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Capítulo 30


ALEXANDRE


Monique sonrió con lascivia al tiempo que se limpiaba la comisura de la boca sin dejar de mirarme; observó su índice embadurnado y lo lamió coqueta. Sus mejillas tenían un rubor bastante rosado que combinaba a la perfección con el brillo de sus ojos marrones.

Me acosté en la cama junto a ella, atrayéndola a mi pecho para abrazarla después de descargar todo el cúmulo de sentimientos que, aún después de cinco días de haberla vuelto a ver, no podía abandonarme.

Si bien sabía que la extrañaba y que lo mejor hubiera sido volver a mi país, me propuse exorcizar su recuerdo como incentivo para regresar. Tomaría las riendas de mi vida y el escritorio de mi padre siendo un hombre libre que sobrevivió a un naufragio emocional.

La doctora fue pieza primordial para que los primeros días no resultaran contraproducentes. Después de volver a tomarla en la ducha se dio cuenta de la culpa que sentía; cualquier mujer se habría enfadado, pero ella no. Y para ser honesto, jamás me tomé la molestia de preguntarle la razón. Quizá sabía que lo nuestro nada más era físico, porque emocionalmente seguíamos siendo amigos —o al menos, así fue por mi parte al principio—; tal vez estaba necesitada de cariño, o incluso igual de jodida que yo. Solo Dios lo sabrá.

En mi sano juicio habría buscado un reemplazo que después no me doliera perder. No obstante, es todo un lío conocer gente nueva. Es demasiado engorroso iniciar con los coqueteos sublimes, el innecesario ritual de cortejo, gastar espacio en las neuronas guardando nuevos detalles, actitudes y datos que muy posiblemente después tendrás que desechar porque así son las cosas; son perecederas.

Se me hizo sencillo meterme entre las piernas de Monique —y bueno, entre otros lugares que ya se podrán imaginar—, puesto que me evitaba el trámite previo. De hecho, resultó reconfortante recaer en la rutina de vivir juntos, dar paseos por las tardes, salir a algún pub por la noche y, como un premio de consolación, coger donde se nos viniera en gana. Era una ecuación sencilla que no involucraba a terceros peligrosos.

A una semana de que Merybeth me dejara, cansado de no poder quedar satisfecho —emocionalmente hablando, claro está— por mucho éxtasis que Dunne me proporcionara, decidí hacer un movimiento que, de enterarse la pelirroja, volvería para terminar de acabar conmigo. Quizá lo hice por esa razón, o quizá porque en verdad quería superarla; aún no sé.

En fin, me llevé a Monique a una escapada romántica que terminé por denominar el tour Escocia-Canadá, no porque fuéramos a esos lugares, sino porque fueron los sitios en los que estuve con esa caprichosa mujer. Acampamos en Yorkshire, fuimos al acuario, nos subimos a la noria y tuvimos una cena romántica en un hotel que no fue el mismo, puesto que hubiera sido humillante que el chico de la recepción me viera con una mujer distinta después de haberle dicho que la otra era la correcta.

Sabía que el primer intento de un experimento nunca funciona. No esperaba poder olvidar la frustración de no llevar un condón si en esta ocasión nada me detuvo para hacer con ese cuerpo trigueño lo que mis más bajos instintos me dictaron. Tampoco creí que el dato de los pingüinos de Edimburgo fuera a surtir efecto porque el discurso que di en noviembre fue una sutil, meticulosa y metafórica insinuación que nos involucraba a Merybeth y a mí solamente. Asimismo, mucho menos vi factible experimentar ese grado de enajenación al mirar la expresión de embeleso al penetrar a una mujer, debido a que a Dunne le sobraba melanina y le faltaban las delicadas curvas.

Como recién había vuelto al hospital, no podía darse el lujo de alternar días de trabajo con ausencias injustificadas. Traté de adaptarme a esa realidad, trabajando vía satélite con mi mano derecha del proyecto y jugando a una vida doméstica al verla llegar.

Tardé bastante en sentir el confort. Pasaron varios días para que una pequeña vocecilla me susurrara a segundos de dormir: No está nada mal. Monique es bonita, lista, agradable y madura. Te gusta despertar con ella, ¿por qué debería tener fecha de caducidad?

