Capítulo 16
MERYBETH
Si huí de mi propio hogar, en vez de echar a patadas a ese imbécil, fue porque mi muralla de rencor no era lo suficientemente fuerte como para soportar las veloces grietas que se iban expandiendo en ese muro de hielo que construí alrededor de su recuerdo.
Verlo ahí, vivo, con esa pinta de haber atravesado los siete mares, y con un brillo espectacular en sus ojos verdes al verme, fue demasiado para mi pobre corazón que apenas se iba recuperando de su traición.
Por muy enojada que estuviera, no iba a aguantar mucho antes de aventarme a sus brazos. ¡Dios! Tenía tantas ganas de abrazarlo para comprobar que era real...
Lo peor de todo fue que, mientras conducía hacia Guildtown, mis sentimientos se fueron aclarando. Todavía quedaba ese rastro de coraje por la chica por quien me cambió con tanta facilidad, no era algo que se olvida y perdona a la primera; pero detrás de eso, se aglutinaban todos los momentos que vivimos juntos, incluso los malos. Peor aún, la certeza de lo que una vez me dijo, casi me hace dar la vuelta para regresar al lugar donde lo dejé.
Sin embargo, si no lo hice fue porque, por más que el universo se empeñara en decir que estamos destinados a estar juntos, tenía que aclarar varios asuntos antes de continuar.
Cuando llegué a la granja, las luces todavía seguían encendidas. Bajé del auto, pero en vez de entrar a la casa, rodeé la propiedad como si algo me llamara en el patio trasero.
Graham cortaba leña para la chimenea. Sus movimientos certeros se veían mortales. Levantaba el hacha con una facilidad sorprendente para luego dejarla caer con una precisión de cirujano consumado. Se veía alterado.
—Alex volvió —dije con seguridad.
Aunque nos separaban varios metros, pudo escucharme; su mirada no se apartó del tronco que recién había acomodado. Como si de la nada hubiera perdido toda su fuerza, dejó caer el hacha sobre el pasto.
—Lo sé.
Dentro de él había más coraje del que se podía ver a simple vista. Apretaba los puños tan fuerte que los nudillos se le notaban blancos como la cal, y ni siquiera se atrevía a verme, a pesar de que yo seguía parada, esperando por una salida a esa encrucijada.
Trémula, comencé a avanzar hacia él.
Debo admitir que temí. Su furia contenida hubiera podido atemorizar hasta al más valiente; pero, de igual forma, había una necesidad dentro de mí que me obligaba a tranquilizarlo.
—Esto no cambia las cosas —mentí.
Aunque sabía que no me creía, si lo dije fue más para convencerme a mí.
—Sí las cambia, Beth.
Con decisión, acortó los pocos metros que nos separaban. Había un fuego letal en sus ojos, como si fuera un felino que está a dos segundos de quitarle la vida a su presa indefensa.
Por un breve momento me pregunté si realmente sería capaz de herirme. La forma en que se movía delataba que lo haría sin dudarlo, pero ¿tendría las agallas? ¿Tanto odiaba a Alex como para matarme aquí mismo?
Mi instinto me dijo que corriera, sin embargo, solo pude dar unos cuantos pasos hacia atrás hasta que mi espalda chocó contra la pared.
Su mano me tomó del cuello con fuerza. Estaba tan asustada que ni siquiera podía levantar la cabeza para mirarlo a los ojos. Solo podía observar su pecho, inflándose con fuerza cada vez que el aire entraba a sus pulmones.
—Lo siento —dijo con evidente dolor—. Quería que las cosas fueran distintas. Ciertamente, merecías más, cariño. Pero ya no me queda tiempo.
Hubiera podido rogarle, tratar de que entrara en razón. No obstante, me quedé pasmada, aguardando el momento en que su mano se cerrara en mi cuello y ya no pudiera respirar más.
Lo que sucedió después no fue algo que yo hubiera visto venir. Me jaló de la nuca hacia sus labios que, sin previo aviso, se movieron con desesperación sobre los míos. El hambre con la que me besaba me hizo emitir un gemido involuntario.
El sentimiento que me provocó su cercanía fue justo lo que buscaba el otro día cuando fui yo quien lo besó. Esa sensación de estar en casa, de saber que todo estaría bien, de encontrar el camino cuando te creíste perdido.
