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Capítulo 27

ALEXANDRE

En el antiguo Egipto se creía que el cuerpo abrigaba distintas entidades. Una de ellas era el Ka, que podría interpretarse como un doble vital o espiritual que era entregado al individuo al momento de su nacimiento. Decían que era el elemento inmortal de una persona; lo que diferenciaba a los vivos de los muertos. El Ka abandonaba el envase terrenal una vez que el deceso sucedía, e inclusive podría transformarse en dios si el humano lo merecía a través de sus buenas acciones en la Tierra.

Asimismo, entre otras entidades, existía el Sheut. Este elemento, también referido como la sombra de cualquier ser humano, constituía parte de la identidad bajo el precepto de que una persona no existía sin sombra, y ésta no existía sin la persona misma. El Sheut a veces era comparado con la versión opuesta del Ka; este último poseía los aspectos positivos, mientras que a la sombra se le atribuía el predominio de los aspectos negativos del individuo.

Hay una leyenda que narra la historia de Mosi y Mukhwsna, hijos gemelos de uno de los faraones de esa antigua civilización. El primero, siendo el primogénito, adquiría por derecho la posición jerárquica de su padre; no conforme con eso, Mosi era favorecido en cuanto a cariño fraternal, ya sea debido a su sobresaliente desarrollo intelectual, el talento que mostró para ganarse el cariño de su pueblo, o por el simple hecho de que a él la poliomielitis no le afectó siendo un infante y, por consiguiente, su aspecto fue lo que se esperaba de tan poderosa dinastía.

Mukhwsna, aparte de quedar deforme por la enfermedad, con el paso de los años se convirtió en un muchacho arisco. Su comportamiento avergonzó tanto a su padre, que lo encerró en un diminuto y olvidado cuarto de la zona más recóndita del palacio faraónico.

Sin embargo, Mosi lo visitaba a diario; pasaba horas pegado a la puerta —que solo se abría dos veces al día para introducir los alimentos—, mientras le platicaba lo que ocurría en el exterior.

Con la edad vinieron las responsabilidades. Lo que antes fueron horas de charla, después no fueron más que minutos contados, luego visitas esporádicas, y por último un sepulcral silencio que le recordó al gemelo el abandono que le había impuesto alguien de su misma sangre.

Los meses se volvieron años. Mukhwsna encontró refugio en su propia insensatez y, resignado a nunca salir, dejó de luchar a cambio de recibir un pedernal y una dote continua de yesca.

No faltó día en que el muchacho no encendiera fuego en un rincón de su habitación. Su soledad lo llevó a encontrar compañía en su propia sombra con quien, según los sirvientes, mantenía conversaciones una vez que el sol se ponía en el horizonte.

Dicen que el rencor en el corazón de Mukhwsna fue tan potente como para dotar de autonomía a su sombra. Todos esos sentimientos negativos hicieron que la mancha humanoide en las paredes de la habitación poco a poco fuera adquiriendo rasgos más definidos. Con el tiempo ya no solo fue un borrón de bordes difuminados, sino que podía verse parte del rostro del gemelo y, no conforme con eso, podía moverse a voluntad cuando quisiese, siempre y cuando Mukhwsna se mantuviera dormido.

Los sirvientes dejaron de ir a esa zona del palacio cuando se percataron de que ahora eran dos voces idénticas las que hablaban adentro de la habitación.

Se cree que en algún punto, la sombra pudo salir de la pared; y a pesar de ser un ente incorpóreo, al menos podía moverse a voluntad.

Totalmente independizado de su cuerpo original, convenció al chico de dejarse morir. Cuando el Ka de Mukhwsna abandonó el plano terrenal debido al pasar de los días sin probar los alimentos que la sombra le robaba, esta aprovechó para ocupar el envase que yacía sobre el frío piso.

En cuanto tuvo oportunidad, el nuevo ente, que no era humano al carecer de todos los elementos vitales que conforman al ser, salió de su encierro y mató a Mosi para liberar un poco de la oscuridad y resentimiento en su interior.

Si bien la satisfacción le hizo creer que ahora podría estar en paz, no pasó mucho para que se diese cuenta de que ambicionaba más. A voluntad, abandonó el cuerpo de Mukhwsna y poseyó el del primogénito.

