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Capítulo 11


MERYBETH


El viernes llegó tan pronto que ni sentí el peso de la semana. Al principio creí que estar en una sucursal sería en extremo aburrido, pero me resultó de lo más agradable con la compañía de Davinia y Bertrand.

—¿Hoy no va a pasar tu novio por ti? —preguntó este último, asomando la cabeza por la puerta de la bodega para mirar hacia el ventanal.

Haciendo caso omiso, Graham pasó por mí cada tarde para llevarme a mi nuevo hogar.

—No es mi novio.

Bertrand torció el gesto y asintió.

—Sí, por la forma en que lo ignoras, es obvio que no. No es que no sean algo, ¿me equivoco? Porque ahí se ve ese algo, principalmente en su mirada, no tanto en la tuya —dijo, adulterando frases sencillas. Su forma de hablar por momentos me recordaba a TJ, aunque mi amigo lo hacía porque esa era su forma natural de comunicarse y lo de Bertrand era a propósito, para embaucar a los clientes, o en mi caso, para sacarme la verdad—. Como sea, se ve que es un buen sujeto.

Si supieras..., pensé.

—Él tiene razón, aunque no lo parezca —terció Davinia, bromeando a expensas de su colega—. Además, es muy guapo. Hacen bonita pareja.

Rodé los ojos. No entendía en qué momento ese par se había tomado demasiada confianza conmigo. Me sentía halagada la mayor parte del tiempo, excepto cuando comenzaban a hablar del chico melancólico que viene por mí al atardecer.

—¿No estabas cerrando una venta, Dav? —pregunté para zanjar el tema.

—Ya lo hice, jefa. Lena se encarga del papeleo.

Gracias al cielo, eso me dio la excusa perfecta para regresar a la tienda.

Lena, la vendedora de fines de semana, era muy simpática. Pero bastante joven. Si no mejoraba su desempeño en el tiempo que me quedaría aquí, con toda la pena del mundo tendría que prescindir de ella.

Por inercia, volteé hacia la calle. Ni Graham, ni el auto.

En cuanto el cliente salió, revisé el formulario que había llenado Lena. Todo estaba en orden.

Salí poco después de las cinco. Por costumbre tomaba un taxi, pero el clima era tan agradable que preferí caminar. Además, el barullo de la ciudad invitaba a ser partícipe de la multitud en las calles.

Al caminar sobre George IV Bridge, me detuve frente a la imponente y hermosa fachada de piedra de la Biblioteca Central. Los faroles del exterior recién se habían encendido, y el letrero encima de las puertas de madera era tan luminiscente que prometía un ambiente acogedor.

El exterior tenía el mismo aspecto antiguo que los demás edificios de Edimburgo. No obstante, al cruzar el umbral, se podía ver una mezcla que congeniaba tanto pasado, como presente.

Después de atravesar las puertas internas de cristal, me dirigí al piso más alto. Era una estancia amplia, bordeada de columnas cuadradas en tonos claros que se unían en la parte más alta para formar arcos; y repleta de mesas de madera en perfecto orden, como se suelen acomodar los pupitres en las escuelas. Algunas personas trabajaban en silencio, ya fuera en sus portátiles, o en cuadernos de los que no despegaban el bolígrafo.

Pero lo más impresionante de todo, era el techo; un domo que compartía la misma gama de colores que las paredes, pero era decorado con figuras simétricas, creando una obra de arte cuya belleza radicaba en la simplicidad, no en la ostentación.

Pasé los primeros veinte minutos explorando los títulos en los estantes. Había tantos que captaron mi interés que no sabía con cuál empezar. Quizá pasar a la biblioteca por las tardes se convirtiera en mi nueva rutina; mucho más provechoso que llegar a ver basura en la televisión.

Pensaba en todo lo que podría leer cuando, al dar la vuelta en una esquina, un golpe brusco me hizo trastabillar. El libro pequeño que traía en la cima de mi montaña de volúmenes, cayó sin que pudiera frenarlo.

La persona frente a mí se agachó de inmediato para recogerlo.

—Lo siento —dijo una voz familiar.

Graham, que tenía una expresión de completa inocencia, me tendió el libro. Como estaba tan impactada de verlo ahí, no reaccioné a tiempo, así que él lo dejó sobre los que llevaba en las manos.