Y sin darme cuenta, esa voz se fue haciendo presente al mirarla arreglarse por las mañanas; al darle su termo con café y el beso fugaz por el que siempre regresaba, puesto que con las prisas se le olvidaba; al tender las sábanas que dejábamos revueltas en el piso; al escuchar la puerta abrirse y ver su sonrisa radiante; al preguntar cómo le fue en el día; al quitarle la ropa para hacerla mía en la sala, en la mesa del comedor, ducha, o sobre la encimera de la cocina.

Tenía todo con ella. Tenía una mujer que me daba paz, equilibrio y sexo ardiente sin haber pasado por un largo proceso previo, debido a que eso lo forjamos sin siquiera notarlo.

Sí, todo; excepto ese algo que me hacía preguntarme cómo será el mañana. ¿Despertará antes para intentar hacer el desayuno, o seré yo quien al abrir los ojos vea el desastre que es su melena? ¿Querrá que pasemos los fines de semana en pijama, holgazaneando frente al televisor, o me dejará llevarla al Sublimotion en Ibiza para darle un orgasmo gustativo? ¿Por las noches será más frecuente que me deleite con sus delicados gemidos o, por el contrario, me dará dolor de cabeza al escuchar sus reclamos, muchas veces inentendibles, proferidos con ese acento tan peculiar que tiene?

Por muy insensato que sonase, quería lo impredecible. Deseaba la imposibilidad de paz que ella significaba. Quería sorpresa, incertidumbre, recorrer este viaje sin GPS.

—Me tengo que ir —dijo somnolienta, ahogando un bostezo.

Su voz me sacó de la abstracción en la que siempre caía cuando nos quedábamos callados.

—Creí que habías dicho que hoy descansarías —recalqué nada más por compromiso. Yo no era quien para decirle que no fuera a su trabajo.

Reuniendo la poca energía que le quedaba, salió de la cama. Todavía desnuda se cepilló los dientes, recargada en el marco de la puerta del baño; había adquirido esa costumbre de mirarme así cuando quería que le insistiera en regresar al colchón, cosa que no haría por el momento.

La miré de arriba hacia abajo, apreciando las manchas moradas en sus pechos, caderas e ingle, que mi boca se acostumbró a dejar. Al momento de hacerlas sentí satisfacción; supongo que por ese instinto básico animal de marcar territorio, pero ahora no sentía más que un tedio impresionante.

—Solo iré a ver los detalles de la transferencia. Regresaré pronto.

Un par de semanas atrás la convencí de que pidiera su cambio al Sick Kids, un hospital pediátrico en Toronto en el que trabaja uno de sus ídolos de profesión. Lo interesante de este sujeto eran sus conexiones e influencia en el mundo galeno. Si se congraciaba con él, las puertas a cualquier hospital del mundo estarían abiertas para ella. Podría cumplir sus sueños.

Además, ambos salíamos beneficiados. Ella escalaba en lo laboral y yo no tendría que iniciar desde cero con mi terapia emocional, puesto que solo estaríamos a cinco horas y media de distancia. Lo suficientemente cerca como para no enfriar lo nuestro, y al mismo tiempo tan alejados que no pudiéramos sobrecargar la extraña relación que estábamos formando.

El timbre sonó. Dunne se encerró en el baño para arreglarse, por lo que a mí me tocó abrir la puerta. Todavía despeinado, y usando el primer pantalón que encontré, fui hacia la entrada para dejar pasar a su vecina, quien cada vez exageraba más con sus intentos de coqueteo. A pesar de ser más guapa que la doctora, ignoraba sus insinuaciones. Como dije, podía ser todo, menos un canalla infiel.

Mi cara palideció.

—¿Qué haces aquí? —dije con poca cortesía en cuanto vi a la persona del otro lado.

Volteé para ver que Monique no viniera. Sí, la apreciaba bastante, pero no quería hacer de lo nuestro algo formal y mucho menos ser descubierto en una situación comprometedora.

Claro, Alex, pensé irónico, con esa facha y el olor a sexo que desprendes no se va a dar cuenta.