Más que nunca, estaba confundida. ¿Cuáles eran mis sentimientos por Graham y por Alex? ¿Alguno era mejor que el otro? De ser así, ¿cómo podría compararlos si eran tan diferentes y me hacían sentir igual de bien, pero de distintas formas?
Amaba a Graham porque él era mi hogar, mi puerto seguro. Adoraba que con él podía ser una persona madura, puesto que centraba mi existencia de maneras inimaginables. No necesitaba más que una tranquila vida provincial para ser feliz a su lado. Era equilibrio, constancia, ternura, la persona con la que envejecerías y un día, después de muchos años de felicidad, irían a dormir juntos para ya no despertar.
En cambio, Alex era caída libre. Era la adrenalina que me hacía sentir viva por las mañanas. Era la incertidumbre de lo impredecible. Tomar un tren sin conocer su rumbo y aventurarte por lo desconocido. Era riesgo, emoción, impulsividad, lo efímero de un beso robado, la certeza de que no tienes un mañana y por eso hay que aprovechar el ahora.
Entonces, ¿quién era mejor? ¿Qué es lo que yo necesitaba?
Las manos de Grahms, recorriéndome la espalda, me devolvieron a la realidad. Nuestros labios jugaban con los del otro, compitiendo por ver quién demostraba más pasión. Era una lucha que ninguno quería perder.
No pasó mucho antes de que nuestras respiraciones se tornaran irregulares. El cuerpo de Graham me aprisionaba contra la pared, haciéndome sentir su calidez, así como la necesidad de estar más cerca de lo que ya estábamos.
Me levantó en vilo para que enredara mis piernas en su cadera y, como si no pesara nada, caminó con paso seguro al tiempo que yo me entretenía mimando su cuello con besos y mordidas suaves.
Pensé que entraríamos a la casa; pero, en vez de eso, me llevó hasta uno de los establos vacíos.
El interior parecía boca de lobo. Ni siquiera podía ver el cuerpo al que me aferraba como si la vida me fuera en ello, y eso que no había ni un solo centímetro de por medio. Lo que sí podía percibir eran sus manos que ahora me tocaban sin pudor alguno, desesperadas por no dejar ni una sola parte intacta.
Nuestros labios, que ya habían vuelto a unirse, se vieron separados cuando él desenredó mis piernas para ponerme sobre el piso suave.
Lo sentí alejarse. Luego, el ruido de un cajón y varios objetos removidos, rompió el silencio. No pasó mucho para que la tenue luz de una vela iluminara el rostro de Graham, completamente concentrado en encender los delgados cilindros de cera que iba sacando del cajón.
—¿Eran necesarias las velas? —pregunté tímida.
Sonrió al acomodar la última sobre el viejo mueble de madera.
—Quería verte.
Dejó salir el aire antes de regresar junto a mí. Ya no había rastro de enojo, ni frustración. Por el contrario, ahora parecía cohibido.
Con suma delicadeza, tomó mis manos, ascendió por mis brazos y terminó acunando mi rostro con una paciencia infinita. Sus ojos límpidos me recordaron al chico que conocí en la secundaria.
—Beth, no sabes cuántas ganas tengo de continuar con lo que estábamos haciendo. Pero no lo haré si tú no quieres. No pretendo forzarte a hacer algo para lo que no estés lista.
Hablaba con la verdad. Podía ver el apetito carnal que lo consumía y, aun así, me estaba dando la oportunidad de elegir.
Me levanté sobre mis puntas para alcanzar sus labios que no dudaron en corresponderme.
No tardamos en retomar el ritmo que habíamos establecido minutos atrás. En menos de lo que esperaba, ya tenía sus labios aprisionando el lóbulo de mi oreja. De nuevo volvía a ser aquel hombre pasional que me acorraló contra la pared.
Conforme su boca fue bajando hacia mi clavícula, sus dedos tomaron el borde de mi suéter, con la firme intención de despojarme de él. Mi torso quedó desnudo, excepto por mi sostén que no tardó en caer encima de las otras prendas.