—Deberías tener más cuidado —exclamó tranquilo, pero con un atisbo de sonrisa—. Por cierto, ese es bueno, creo que te va a gustar.

Fijó la mirada en el que acababa de regresarme y siguió su camino. Al llegar al siguiente pasillo, se detuvo frente al estante para leer los títulos.

Caminé hacia un sillón individual y dejé la pila sobre la mesa contigua. Seguía confundida por lo sucedido, por lo que no presté mucha atención a la lectura; incluso tuve que repetir un par de párrafos antes de darme cuenta de que no había comprendido nada del texto. Respiré profundo y volví a empezar de cero.

La poca concentración que había acumulado se fue en picada al ver que, a unos cuantos metros, Graham había imitado mi posición. También se había sentado en un sillón individual y entre sus manos sostenía un libro bastante grueso. Al sentir mi mirada, volteó, frunció el ceño y regresó su vista a las páginas. A pesar de la distancia, pude ver que esbozaba una sonrisa tímida.

Luego, los papeles se invirtieron. Él volteaba, yo le sostenía la mirada un par de segundos y me enfocaba de nuevo en los mismos párrafos que no había podido comprender en un principio.

En algún punto de ese juego, al cruzar miradas, él ya no la desvió. Más bien, se levantó con garbo y caminó hacia mí.

Al principio tuve una reacción extraña.

¿Has sentido el revoloteo en tu interior cuando alguien que te atrae se te acerca por primera vez? Algo similar pude percibir. Raro, lo sé. Después de todo, Graham no era nadie nuevo y, aunque hayamos tenido una historia juntos, ya no sentía nada por él. Pero ahí estaba, ese peculiar y molesto vacío en el estómago precedido por un escalofrío en la parte posterior del cuello.

Concéntrate, Beth. Me dije a mí misma.

—Entonces, ¿te está gustando? —preguntó, señalando el libro que se suponía estaba leyendo.

No respondí. Había algo diferente en su comportamiento.

—Lo siento —continuó—. Soy Graham Sinclair. ¿Y tú eres...?

Apreté mi sien. Esto no tenía ni pies, ni cabeza.

—Graham, ¿qué estás haciendo?

Metió las manos a los bolsillos de sus jeans. Se veía tan cohibido, que una sonrisa involuntaria surcó mi rostro.

—Estoy tratando de hacer las cosas bien. La última vez empezamos mal, yo no estaba listo para lo que se avecinaba y no supe darte lo que querías. Ni siquiera fuimos amigos, Beth, ¿te das cuenta de eso?

—¿Estás diciendo que quieres ser mi amigo? ¿No crees que es muy tarde para eso?

—Mejor tarde que nunca.

Nos miramos por un tiempo prolongado. Mi cerebro se había puesto a trabajar a una velocidad increíble, sopesando pros, contras y posibles trampas. Él solo aguardaba, paciente y sereno.

—Por favor —suplicó en un susurro.

De nuevo, esa sensación de soledad, de no pertenecer a ningún lado.

Quizá eso fue lo que me motivó a responderle.

—Soy Beth.

Asintió y extendió su mano. Al tocarnos, una débil chispa surgió.

—Lo sé. —Puse cara de sorpresa, puesto que no entendía su juego. Ante eso, carraspeó y contrajo el gesto en una expresión cómica—. Íbamos juntos en la secundaria. Bueno, en realidad compartía clase con tu amiga, pero te llegué a ver en la cafetería. Solo quería que la presentación fuera oficial. En fin, sigue disfrutando tu lectura.

Dio media vuelta para regresar a su lugar. A mitad del camino, se detuvo y volvió, claramente contrariado.

—No soy bueno en esto —dijo, metiendo de nuevo las manos en sus bolsillos—, pero ¿te gustaría ir por un café?

Las alarmas en mi cabeza se encendieron.

—¿Cómo si fuera una...? —pregunté, dejando la frase a medias.

De inmediato, negó.

—No. Bueno, no a menos que tú quieras. Solo me gustaría platicar contigo y dejar que me conozcas. Sé que soy un completo desconocido para ti, así que quiero dejarte entrar.

