murmuró dichosa en mi oído.
El momento había llegado.
Entrelazamos nuestros brazos y entramos en ese santuario, acoplándonos al ritmo que la gaita marcaba.
Mis piernas se volvieron de gelatina al ver la realidad frente a mí. Los pocos invitados aguardaban de pie, mirando hacia nosotras con grandes sonrisas.
Graham, quien usaba un Kilt Caledonian, lucía solemne. A un costado de la cabeza le caía la boina negra, a juego con la chaqueta del esmoquin y el chaleco. Haciendo contraste con la camisa blanca, una sobria corbata Ascot le dotaba de una elegancia inigualable. Sus medias blancas a la rodilla, así como los zapatos negros de piel con lazos entrecruzados, y el pequeño sporran que le colgaba a la altura de los muslos, lo hacían el perfecto novio escocés.
La sonrisa que le di decayó al ver que él no la correspondía; seguía serio por el altercado y lo que intuía que sucedió entre Alex y yo. No lo culpaba.
Quisiera recordar ese momento con exactitud de detalles. Pero la verdad es que la aparente actitud de mi novio hizo que mi mente rondara sin ton ni son. De repente ya estaba en el altar, escuchando al padre y espiando por la comisura del ojo al hombre que tenía al lado.
Luego, llegó el momento del Handfasting¸ una tradición en la que nuestras manos eran envueltas con un listón.
Justo ahí volví a temer. Todo iba demasiado bien.
Para cuando terminaron de acomodar el listón, yo era un manojo de nervios; era hora de decir los votos.
Graham sonrió levemente. Suspiró sin dejar de mirarme, y abrió la boca.
—Yo...
Sucedió. La interrupción que sabía que llegaría.
Un estruendo nos hizo voltear; yo espantada, y él al borde de la cólera. No obstante, no provino de la puerta, sino de los invitados. TJ, todo colorado, levantaba del piso su celular que yacía con las piezas separadas. Su nerviosismo lo hizo tirar de nueva cuenta la batería.
La mano de Graham se tensó. Se aclaró la garganta, y dispuesto a no detenerse ni aunque el mundo se estuviera acabando afuera, habló con elocuencia:
—Merybeth McNeil, quisiera darte la promesa de algo eterno. Quizá asegurarte que de ahora en adelante nuestras vidas estarán colmadas de salud, abundancia y prosperidad infinitos; o jurarte por mi vida que a partir de hoy todas tus mañanas serán soleadas y tus noches estrelladas... Pero no puedo hacerlo, porque no soy alguien extraordinario. Solo soy un hombre con más defectos que virtudes, con monstruos en el armario, y que ha cometido muchos errores porque, como todos, vino a este mundo sin un manual que le explique cómo hacer las cosas.
"Sin embargo, a pesar de todo lo que he hecho mal, no me arrepiento. No podría hacerlo, puesto que ese camino fue lo que me condujo a la mujer por la que daría todo, la que hace mis días excepcionales y quien me impulsa a ser una mejor versión de mí mismo.
"Beth, tú más que nadie eres testigo de lo inciertas que se pueden volver las cosas. Y aunque hay mucho que no puedo darte que dure por siempre, al menos te doy mi corazón. Nunca dudes de lo que siento por ti, puesto que eso será tan enérgico como los vientos de las Tierras Altas, tan colosal como las Cataratas del Niágara, tan profundo como el Abismo de Challenger y tan perpetuo e inamovible como la cordillera del Himalaya.
Por unos segundos se quedó callado, mirando el efecto de sus palabras en mi ser. Luego, sin dejar de mirarme con esos ojos que me apretaban las entrañas, pronunció en gaélico escocés, solo para que yo lo oyera:
—Tha mi gad ghràdh, a-nis agus gu bràth.
«Te amo, ahora y por siempre»
Ya no supe qué decir. Los votos que había planeado con las chicas, que no se comparaban en nada a los de él, huyeron de mi mente, avergonzados por no estar a la altura.
—Grahms, yo... —titubeé. Ni modo, Beth, apuesta por lo tradicional—, prometo amarte y respetarte, en la salud y en la enfermedad, en la prosperidad y en la adversidad. Estar contigo en tus momentos más oscuros y ser para ti eso que puedas llamar hogar. De hoy en adelante y hasta que la muerte nos separe.
¡Bravo!, pensé con sorna. De seguro Albert también subirá tu video a la red con el título: La novia más insípida del mundo.
Graham sonrió, marcando los hoyuelos en sus mejillas. Supongo que el beso que dejó en mi frente fue para no hacerme sentir más mal de lo que ya me sentía. Luego volvió a besarme, pero esta vez en los labios y tan efímero como un latido.
Después de desatarnos, tuve que servir un poco de whisky en el quaich familiar, una copa metálica más parecida a un pequeño cazo con asas. Graham y yo dimos un trago; posteriormente lo pasamos a los invitados para que todos bebieran.
Cuando la ceremonia concluyó ambos estábamos más tranquilos.
La gaita volvió a sonar para amenizar el ambiente al tiempo que los invitados, después de felicitarnos, salían de la capilla para aguardar en el exterior a que la feliz pareja ultimara lo poco que les faltaba.
Seguimos al padre a su oficina para firmar la constancia. El que ahora era mi esposo jamás se había visto tan alegre. Supuse que el matrimonio le sentaba.
El amable anciano dejó la elegante hoja sobre el escritorio, así como un bolígrafo que Graham tomó para firmar con rapidez.
El teléfono en la oficina de al lado sonó. Tras una breve disculpa, el clérigo nos dejó solos; alegando que regresaría en un segundo para concluir el trámite.
Era mi turno de firmar.
A un segundo de hacerlo, me detuve de golpe. Mi corazón frenó en seco, provocando una reacción en cadena que comenzó con un impedimento del flujo de sangre a mi cabeza; perdí la capacidad de respirar de manera autónoma y hasta la visión se me nubló.
Una corriente eléctrica reactivó mis sistemas biológicos; poniéndolos en marcha a una velocidad que compensara los últimos segundos de letargo celular.
Mis ojos no podían mentir, ¿o sí?
Volteé espantada hacia Graham quien, con una rodilla en el piso, me miraba como si recién hubiera hecho una travesura. En las manos traía una cajita negra con un anillo de oro rosa en el interior.
—Pensé en lo que me dijiste y quiero creer que tú también ya tuviste tiempo para procesar lo que te dije —exclamó orgulloso, olvidando el perfecto acento que fingió durante toda la ceremonia—. No creíste que me iría sin que me dieras una respuesta, ¿o sí?
—Alexandre —susurré, repitiendo el nombre que vi escrito en el papel.
Sentí mi cara palidecer, como si estuviese viendo a un fantasma.
—Te daré mil soles si con eso puedo hacerte feliz, mujer; pero no me pidas que te cuide de no quemarte, porque esta vida es corta y lo extraordinario es un cometa que solo pasa una vez en la vida y no esperará por siempre a que lo veas. —Miré el anillo por un lado y la constancia de matrimonio por el otro. Alex solo aguardaba paciente, amoroso—. Entonces, ¿qué dices, amor? ¿Ardemos juntos?
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