Al morir el faraón, el que todavía se creyó que era el verdadero Mosi ocupó el cargo del padre de los gemelos. Tuvo incontables esposas y una innumerable descendencia. Sin embargo, al provenir de un ser indefinido que solo poseía un Dyet, o cuerpo físico, y un Sheut realizando las funciones del Ka, las criaturas nacieron como la copia de otros bebés que, a diferencia de ellos, su espíritu sí estaba completo.

Los hijos de la sombra nacieron con la maldición que su padre se adjudicó a sí mismo. Poseían una apariencia robada que ocultaba un ente negativo.

Mosi reinó con gran sabiduría, y a pesar de sus excepcionales acciones en vida, no pudo trascender en el más allá como un dios, puesto que ese privilegio solo le era otorgado al elemento Ka.

De igual forma, cosas similares le ocurrieron a los vástagos de la sombra. Aunque realizaran grandes actos, había una fuerza cósmica que les recordaba su profana existencia negándoles abundancia, salud y felicidad, y brindándoselas —a pesar de que ellos muchas veces no lo mereciesen—, a aquellos cuyos cuerpos eran iguales a los de los dobles.

Ata, uno de los hijos de Mosi, un día encontró a un comerciante cuya apariencia era idéntica a la de él. Intrigado lo siguió y lo espió durante semanas solo para descubrir que él tenía en la vida todo por lo que siempre trabajó. Asimismo, también se percató de la poca moral con la que solía guiar sus acciones y, cansado de semejante injusticia divina, acabó con la vida del hombre.

Destinos parecidos encontraron los similares a los hijos de la sombra de Mukhwsna. Varias identidades fueron suplantadas con la esperanza de que encontrarían aquello que buscaban, sin saber que en realidad lo que los motivaba a querer deshacerse de ellos era su deseo subconsciente de completar su espíritu fragmentado. Pero jamás encontraron esa paz, puesto que el alma, corazón o un cuerpo espiritual no se hurtaban, sino que eran un regalo que se les entregaba al nacer.

***

La guapa auxiliar de vuelo nos instó a abrocharnos los cinturones ya que dentro de poco descenderíamos. En mis manos traía un ejemplar del Daily News Egypt que alguien debió olvidar en el compartimento del asiento de enfrente.

Hacía unas cuantas horas que dejamos Canadá; y solo unos cuantos minutos para que me distrajera con el periódico que me trajo el recuerdo de la leyenda de Mosi y Mukhwsna. Quedé tan absorto en mis conflictos mentales que mejor Dunne aprovechó para tomar una siesta.

Se veía tan tranquila que no la desperté, así que yo le abroché el cinturón. Luego de eso, me volví a sumir en mis pensamientos.

Dicen por ahí que si uno quiere que las cosas salgan como desea, debe hacerlas él mismo.

Los primeros siete días que estuve en mi país natal me sirvieron para poner las cosas en completo orden. Corregí documentos, revisé planos y maquetas, indagué los protocolos que se estaban siguiendo, visité la zona de construcción y hasta investigué la procedencia de los materiales empleados.

El proyecto debía concluir de manera impecable para que eso me diera un poco de condescendencia si quedarnos en Canadá nos resultaba complicado al inicio.

Por otro lado, la presencia de Monique se volvió prescindible. No como persona, sino como fisioterapeuta.

Mi pie ya había vuelto a su apariencia normal a excepción de un imperceptible cambio de coloración que solo un crítico experto notaría. El bastón fungía más como adorno y, aunque no estaba seguro de poder participar en el maratón de Vancouver de este año, al menos ya estaba autorizado para ponerme frente a un volante máximo veinte minutos sin correr el riesgo de tener un accidente.

Regresamos al departamento en el que estuvimos antes de partir. La convivencia fue mucho más orgánica que en un principio; Dunne se desenvolvió con una confianza que me pareció reconfortante, en especial a la hora de repartir las labores, como ir al supermercado, mantener el orden de las habitaciones, ir a hacer algunos pagos, etc.

De hecho, me sorprendió bastante que se hubiese acoplado al barrio de la forma en que lo hizo, a tal grado que saludaba a los vecinos, proponía lugares para ir a comer e inventaba planes en sitios de interés que veíamos de paso. Sí, en definitiva, Monique Dunne era una chica de ciudad.