Un gemido escapó de mi garganta cuando sus dientes se apoderaron de mi pezón. Tanta atención a mis pechos me estaba sensibilizando a tal grado que cualquier toque sobre mi piel, ahora roja, me hacía temblar sin que pudiera controlarme.
Luego, fue bajando por todo mi vientre hasta llegar al borde de mis jeans, los desabrochó y los bajó junto con mi ropa interior. Había tanta dualidad en sus acciones que no sabía lo que podía esperar a continuación. Por un lado, se encargaba de desnudarme con sumo cuidado, bajaba el cierre de mis botas con una paciencia impropia. Pero por el otro, cuando me tocaba o besaba, lo hacía con agresividad; no con la intención de herirme, sino como si su instinto de demonio le arrebatara la voluntad para poseerme con lujuria.
Quedó de rodillas frente a mí; sus ojos me recorrían como si fuera la primera vez que me veía desnuda. Con un movimiento ágil, se quitó el suéter; solo faltaban sus vaqueros para que estuviéramos en igualdad de condiciones.
Di un respingo al sentir sus manos ascender desde mis corvas hasta la parte posterior de mis muslos. Había estado tan absorta en su mirada que no me di cuenta del momento en que volvió a tocarme.
Me jaló hacia él, hacia su rostro que quedó frente a mi monte. Sin que perdiéramos contacto visual, sonrió lascivo. Mi respiración se volvió forzada, aún no empezaba y yo ya estaba perdiendo la cordura.
Desesperada, enredé mis dedos en su cabello despeinado. Él sabía cuál era mi propósito tras esa acción; al ensanchar su sonrisa, supe que era lo que él estaba buscando. Cualquiera que fuese su juego, yo estaba siguiendo su plan. Era una pieza de ajedrez en su tablero; quizá la reina, pero una pieza que mueve a su atojo, después de todo.
Atraje su cabeza para quitar de por medio los pocos centímetros que nos separaban. Comenzó con besos suaves, casi imperceptibles. Procuraba tocarme lo justo y necesario para tenerme contenta, pero no lo suficiente para satisfacerme.
—Más —dije entre suspiros, sin permitir que su cabeza se alejara demasiado de mi entrepierna.
Una suave risa salió de su pecho.
—Como ordenes, Beth —respondió complaciente—. Separa las piernas.
En cuanto lo hice, su lengua se hizo cargo de la situación. Me lamía con desesperación, tratando de abarcar todos mis rincones.
Aunque era algo que hicimos muchas veces con anterioridad, esta vez era distinto, como si lo hiciera con alguien nuevo.
Uno de sus dedos se alojó en mi interior, provocando que me retorciera de gusto al sentir a ese inesperado intruso. Luego fueron dos. Después tres. Los metía y sacaba con una lentitud que fue evolucionando en movimientos más rápidos conforme su lengua también aumentaba su ritmo.
Me estaba llevando a la gloria.
En cuanto comencé a sentir los espasmos de mi inminente orgasmo, me aferré con más ahínco a su cabello. Supo que ya casi llegaba porque aumentó la velocidad y no se detuvo hasta que pasé esa delgada línea en la que ya no hay marcha atrás.
Su nombre salió ininteligible de mis labios. Mis piernas dejaron de responder, pero no importó, puesto que se paró para poder sostenerme. Me abrazaba mientras acariciaba mi cabello y prodigaba mi hombro con besos tiernos, dándome el tiempo suficiente para disfrutar esos segundos de éxtasis.
Cuando recuperé un poco de autocontrol, me dio media vuelta para alcanzar con más facilidad la parte posterior de mi cuello. Seguía besando mi piel, pero ahora mi concentración estaba enfocada en la dureza que sentía en la hendidura de mis glúteos. Se movía contra mí, incitándome.
Moví mi mano hacia atrás. Su miembro erecto transmitía su calidez incluso por encima de la mezclilla. Traté de darme la vuelta para corresponderle de la misma forma que él me había mimado; pero, en cuanto se dio cuenta de mis intenciones, me detuvo en seco.
—No —susurró en mi oído antes de morderlo—. Esta noche harás lo que yo diga.
Aquello me hizo temblar de anticipación.
—Inclínate y apóyate en el borde de la mesa —ordenó.
Sonreí. Obvio está, le hice caso.