—¡Esas no son maneras de recibir a tu hermano! —gritó TJ sin inmutarse por mi sequedad.

Por supuesto, de todos mis conocidos que pudieron encontrarme con Monique, debía ser él quien lo hiciera primero.

El problema radicaba en que TJ era también amigo de Merybeth y, sin quitarle mérito a lo fenomenal que era, a veces solía ser algo comunicativo. No conforme con eso, él era de las pocas personas que conocían a fondo los detalles de mi historia con la pelirroja, incluyendo la cursilería de mis sentimientos y todos los planes ridículos que quería lograr con ella.

¿Qué crees, hermano? Sí, de nuevo me bateó. Estoy a dos decepciones de ser cliente VIP. Ah, y me convertí en lo que siempre odié de mis antiguas relaciones, así que ahora podrás reírte de mi endeble y dependiente mente, justo como yo solía hacer, ¿recuerdas?

—¿Puedo entrar? —preguntó sin perder la sonrisa. Me hice a un lado, resignado a que esto tarde o temprano pasaría—. Lindo lugar. No sabía que planeabas establecerte en Escocia si..., tú sabes... ¡Oh! ¡Qué cuadro tan sublime!

Noté su frase inconclusa y la forma nada sutil en que quiso ocultar el desliz de lo que significaba el final de su oración. Miré la obra a la que se refería. Las salpicaduras y manchones en tonos púrpuras y rojos evocaban todo, menos grandeza.

—Ya me voy —anunció Monique, saliendo apresurada de la habitación—. Cielos, no sabía que tendríamos visitas.

Extendió su mano para estrechar la de mi amigo.

—Hola, ¿qué tal? Soy...

—Deberías salir si quieres llegar a tiempo, linda —interrumpí—. Cuando regreses hacemos la presentación formal.

Le di un beso fugaz al tiempo que le abría la puerta. En cuanto se fue, la tensión se hizo palpable.

¿Por dónde comenzaba?

—Se va a casar, ¿lo sabías? —dijo en un acto impropio de él. Como regla general, solía darle vueltas a los asuntos antes de llegar al punto.

No lo sabía, pero supuse que con el tiempo eso pasaría.

—Bueno, TJ, desde esa vez que se las presenté en Londres ya estaba comprometida, así que...

Dejé la frase inconclusa. Encogí los hombros e hice un mohín para mostrar indiferencia.

—En dos días.

La bilis me ascendió por el esófago. Al menos hubiera tenido el decoro de esperar lo suficiente si tanto amor juró profesarme.

—¿Sabes qué es lo que me molesta de ella, amigo? Siempre debe ganarme. Creí que iba a la cabeza con todo esto —dije juguetón para ocultar mi ira al tiempo que señalaba el departamento—, pero es obvio que no puedo competir contra un matrimonio.

La cara regordeta del neoyorquino se crispo con suspicacia. Odiaba no ver el desenfado en su rostro.

—¿Por eso sales con esa chica? ¿Es tu forma de superar a Mery?

Sonreí inocente.

—No —argüí—. Es mi forma de decir que la vida continúa.

Se sentó en el sillón sin perder ese gesto de concentración.

—Sabes que no me gusta meterme en tu vida sentimental, mi buen Alex, pero evadir las cosas no es el camino.

—No estoy evadiendo nada, TJ —argumenté perdiendo un poco la paciencia.

—¿Cuál es tu plan, entonces? Creí que a estas alturas ya estarías en tu tierra, no jugando a la casita con tu doctora.

Enterré los dedos en mi cabello, desesperado porque ese chico bonachón a fuerza quería que cruzáramos ese puente.

—No es un juego, TJ —recalqué con prepotencia. Antes no quería hacer algo formal de mi relación con Dunne, pero ahora no me importaba hacerlo si con eso se callaba—. Es una mujer formidable. Nos acoplamos de una manera que con Merybeth no lograría ni aunque viviéramos mil años, y por el momento ella me hace feliz. No sé, quizá y hasta la lleve al próximo viaje.