Una vez seguro de que el proyecto marchaba viento en popa, reservé los boletos para el día veintiséis. Además, me prometí que esa sería la última vez que haría que la doctora se subiera a un avión como mi enfermera personal. En cuanto llegáramos a Edimburgo, quedaba libre de sus obligaciones de niñera.

Con un fuerte abrazo, y la promesa de seguir en contacto, nos despedimos en el aeropuerto. Ella se marchó a su departamento y yo al piso de Merybeth, donde aguardaría su regreso.

El lunes fui a Guildtown. Sabía que cabía la gran posibilidad de encontrar a Graham en los alrededores, pero debía correr el riesgo si es que deseaba conocer el desenlace de la historia de Calíope y cómo es que pudieron no solo evadir la maldición, sino también el entrelazamiento de vidas.

El taxi me dejó frente a la casa del buen señor Graves que, entretenido con sus gallinas, no se percató de mi presencia hasta que carraspeé para llamar su atención. Se le veía tan alegre como la última vez.

—¿De nuevo por aquí, muchacho? —preguntó estrechando mi mano con fuerza—. Se te ve mejor.

—Vine a traerle un pequeño presente como agradecimiento —respondí al tiempo que le entregaba una pequeña caja de piel.

En uno de mis paseos vespertinos con Dunne entramos a una tienda de antigüedades. En cuanto vi el sobrio reloj de cadena, a la mente me vino la imagen de Chester.

—Es una pieza magnífica, hijo. No era necesaria la molestia, pero muchas gracias.

Al igual que la vez anterior, me invitó al interior de su casa.

—¿Pudiste encontrar a Beth? —preguntó apenas me tendió un vaso con agua natural.

Si le contara..., pensé.

—Sí. Y es por eso que vengo a buscar un par de respuestas que necesito.

Supongo que ya lo veía venir, puesto que ni se inmutó. Al contrario, me regaló una sonrisa abierta que de inmediato me hizo tomar confianza.

—¿Qué es lo que quieres saber?

Respiré profundo. A como diera lugar, encontraría alguna forma de salir de esta.

—Dijo que detuvieron sus intentos de suicidio dándole parte de lo que ella quería, ¿cierto? ¿Qué fue?

El desconcierto en su cara me dio la sensación de que esa pregunta, entre todas las que pude formularle, era la última que esperaba escuchar.

—Creí que lo habías descubierto por ti mismo. De hecho, tus deducciones fueron en extremo acertadas —dijo tan tranquilo como su semblante—. Calíope quería una familia. Si hubo algo que siempre envidió de Constance, fue la unión y el amor fraternal que todos le mostraron.

—¿Cómo es que le dieron una familia? —cuestioné con desconcierto.

Su carcajada rasposa resonó en toda la cocina.

—No fue algo que decidimos como si le diésemos un regalo. Para ser franco, la situación simplemente se dio. Primero empezamos vigilando su recuperación y, con el tiempo, los lazos se afianzaron a tal punto que fue como haberse hecho cargo de la sanación de un conocido cercano.

"Supongo que ver el estado de fragilidad física y mental de Calíope fue lo que nos dio la perspectiva que quizá necesitábamos. Doble o no, ella era tan humana como nosotros. Con sentimientos, estados de ánimo, anhelos...

"¿Sabes? Antes de eso nunca nos pusimos a pensar en lo sola que se debía sentir.

"Rara vez estableció relaciones sociales sanas con alguien que le correspondiera. Con los Williams lo intentó y recibió una bofetada en la cara. Cuando trató de llevar una vida normal, hicimos que regresara de nuevo a América, dejando atrás el poco progreso que había avanzado. Y, por si no fuera suficiente, la pérdida de nuestra Tara le afectó al igual que a nosotros.

"Al verla convaleciendo en esa fría cama de hospital, fue que pudimos entrar en sus zapatos. Nadie merece una existencia llena de soledad.

Intuí el rumbo que tomaban sus pensamientos.

—Ustedes la incluyeron en sus vidas, ¿no?

Asintió, orgulloso de dar a conocer sus actos.