Pasó un minuto en el que no sucedió nada. Quizá estaba disfrutando la posición en la que me tenía, o tal vez lo hacía para mantener la expectación. Luego, sin previo aviso, sentí su miembro en mi entrada, masajeando con cariño. Había estado tan concentrada, que ni escuché el momento en que se despojó de su ropa.
No hizo más, solo me recorría la espalda con las yemas de sus dedos.
En vez de que esa pasividad disminuyera mi libido, solo lo aumentaba. No podía pensar en otra cosa que no fueran los milímetros que le faltaban para que entrara en mí.
—Graham, por favor —rogué desesperada.
—Por favor, ¿qué? —preguntó con voz seductora, entre besos que iba regando en uno de los costados de mi cuello—. ¿Quieres que te haga mía?
Al decir esa frase, entró solo un poco. Gemí.
—Sí —respondí con un jadeo.
—Dilo. Di que eres mía.
La posesión que se escuchaba en su voz me hizo cerrar los ojos de placer. Me deseaba tanto como yo a él.
—Soy tuya —susurré.
Su mano, que hacía poco se había apoderado de uno de mis pechos, bajó por mi vientre hasta que sus dedos se vieron aprisionados por mis labios. Acarició mi clítoris con ternura.
—No te escuché, cariño. ¿Qué dijiste?
Con más convicción, respondí.
—Soy tuya, Graham.
Me penetró con fuerza, de un solo impulso. En un segundo, ya me llenaba por completo. Gemí de placer con ese brusco movimiento al tiempo que él emitía un sonido gutural que me erizó los vellos del cuerpo.
No tuve que pedirle nada más. Me sostuvo de la cadera y comenzó a moverse con un ritmo que al principio fue calmado, pero que, conforme necesitábamos más, aumentó tanto en velocidad como en potencia.
El silencio se fue llenando con nuestros gemidos y el choque de nuestros sexos húmedos. Era una mezcla de sonidos que aumentaba mi deseo y me hacía querer más.
Me excitaba la agresividad de Graham al penetrarme. Las veces que lo habíamos hecho enojados, no se podían comparar con esto. La rudeza con la que me empujaba contra la mesa me estaba llevando al cielo.
Faltaba poco para que me hiciera estallar de nueva cuenta. Lo sabía y por eso no bajó la velocidad, sino que, acomodándose sobre mi espalda y girando mi rostro para poder besarme, continuó con más insistencia.
—Eres mía, Beth. Solo mía —dijo, mordiendo mi labio inferior.
—Soy tuya —susurré una vez más.
Con el último impulso llegué al punto cúspide. Él también se dejó llevar, susurrando contra mi boca lo mucho que me amaba.
Sus ojos estaban cerrados, pero no necesitaba verlos para percatarme de la sinceridad de sus palabras.
Recargué mi torso por completo en la fría madera cuando mis brazos no dieron más de sí. Aunque Grahms de igual forma lo hizo, no dejó caer todo su peso sobre mi espalda.
Permanecimos en esa posición durante un rato, tratando de tranquilizar nuestro pulso. Pasados unos minutos, se salió de mí y fue hacia uno de los muebles de la esquina para sacar unas cuantas mantas que extendió sobre los pequeños montículos de paja en el piso. Nos recostamos, mi cabeza en su pecho y sus dedos trazando figuras en mi columna.
—¿Esto en qué punto nos pone, Beth? —preguntó en voz baja después de un rato.
Si bien sabía que esa conversación vendría tarde o temprano, no imaginé que sería tan pronto. ¿Cómo podría responder algo en lo que yo estaba más perdida que él?
—No lo sé, Grahms. Creo que tenías razón, ya cambió todo.
No me refería solo al regreso de Alex que fue el huracán que vino a crear caos del poco orden que había instaurado, sino a las últimas semanas con el Graham real que activaron los sentimientos que creí extintos.
Aceptó mis palabras con madurez. No replicó, ni se molestó.
Levantó mi barbilla y me besó con dulzura. Aquel gesto era más propio de él que la última sesión de sexo dominante.
—¿De qué te ríes? —preguntó, separándose lo suficiente como para que sus palabras se entendieran.
—¿Puedo preguntar algo?
—Todo lo que quieras.