Si bien esto último no era cierto, al menos sí se las presentaría de manera oficial a pesar de que dudaba que fueran a aceptarla con tanta calidez como lo hicieron sus amigos conmigo, que incluso nos shippearon con sobrenombres al estilo Alexnic, Monblay y Dunnlex.

Me estremecí al pensar en el último; sonaba más como marca de condones que como conjunción romántica.

—Pero...

—¿Y qué haces en Edimburgo de todas formas? —interrumpí para zanjar el tema.

Sus mejillas se tornaron de un rojo intenso. O estaba en una cacería romántica, o estaba haciendo algo que prefería no admitir. Preferí ponerlo contra la pared antes de dejar que siguiera haciendo lo mismo conmigo.

—Eh...

Encajé posibles piezas. La presencia de TJ en Escocia, hablando de los próximos planes de Merybeth, no podía ser una coincidencia.

—Habla de una vez, Tom John —presioné.

Ante mi tono, dio un respingo que no me pasó desapercibido.

—No te enojes, ¿quieres?

Mal comienzo.

—Es que..., iré a su boda.

Mi vista se nubló del coraje. ¿Qué tan enferma podía estar esa mujer como para invitar a mi mejor amigo a ese evento presidido, o mejor dicho protagonizado, por el mismo diablo? ¿Y él por qué aceptó ir? ¿Por qué no podía ser un amigo normal y ofenderse por su toma de decisiones? ¿Por qué no vino para llevarme a un bar de mala muerte a emborracharnos hasta perder el conocimiento? ¿Dónde quedaba su honor de hermano?

—No vas a ir, TJ —escupí entre dientes.

—Lo siento, Alex. No fue como creo que piensas, ¿sabes? De hecho, y para ser muy franco, creo que mi querida Mery también preferiría que no fuera, pero es que..., bueno, me invitó su amiga, esa de la que te hablé, ¿la recuerdas?

"En fin, va a ser como nuestra primera cita oficial. De verdad me gusta y, aunque suene disparatado, siento que me corresponde, ¿te lo imaginas? Tu buen amigo TJ saldrá con una chica linda.

"No te estoy pidiendo permiso para ir, porque no le cancelaría por nada del mundo, pero me sentiría mejor sabiendo que eso no afectará nuestra amistad. Esto es muy difícil para mí, ¿sabes? Sí, sí, sí.

Respiré profundo al ver su congoja. Me estaba comportando de una manera infantil sin darme cuenta de que eso era importante para mi amigo.

—¿Qué te parece si me explicas las cosas bien, TJ? —dije con calma, sentándome en la mesa ratona—. Empieza por el principio.

Entrelazó sus dedos, mirando a todos lados menos a mí.

—Bueno, Valerie me dijo que no tenía acompañante para la boda de Mery. Eso me sorprendió, ¿sabes? Pero no quise preguntarle nada porque supuse que no sabría lo de..., eso. Y ya conoces a las chicas, son parlanchinas a más no poder; según dijo que todo fue de último momento, a finales de abril le avisaron que en un mes sería el evento y pues, como dije, me invitó.

"Llegué apenas ayer. Nos vimos en un café para platicar los tres, o mejor dicho cuatro, ya que también iba otra chica. En fin, quise venir a hablar contigo porque...

—Espera —interrumpí—, ¿cómo me encontraste?

Nadie sabía que vivía con Monique.

—Merybeth me lo dijo. —Ante mi expresión de desconcierto, mezclado con un poco de temor al pensar que ella lo sabía, TJ parloteó para explicarse mejor—: Me dio el nombre de la calle y dijo que era un edificio de ladrillos rojos que estaba al lado de una tintorería.

Dejé salir el aire. Cuando hablamos, antes de su viaje a Irlanda, para demostrarle que no tenía nada que ocultarle le di detalles intrascendentes sobre la doctora con la que había convivido las últimas semanas.

¡Mierda!

—Dijo que el sábado te vio con ella —continuó ajeno a mi debacle interno—, y que por la forma en que iban abrazados, lo más seguro es que estuvieran juntos.

Cerré los ojos. ¿Por qué no podía ser distraída cuando debería serlo? ¿Por qué tuvo que notar esos cinco minutos en los que Monique quiso tomar el papel de novia?