Si bien me pareció una acción noble, saber la solución que le habían puesto a su problema no me sirvió de nada. Era cierto lo que le había dicho a McNeil esa noche en el hotel, no dejaría que Sinclair obtuviera lo que quería.

Al llegar a un callejón sin salida, retrocedí para tomar otro camino.

—¿Hay alguna manera de separar las vidas que se unieron?

Chester se quedó meditabundo.

—Nunca mencionó algo al respecto y nosotros tampoco se lo preguntamos. Pero ella, al igual que mi dulce Emme, era aficionada a escribir diarios. Aunque nunca los leímos por respeto a su persona, supongo que en las páginas plasmaba más allá de sus travesías al supermercado.

¿Diarios escritos por la misma doppelgänger? Eso sí me sería de mucha utilidad. Al fin había un poco de esperanza al final del camino.

—¿Podría prestármelos? —pregunté exaltado.

Ante mi petición, desvió la mirada e, incómodo, se pasó un pañuelo por la frente.

—No los tengo yo —dijo en tono de disculpa—. Tras su muerte, todo lo que le perteneció en vida fue enviado a su hija.

La sorpresa de saber que tuvo una familia quedó opacada por la decepción de que los dichosos diarios no estaban a nuestro alcance.

—¿Y sabe dónde vive?

—Lo último que supe fue que contrajo matrimonio con un holandés llamado Ruud Geldof con quien fijó su residencia en Amstelveen.

¿Los Países Bajos? Al menos no había dicho algo como Bulgaria o Mozambique.

Luego de otra media hora más de charla, Chester me hizo el favor de llamar un taxi. Dijo que aunque no creía que fuera a pasarme algo, yo todavía no le inspiraba la confianza necesaria como para dejar Guildtown sin ir primero a buscar a mi doble.

En Edimburgo me enfoqué en el proyecto. Tuve un par de conferencias vía Satélite y, para cuando cayó la noche, estaba tan cansado que ni siquiera di incontables vueltas en el colchón como solía hacer antes. De hecho, no había reparado en que mis noches de insomnio, provocadas por mis constantes pesadillas, terminaron en cuanto crucé el Atlántico de regreso a mi país.

Al mediodía del martes salí al supermercado para comprar víveres. Esa noche regresaría Merybeth y, ahora sí, probaría las delicias culinarias a las que tendría que acostumbrarse.

Lo que no esperaba fue encontrarla en su hogar tan temprano. Al entrar a la sala vi su inconfundible figura frente a la ventana, perdida en sus pensamientos mientras miraba por el enorme cristal.

—Sé que me extrañaste casi tanto como yo a ti, amor —dije sin mucho entusiasmo. No quería abrumarla tan pronto—, pero no era necesario que adelantaras tu regreso.

—Alex —respondió seria, dándose la vuelta para encararme. Su expresión era indescifrable.

Solo entonces vi a mi alrededor. El sitio en completo orden, su gesto neutro, y tres maletas aguardando junto a la entrada.

Ese sistema de defensa con el que el cerebro se protege, llamado negación, me hizo creer por breves segundos que McNeil estaba precipitando los planes. Que su prisa por irnos era porque mi doppelgänger venía justo hacia acá a toda velocidad para detenernos.

No obstante, las pocas pertenencias que saqué para hacer de este sitio un posible hogar para mí, aún seguían donde las dejé esta mañana.

Ella no había venido para irnos juntos, sino para dejarme.

—No lo harás, pelirroja —solté entre dientes, avanzando a grandes zancadas hacia la puerta de entrada—. ¿Me entendiste?

—Alex, solo vine a decirte adiós de la forma correcta. No hagas que me arrepienta.

El hielo en su voz me congeló la sangre.

Busqué, desesperadamente, signos que me dijeran que esto lo estaba haciendo contra su voluntad o, quizá, una señal que me mostrara que la despedida le dolía tanto como a mí.

Los ojos rojos, la voz quebrada, esa dubitación al decir algo que en verdad no quería pronunciar; esas señales que noté cuando despertó en el hospital y me sacó de su vida a patadas.

Nada. Solo un vacío interno que me pareció anormal.

Algo no estaba bien.