—¿Qué fue todo eso a lo Cincuenta sombras? —cuestioné curiosa. En cuanto su cara se tornó carmesí, me retracté de haber hablado—. Digo, no es que no me haya gustado. Para ser honesta, fue muy excitante con las velas, el lugar y...
—Estaba enojado —interrumpió mi verborrea que cada vez tenía menos sentido.
Al parecer ese par de palabras era lo único que iba a obtener como respuesta. Su buen humor se tornó gris, melancólico.
Me senté a horcajadas sobre él, pero no pareció interesarle ni siquiera cuando mis dedos comenzaron a recorrer su torso desnudo.
—Graham, háblame.
A regañadientes, me devolvió la mirada. Al principio fue una batalla que no estábamos dispuestos a ceder, pero él me conocía lo suficiente y, harto de aquel sinsentido, suspiró pesado antes de contestar:
—¿Qué quieres que te diga, Beth? Me enojó saber que aquel idiota regresó a buscarte; me frustró porque, a pesar de todo lo que hablamos, aún conservaba la esperanza de recuperarte; y ese era mi plan, iba a conquistarte de nuevo, pero haciendo las cosas bien. Saber que tú caerías en sus redes me cegó por completo. Me puso colérico.
—¿Es por eso que ibas a matarme? —pregunté con cierto dolor en la voz.
Su cara se crispó.
—Princesa, quizá fui un poco rudo contigo, pero mi intención era darte placer, no matarte.
Le fruncí el ceño. En definitiva, no estábamos en la misma sintonía.
—Me refería a cuando estábamos allá afuera y me acorralaste contra la pared.
Graham, que hasta ese momento había permanecido pasivo, debajo de mí, se incorporó, rodeando mi cintura y uniendo nuestras frentes.
—Beth —comenzó solemne—, te amo. Ni siquiera me atrevería a levantarte la mano. Sí, estaba enojado y hubiera preferido que no estuvieras cerca por si mi furia aumentaba, pero creo que tu presencia me hizo canalizar todos esos sentimientos negativos en algo distinto. Lamento si te asusté; antes y después.
—Entonces, ¿por qué me pediste perdón?
—Porque no quería presionarte. Quería que cuando esto sucediera, tú estuvieras completamente lista.
Sonreí. Ahora sus palabras habían adquirido un nuevo significado.
Sus labios buscaron los míos una vez más. Al estar en esa posición, era imposible no sentir cómo su erección iba creciendo conforme nuestras caricias y besos subían de intensidad.
Sin más preámbulos, volvió a penetrarme; solo que esta vez lo hizo lento, permitiéndome apreciar la magnífica sensación que me provocaba tenerlo dentro de mí. Sus movimientos también fueron distintos, mesurados. Nos movíamos acompasados, sin prisa, justo como los besos que depositábamos en la piel del otro.
***
—Oye, Beth —la voz de Bertrand me sacó del ensimismamiento en el que había caído al recordar la noche pasada—, un cliente acaba de enviar un correo. Dice que su pedido aún no le ha llegado.
—Rastréalo y envíale la información, por favor.
—Claro, jefa. Ya son las cuatro y tu novio no ha llegado. ¿Pelearon de nuevo?
Rodé los ojos. Con Bertrand era imposible tener una conversación normal.
—No. Hoy no nos veremos —respondí sin interés—. Por cierto, ya me confirmaron que el jueves a primera hora llegarán los nuevos productos. Necesito que llegues a las nueve.
Con dramatismo dejó caer su cabeza sobre el mostrador.
—¿Sabes la tortura que es para mí levantarme tan temprano?
—¡Bertrand! Vives a cinco minutos. No es como si tuvieras que despertar tres horas antes para atravesar la ciudad. Si no te durmieras tan tarde...
En más de una ocasión había llegado con ojeras debido a su afición por desvelarse a tan altas horas de la noche. Según él, la inspiración que necesitaba para escribir su novela policíaca llegaba cuando ya todos dormían.
—Es evidente, jefa, que no entiendes el proceso de un artista. Pero ya verás que el sacrificio valdrá la pena cuando venga a presumirte mi Pulitzer.
—Puedes presumir todo lo que quieras, siempre y cuando llegues a la hora que se te indica.