—¿Sabes qué, TJ? —acoté cortante, yendo hacia la puerta para invitarlo a retirarse. No quería ser descortés, sin embargo, en ese momento solo deseaba destrozar cosas, golpear algo y tener a Dunne sobre sus rodillas para penetrarla con ímpetu hasta quedar exhausto y venirme sobre su espala baja, esa que carecía de los hoyuelos de Venus que tanto me fascinaban de la pelirroja—. No quiero saber más. ¿Viniste por mi bendición? Ve a esa boda y dale mis más hipócritas saludos a esa insensible mujer. Por mí se puede ir al lugar de donde se consiguió a su futuro esposo.

—¡Alex! —insistió sin hacer amago de moverse—. Por favor, escúchame. Creo que algo malo le sucede.

—¡Sí, TJ! —grité cansado—. Se llama demencia, no hay cura, y ya vi que es contagiosa.

—¡Creí que la querías! —exacerbó la voz para igualarse en condiciones.

—¡¿Eso qué más da?! Ella a mí no, ¿por qué habría de ir a rescatarla de algo que eligió en pleno uso de sus facultades mentales, si es que las tiene?

Pensé que mi amigo se iría cuando lo vi levantarse del sillón y caminar hacia la puerta que seguía sosteniendo para presionarlo a dejarme solo. No obstante, me llevé tremenda sorpresa al sentir sus palmas rechonchas empujando mi pecho.

Aunque no dolió y ni siquiera me movió un milímetro, puesto que él no tenía fuerza física, sí me desconcertó.

—¡Lo está haciendo por ti, idiota!

Eso era el colmo. No podía creer que le hubiera lavado el cerebro.

—Esa mujer es tan egoísta que no hace nada por nadie que no sea ella, TJ —aclaré sin dejar que sus últimas palabras calaran en mi interior—. Un día está con ese bastardo y al día siguiente conmigo, solo juega con ambos porque no sabe ni qué es lo que quiere.

Las mejillas de mi amigo se pusieron rojas, solo que esta vez fue por el coraje que se negaba a dejar salir. Fue por su maletín al sillón donde lo dejó y, antes de retirarse, escribió algo en el cuadernillo que Monique puso junto al teléfono.

—TJ —dije resignado—, no dejemos que una chica que te agradó bastante arruine la amistad de años que tenemos.

—Esto no tiene nada que ver con nuestra amistad, mi buen Alex —respondió al tiempo que ponía en mi mano la hoja que arrancó—. Esto se trata de mi calidad de amigo. Ella no está bien, ¿sabes?

"Y ni siquiera vine a ti porque quiera que estén juntos, eso es muy su problema. Vine a buscarte porque pensé que podríamos hacer algo que no la condenara a una vida que no quiere solo porque tiene miedo de perderte.

Quise reír. El mundo estaba patas arriba.

—Ya me perdió, TJ.

No quise convencerlo a él, sino a mí.

Quizá fuera más joven que yo, pero la expresión que puso me hizo sentir como que aún me faltaba mucho camino por recorrer.

—Es lo que tú dices, y es lo que ella cree; pero, hablando entre hermanos, tú y yo sabemos que no es así.

Me palmeó el hombro al salir. No entendía cómo es que a veces podía ser tan sabio. Supongo que todo lo que le tocó vivir fue un factor crucial para forjar un carácter centrado que se ocultaba bajo una fachada fiestera y algo torpe.

Esa disputa me consumió la energía. Ni siquiera tenía la fuerza necesaria para azotar la puerta como es que planeaba hacer tras verlo salir.

Luego, aquello que no quería que sucediera, pasó. La tormenta de sentimientos cayó sobre mí, empapando todo, traspasando esas barreras que puse para evadir y no para trascender.

Muchas veces las palabras dichas herían. Incluso algunas de ellas se proferían precisamente para eso, lastimar a otro. Pero, ¿qué sucedía con las que no se decían? ¿Qué tanto te pueden perseguir las palabras que alguien no te dijo, o que no quisiste escuchar? ¿Con el tiempo te dejarán de susurrar fantasías antes de dormir?