—¿Qué sucedió? —susurré sin querer exaltarme antes de tiempo—. Pensé que te fuiste porque...

—Porque quería ordenar mis sentimientos y porque... —Dudó. Enfocó su vista en la nada y, tras un mohín de disgusto, continuó—: Quería saber si lo que sentía por ti podría opacar a lo que siento por Graham.

—Dijiste que me amabas —refuté locuaz. Hasta donde yo sabía, hay un gran abismo entre querer y amar. Y el primero jamás podría opacar al segundo.

—Pero eso no es suficiente para mí, Alex.

¡¿Qué?! ¡La amaba con locura! ¿Cómo podía decir que eso no era suficiente?

—¿Qué es lo que quieres, Merybeth McNeil? —Aunque traté de sonar cordial y solemne, hasta yo mismo pude escuchar ese tono exasperado que sale cuando se está a dos segundos de explotar—. Iremos despacio, amor. Si estás huyendo porque te presioné de alguna forma, me retracto. Iremos al ritmo que tú marques.

Suspiró pesado y, aunque creí ver que sus ojos se inundaban, al final solo fue una ilusión. Su mirada seguía fría.

—Quiero lo que tú no me puedes dar, Alexandre. Sí, admito que lo nuestro fue épico y que me hiciste sentir viva en más de una forma. ¿Y sabes por qué?

Sus orbes se habían tornado frenéticos, así como su tono que denotaba que ella perdería los estribos antes que yo.

Sin darme tiempo para pensar en alguna posible respuesta a su pregunta capciosa, continuó:

—Porque tú me diste el sol, Tremblay. Me diste una enorme estrella que consume todo a su paso, y terminé por quemarme.

"Pero, ¿qué crees? El amor no es un romance avasallador lleno de flores, adrenalina y luces cegadoras, porque eso con el tiempo termina.

"Lo que yo quiero es paz. Quiero un hogar. Quiero que me den el sol y me protejan de no quemarme con él.

"Necesito sentirme tranquila y no vivir con la constante preocupación de que algo nos atacará por la noche, ni que su irresponsabilidad lo mandará al hospital y, al ir a verlo, yo también muera en el proceso.

Aunque escuchaba sus insensateces, mi cerebro se negaba a procesarlas adecuadamente. El filo de sus palabras laceraba no solo lo que supuse era mi corazón, sino mi ego, mi dignidad y aquella parte vulnerable que no dejaba que nadie conociera.

Aun así, me esforcé por salvarlo.

Avancé hacia ella con cautela para no espantarla. Quizá si reavivaba esa chispa carnal con la que solía sucumbir, por fin diría la verdad que se ocultaba en sus oraciones forzadas.

—Mientes, Merybeth.

Se zafó de inmediato apenas sintió mi mano tocar su cintura. Ahora que la puerta volvía a quedar libre, no dudó en aprovechar la oportunidad.

Justo en el umbral, volteó a verme con sus ojos de hielo.

—Ya no me busques, Alex. Quiero un hombre que esté conmigo para toda la vida y tú..., bueno, los tres sabemos que te queda poco tiempo.

Ignoré la última parte.

—¿Y sabes qué es lo que yo quiero, pelirroja absurda? —exclamé, dejando salir un poco de la frustración y coraje que contenía para no empeorar la situación—. Quiero...

Me callé al ver su indiferencia.

Ahí estaba yo, el gran Alexandre Tremblay rebajándose por una chica que no entendía de razones.

Comprendí, entonces, que por más que le recordara lo que sentíamos el uno por el otro, y por mucho que me devanara el cerebro en buscar las palabras más bellas para convencerla de que era capaz de darle el mundo entero si así lo quisiera, no haría ninguna diferencia.

No podía convencerla de quedarse cuando ya ni siquiera estaba aquí.

—Quiero tener opciones, Merybeth —concluí, crispando los puños a mis costados.

El gesto desdeñoso que hizo, como si le pidiera la cosa más banal del mundo, fue un golpe en el estómago.

—Las tienes, Alex. Aprovéchalas ahora que puedes.

Sin más, tomó sus maletas y se fue. El ruido que invadió la casa pronto se esfumó, así como el taxi en el que se subió sin mirar hacia el porche en donde, de alguna forma, aún esperaba a que recapacitara.