Sin decir otra palabra, tomé mi abrigo y mi bolso. Esa tarde no regresaría a Newington; iría a Port Glasgow para pasar el fin de semana con mamá.
Al salir del local, no pude evitar mirar a todos lados; el temor de que Alex pudiera aparecer en cualquier momento me tenía con los nervios en punta.
No sabía con exactitud qué es lo que me tenía así. Temía que, al verlo, ya no tuviera las agallas de irme; que pudiera percatarse de lo que, muy a mi pesar, seguía sintiendo por él. O, peor aún, que fuera capaz de saber lo que había sucedido con Graham la noche anterior. Aunque sabía que no debía sentirme mal por eso, puesto que era una mujer libre, con el derecho de decidir con quién acostarme, muy en el fondo algo me decía que lo estaba traicionando.
Esa sensación de que podría estar cerca de mí no disminuyó ni cuando entré a la carretera. Miraba el retrovisor, una y otra vez, vigilando a los coches que iban detrás de mí. Luego, cuando di vuelta en Eriskay Avenue, recordé que él también conocía esta dirección y no pude evitar mirar con desconfianza cada automóvil estacionado. Por fortuna, llegué hasta la casa sin ningún incidente.
Al cruzar la puerta, el olor de sopa de verduras hizo que mi estómago se retorciera. No me había dado cuenta de lo hambrienta que estaba.
—Ya llegué, mamá —dije al entrar a la cocina. Ella estaba moviendo con parsimonia el cucharón dentro de la olla. Le di un beso en la frente y fui por un vaso para servirme un poco de jugo—. Huele bien.
—Ya casi está lista. Pensé que llegarías más temprano.
—Tuve que revisar algunos papeles antes de irme.
Mamá apagó la estufa y sirvió el caldo en dos platos hondos. Ni siquiera fuimos al comedor, nos conformamos con sentarnos en la mesita redonda de la cocina. Me preguntó por mi trabajo y por Aileen, de quien no había tenido noticias últimamente. Cuando sacó un pedazo de tarta de manzana que le había regalado una vecina, nos fuimos a sentar a la sala para estar más cómodas.
Hacía mucho que no pasábamos un momento así. Me alegraba verla con su fuerza habitual, y eso se debía, en gran parte, al tiempo de calidad que le dedicábamos los fines de semana.
—Estoy tan feliz de que ustedes dos se hayan reconciliado —dijo como quien no quiere la cosa.
Aquel comentario me tomó por sorpresa. Me llevé un pedazo de tarta a la boca para idear una respuesta sensata.
—¿A qué te refieres, mamá?
Mi intento de evasiva no salió tan bien. Me dirigió una mirada elocuente y negó como si estuviera frente a una niña de cinco años que acaba de hacer una travesura.
—Te conozco desde que naciste, Merybeth. Crees que no me doy cuenta de las cosas, pero no es así. Supongo que ahora podrán retomar los planes de la boda, ¿no?
Tenía razón. Las mamás tenían el don de oler una mentira a kilómetros de distancia. No podía seguir con esa farsa, así como tampoco podría decirle la más pura verdad.
—Es complicado —respondí con pesar—. Han pasado varias cosas.
—Todas las parejas tienen problemas, hija. Graham es un buen muchacho; cualquiera que haya sido su error, no es tan grave como para lanzar por la borda tu felicidad, y la de él.
De nuevo, verdades a medias. ¿Cómo podría explicarle a mi madre que lo nuestro no había sido un simple error?
—¿Y si mi felicidad no está con él? —pregunté, abordando uno de los tantos obstáculos que se habían interpuesto entre Grahms y yo—. ¿Qué pasaría si en realidad él no es el amor de mi vida?
Eso llamó su atención. Creo que, por primera vez, consideraba otra opción que no fuera un fallo, sino la posibilidad de que mis sentimientos ya no fueran los mismos.
Me miró con suspicacia, de la misma forma en que lo había hecho mientras comíamos. Si en ese momento le hubiera dado la importancia debida a su forma de escudriñarme, quizá ahorita no estuviéramos teniendo esta conversación.
—¿Sabes por qué quiero tanto a Graham? —cuestionó ausente. Ni siquiera me dio tiempo para responder; ella lo hizo por mí, y no fue lo que esperaba escuchar—. Él te centra. Es tu equilibrio.