Creo que al final del día no importa el conocimiento en sí, sino saberlo. Alguien podría decirte lo más banal del universo o quizá lo más extraordinario; no obstante, si no te permites escucharlo, jamás sabrás a qué categoría te negaste. Y eso, la incertidumbre, permanecerá contigo por un largo rato.

¿Y si...?

—¡Mierda! —dije, abriendo la puerta.

Corrí por el pasillo hasta las escaleras. De seguro TJ iba en el elevador, así que lo más probable sería alcanzarlo en el vestíbulo.

Al llegar a la planta baja me asomé a la calle por si lo veía; como estaba desierta regresé al interior. Muchas veces me desesperaba la lentitud de ese elevador, en especial al ver el número rojo en el recuadro por encima de la puerta. ¿Qué tanto sucedía en el tercer piso? ¿Por qué no avanzaba de ahí?

Con un pitito desafinado, las puertas de metal se abrieron. Salieron varias personas, muchas de ellas venían con constancia a las clases de yoga que impartía la vecina coqueta de Dunne. No sabría decir si era mi ansiedad jugándome malas pasadas, o ese pequeño cubículo albergaba más de lo que se calcularía a primera vista.

TJ salió, abanicándose con un folleto que quizá le habían dado los estudiantes más fervientes que no hacían más que promover sus clases matutinas. Vagamente me pregunté si la vecina les pagaba por hacer labor de publicidad.

—Dímelo, TJ —exclamé impaciente, cerrándole el paso. Como no me había visto, se llevó un susto de muerte—. Solo no le des vueltas al asunto. Dijiste que lo estaba haciendo por mí, ¿no? Suéltalo sin rodeos.

Mi amigo se fijó en el grupo que se quedó en el vestíbulo, charlando sobre los ejercicios. ¡Diablos! ¿Que no tenían una vida?

Lo insté a meternos al elevador. Cuando las puertas se cerraron, tras incontables segundos de tortura, carraspeó y lo dijo:

—Se quedará con Graham a cambio de que él no te mate.


***


Dicen que Culross es el pueblo más bello de toda Escocia. Su arquitectura de los siglos XVI y XVII aún conserva una belleza cautivante. Tanto así, que esa aldea ha sido escenario de la serie británica, Outlander.

Me habría gustado disfrutar de la vista mientras conducía el auto rentado; sin embargo, por el momento mi concentración estaba puesta en un solo punto: la abadía.

Después de que TJ me dijera aquello que Merybeth le confesó por error, pasé horas pensando; tratando de desenredar el nudo que todo eso suponía. Mi mente era un caldo turbio de ideas, recuerdos y planes.

Di vueltas en la cama de Dunne, alternando mi vista entre el techo y el buró, donde dejé el papel en el que TJ escribió la fecha, hora y lugar. De tanto haber leído las palabras ya hasta me las sabía de memoria.

Me fui antes de que la doctora llegara. Tomé lo esencial y dejé un recado para que no se preocupara. Quería un poco de espacio para poder aclarar muchas cosas.

Un mensaje entrante me distrajo de lo que estaría pensando Monique después de días sin contacto. Era TJ, quien estaba al tanto del plan que ideé y había prometido mandarme la información que necesitaba para poder ver a la pelirroja antes de la ceremonia.

Quisiera decir que fue un trayecto cargado de expectación romántica. Ya saben, el galán conduciendo un deportivo vistoso a toda velocidad para alcanzar justo el momento en que el juez de paz dice: que hable ahora o calle para siempre; luego, con todo el porte del mundo, detiene la boda, besa a la novia y se escapan juntos en cámara lenta.

De hecho, podía verlo en mi mente con claridad. La voz de Sting cantaría de fondo Every breath you take mientras avanzaba por el pasillo central, bajo la atenta mirada de todos, hacia esa bella mujer que se vería radiante con su vestido blanco como el algodón. Graham, quien no podría ir con otra cosa que no fuera un atuendo tradicional escocés —quizá en tonos rojizos, haciendo honor a su gusto por la sangre—, se quedaría pasmado en su lugar, viéndose incapaz de detenerme. Correría con Merybeth hacia la salida; huiríamos lejos, libres.