No tardé mucho en darme cuenta de que no volvería y, en cuanto esa cruda verdad me abofeteó, solo pude encontrar consuelo en los muebles y en el sonido de la porcelana al romperse. Miles de figurillas quedaron hechas añicos. Luego, cuando ya no hubo ninguna sobreviviente, los espejos alcanzaron el mismo destino.

Vi todo en rojo.

De un momento a otro dejé de pensar con claridad. Salí de ese lugar que conservaba un olor que me volvería loco y, sin darme cuenta, me vi aporreando una puerta con toda la fuerza de la que fui capaz.

Me abalancé sobre los labios de la chica que, sorprendida, me dejó pasar a su pulcro departamento. Dunne, aún confundida, se separó lo suficiente para poder comprender una situación que ninguno de los dos vio venir.

—Alex, ¿qué...?

—Tenías razón —corté tajante—. Es una mierda no tener opciones. Dame opciones, Monique.

Desaté el nudo de su albornoz de baño. Su cuerpo, aún húmedo por la ducha de la que recién salía, no me pareció tan apetecible como otro que de seguro me atormentaría de por vida. De igual forma, pasé las yemas desde su cadera hasta la redondez de sus pequeños senos.

—¿Qué haces, Alex? Dijiste que tenías novia.

Quise reír. ¿Había dicho semejante estupidez?

—Creo que nunca la tuve —respondí ausente. Si hubiera notado algún signo de incomodidad o renuencia por su parte, me habría detenido. No obstante, sus rosados y erectos pezones me instaban a continuar—. ¿Lo quieres, o no?

Mi desafío, más que amedrentarla, la hizo caer en mis redes. Ella misma se quitó la única prenda que la cubría y, sin perder más tiempo, me besó con tanta furia como la que yo había empleado en el beso anterior. No era un sueño, esto en verdad estaba pasando. 

No nos dedicamos mucho a los preámbulos. Teníamos necesidades que debían cubrirse cuanto antes, sin pensar en ir hasta la cama o siquiera usar protección. Lo único que en ese momento me importaba era saber que era un hombre libre, capaz de tomar decisiones que lo llevaran lejos de mujeres imposibles y caprichosas.

Aquel encuentro carnal me sirvió para replantearme algunas cosas. Mientras la penetraba, estrellando su cuerpo contra el impoluto sillón, supe que Merybeth había tenido algo de razón. Tenía opciones. Muchas de ellas.

Es más, una estaba bajo mi cuerpo, gimiendo mi nombre; recordándome con los sonidos de su placer, lo que fui antes de volver a encontrar en Londres a esa chica del cabello naranja.

Al sentir que mi clímax estaba cerca, saqué mi miembro y lo agité con fuerza, regodeándome en la hermosa vista de ese cuerpo torneado y cubierto con una delgada capa de sudor.

Monique tenía los ojos cerrados; disfrutaba los últimos segundos del orgasmo que había tenido poco antes de que yo me saliera de su interior. Mejor así. No quería ver un color achocolatado que debió ser azul.

Mi semen cayó en su vientre plano al tiempo que emitía un gemido bajo que sustituyó un nombre que no dejaba de repetirse en cabeza.

Ni siquiera había recuperado mi ritmo cardíaco cuando un extraño sentimiento me atosigó al ver la sustancia blanca en la piel de la doctora. Asqueado, miré a Monique que, ajena a mi paroxismo de culpa, seguía apretando los muslos para prolongar su placer.

El arrepentimiento me acuchilló. Aunque McNeil dejó en claro que lo nuestro no volvería a ser, sentía que no debí hacerlo. O, al menos, no tan pronto.

De haber puesto atención a mi entorno, habría podido ver que Dunne ya se había recuperado y, buscando muestras de un afecto que no estaba tan seguro de poderle ofrecer, ahora unía sus delgados labios con los míos.

Esa actividad me hizo olvidar mi dilema moral. Quizá, si continuaba haciendo eso con ella, llegaría el momento en que el recuerdo de la escocesa dejaría de atormentarme.

Ese se convirtió en mi nuevo propósito. Olvidaría a Merybeth McNeil así tuviera que cogerme a Monique mil veces más.

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