"Desde que entró a tu vida, pude respirar tranquila. Dejaste de ser la chica rebelde por la que me llamaban cada semana de la escuela porque de nuevo la encontraron bebiendo en los baños. Ya no eras la que se escapaba en la noche, ni la que volvía de las fiestas al día siguiente.
"Maduraste. Y no es que no te quisiera antes, eres mi hija ¿cómo no habría de hacerlo? Pero me alegraba que tu vida estuviera tomando un rumbo con el que podría sentirme segura de que estarías bien, incluso cuando yo me fuera.
"Y ahora, tus ojos tienen ese destello que solían tener cuando eras adolescente.
—Mamá —dije con pesar.
—No estoy diciendo que seas la de antes —continuó como si yo no hubiera hecho amago de parar esa conversación—, solo que hay algo que me recuerda a ese conejito silvestre que crié.
Pasaron un par de minutos en los que ninguna de las dos habló. De no conocer a la mujer que me dio la vida, hubiera pensado que ya todo había acabado; no obstante, solo era el principio.
—¿Estás enamorada de otro hombre? —preguntó seria.
—Eso creo.
Era la respuesta más sensata. No podía dar un no, o un sí definitivo porque lo que sentía por Alex me tenía confundida, al igual que lo que sentía por Graham.
Lo peor de todo, era que en esos momentos ya ni siquiera tenía la excusa del doppelgänger para justificar mis decisiones, puesto que los últimos acontecimientos me habían demostrado que cada moneda siempre tiene dos lados. Quizá Alexandre fuera el amor de mi vida por destino, pero eso no le quitaba que me haya olvidado tan fácil y se fuera con otra. De igual forma, tal vez Graham era un demonio en un cuerpo humano destinado a buscar la muerte de alguien más, y aun así, ¿no había estado conmigo cuando mi madre enfermó?, o ¿no fue el que se empeñó en que yo recuperara la felicidad de antes, a pesar de que yo insistía en que se alejara de mí?
Humano y doppelgänger, ambos tenían luz y oscuridad en su interior.
—Cuando conocí a tu padre —murmuró después de unos minutos en los que nos habíamos sumergido en nuestros propios pensamientos—, yo estaba emocionada con un muchacho que tenía su fama entre las chicas del pueblo. Un chico astuto en cuyos ojos se veían los sueños de la gran ciudad. Definitivamente no pertenecía a ese lugar; hasta un ciego lo hubiera podido ver.
"Nunca hablamos, ni siquiera cruzamos miradas. Pero su espíritu era tan contagioso, que incluso yo me podía imaginar abandonando aquel sitio en el que todos se debían conformar con su vida, un destino heredado por los padres, y por los padres de los padres.
"Cuando aquel muchacho se fue, se me rompió el corazón. Fui a la estación del tren para verlo partir y, de paso, dejar en un vagón los sueños que me prestó. Algo dentro de mí sabía que eso no era para mí.
Hizo una pausa para aclarar el nudo en su garganta. Jamás me había contado los antecedentes a su historia de amor con mi progenitor.
—Tu padre se convirtió en mi confidente y mejor amigo —continuó, extendiendo una sonrisa sincera y nostálgica por su rostro—. No se la puse fácil; al principio sus aspiraciones de granjero me molestaban. Luego, me enseñó que la seguridad de lo permanente no es mala; te trae tranquilidad, confianza, y la certeza de que te puedes aferrar a algo que siempre estará para ti.
"Eso es lo que quiero que tengas, Beth. Quiero dejar este mundo sabiendo que alguien estará contigo en los malos momentos, más que en los buenos. Quiero estar segura de que, a quien decida entregarle mi mayor tesoro, lo proteja más que a nada en el mundo; que no le rompa el corazón; que le dé el sol, pero que evite que se queme con él; que la ame a cada segundo, así estén enojados o a miles de kilómetros de distancia.
Estaba tan atenta a sus palabras que no me di cuenta de las lágrimas que rodaban por mis mejillas. Con el dorso de la mano las enjugué.
Comprendí, entonces, que si estaba llorando era porque esa descripción encajaba a la perfección con Graham; sin embargo, no tanto con Alex.
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