Diabetes mental, Tremblay. Me dije con sorna.

Si bien era un escenario que a cualquier chica le hubiera gustado, no veía factible que ese plan resultara sin percances; debía irme por el que pudiera funcionar mejor. Además, había unas cuantas cosas que quería poner sobre la mesa que solo la pelirroja debía escuchar; razón de más para hacerlo en privado.

Llegué a la abadía a buena hora, esperé la confirmación de TJ y, justo cuando esta llegó, seguí sus instrucciones para encontrar la habitación donde estaba Merybeth.

Estaba tan nervioso que la belleza decadente de la iglesia me pareció de lo más frívolo.

La imagen que vi al abrir la puerta me pareció irreal. Quizá estaba soñando y todo eso no era más que una ilusión.

Merybeth McNeil estaba parada frente a un espejo de cuerpo completo. Vestía solo un coordinado de encaje blanco que casi me paraliza el corazón; jamás había visto tanta sensualidad e inocencia al mismo tiempo. Su cabello ondulado caía con soltura; era un peinado sencillo, solo una corona de trenza en forma de corazón.

Aunque se veía hermosa, no pude evitar fijarme en los detalles a los que se refería TJ. Estaba muy delgada, como si estuviese convaleciendo de una enfermedad terrible. A pesar del maquillaje, se veía cansada; había algo en su rostro que no encajaba con la chica alegre que saca el torso de la ventanilla del auto para ver el paisaje. Le faltaba el fulgor encantador en sus orbes azules. Y de la sonrisa pícara, ni hablar; brillaba por su ausencia.

Al menos su piel no tenía ninguna marca que indicara violencia, o de lo contrario ya habría ido a buscar a ese infeliz y no estaría ahí, parado como idiota.

Solo entonces, se dio cuenta de que la observaba.

—Es de mala suerte ver a la novia antes de la boda, Grahms —dijo, tratando de sonar alegre.

Puse el pestillo de la puerta. Nadie iba a interrumpirnos.

—TJ me lo dijo, amor. —Su cara palideció e inconscientemente dio dos pasos hacia atrás—. Y, ¿sabes qué?, no importa. Si en este momento me dices que en verdad lo amas, que lo eliges porque es tu deseo pasar toda tu vida con él y que por mí no sientes nada, te dejaré en paz. Lo juro.

—Alex...

Me acerqué, acorralándola contra la pared.

—Sin embargo, si te atreves a ser honesta y confiesas lo que ambos sabemos que sientes, nos vamos lejos. Encontraremos la forma de escondernos.

Sus ojos se anegaron en lágrimas que no se permitió derramar. Lucía asustada, como un animalillo que se perdió en el bosque.

¡Dios! Se veía como un ángel.

—¿Es que acaso no lo ves? Tu lugar está junto a mí, Merybeth. Soy el amor de tu vida.

Acuné su rostro con ternura. Sin darle tiempo para que pudiera reaccionar, la besé suave, lento, como si el tiempo no estuviera en nuestra contra. No sabía el infierno interno por el que estaba pasando, solo podía comprender que lo que ella necesitaba en esos momentos era sentirse segura y amada.

Nada que yo no pudiera ofrecerle.

Moví mis labios contra los suyos, acostumbrándome a esa idílica sensación que creí jamás volvería a sentir.

Aunque al principio se quedó pasmada, no pasó mucho para que me correspondiera. Se aferró a mi cuello, como si temiera que alguien pudiera separarnos.

Mis dudas se esfumaron, así como el último mes que ahora parecía un terrible sueño. Quizá no lo admitiría por el miedo que tenía de lo paranormal y el supuesto final fatídico que me esperaba, pero yo estaba seguro de que sus sentimientos eran un reflejo de los míos. No importaba que no lo volviera a confesar con palabras, puesto que lo demostraba con actos.

Nos amábamos. Y a pesar de que tal vez eso no fuera suficiente para mantenerme con vida a largo plazo, sí lo era para hacerme feliz el tiempo que me restaba.

No sé ustedes, pero para mí era el mejor trato del mundo.


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