Jamás me habría planteado semejante idea. Por un lado, todo esto se sentía extraño; el juego de Graham era desconcertante en distintos niveles. Pero por el otro, él tenía algo de razón. Nunca fuimos amigos. Primero fue mi amor imposible de secundaria, y después fue el novio de toda la vida con quien me iba a casar.

Entonces, me pregunté en dónde estábamos. Aunque ya no lo amaba, tampoco iba a mentir diciendo que no sentía absolutamente nada por él, porque había algo, el fantasma de un sentimiento que se aparecía cada vez que estábamos cerca. Llámese cariño, agrado, o costumbre, eso me hacía aterrarme ante la idea de una separación definitiva; en especial, ahora que veía una versión más honesta de él mismo.

Sí, en definitiva quería intentarlo. Quería su amistad.

—De acuerdo.

Su rostro se iluminó.

—¿Mañana? —preguntó tan entusiasmado que me contagió un poco de su alegría.

—Salgo a las tres.

Asintió. Miró su reloj y volteó hacia las escaleras, como si tuviera prisa por irse.

—Pasaré por ti, entonces —murmuró, sonriendo con timidez—. Debo irme, Beth. Por cierto, tu mamá está bien. Lo peor ya pasó.

Sin más, se fue.

Me quedé en la biblioteca hasta las ocho, la hora del cierre. Después de que Graham se fuera, me resultó más sencillo meterme de lleno en la historia que en verdad me enganchó una vez le presté la atención debida.

Para regresar, tomé el camión. Mi imagen se reflejaba en la ventanilla; por un momento, no me reconocí, ni por dentro, ni por fuera. Hacía mucho que me había acostumbrado a mi semblante serio, así que no era de extrañar que me sorprendiera encontrar las comisuras de mis labios ligeramente elevadas. Y en mi interior, la promesa de que quizá la pesadilla ya había pasado provocó que una pequeña llama naciera en mi pecho.


***


No entendía cómo las personas podían trabajar los sábados y domingos. Entendía que en el ámbito de ventas, muchos negocios tenían más productividad esos días. Pero yo todavía no me acostumbraba a la idea de tener que hacerlo, por muy temporal que fuera. Razón de más para extrañar la oficina.

—¿Por qué tan ansiosa, Beth? —preguntó Bertrand, revisando un par de recibos—. ¿Prisa por salir? ¿Algo importante? ¿Una cita, tal vez? ¿La tan ansiada reconciliación?

Reí. Ese tipo llegaba a ser bastante cómico.

—¿Por qué lo dices? —esquivé de la mejor manera que se me ocurrió—. Toma, este archívalo con los de ayer.

Tomó el ticket de venta que le tendía, le dio una ojeada e hizo lo que le pedí.

—Revisas tu cabello cada ocho minutos, el reloj cada cinco y la ventana cada tres. No estoy muy seguro, pero creo que eso hacen las chicas cuando van a tener una cita. Oh, mira, tu novio acaba de llegar.

Sin poder controlarme, aunque solo fuera para demostrarle a Bertrand que se equivocaba, volteé hacia el ventanal.

—No, mentira —continuó, más jocoso que antes—. Solo era una prueba para que tu lenguaje corporal confesara si saldrías con él o con alguien más.

—Qué gracioso, Paul Ekman. De todos modos, ¿a ti de qué te sirve saber si voy con él?

—Estudios han demostrado que la felicidad de las personas enamoradas las vuelve más flexibles. Un poco de libertad no me vendría nada mal, en especial ahora que mi hijo tendrá un recital en la escuela. Por cierto, ahora sí ya está aquí.

Bertrand tenía habilidades increíbles, o algo por el estilo. En ningún momento despegó la vista del archivo que revisaba y aun así se dio cuenta de que Graham ya esperaba, recargado en el Smart.

—Hablaremos de ese permiso después, ¿te parece? —murmuré, tomando mi bolso.

—Claro, jefa. Diviértanse, no tomen mucho y usen protección.

Guiñó un ojo como respuesta a mi gesto de hastío.

Aunque me había repetido incontables veces que esto no era una cita, no pude evitar el nerviosismo que sentí al salir del local. ¿Estaría igual que yo?

Su rostro no demostraba más que una paz inmensurable.

—Hola —dije al llegar frente a él.

—Hola. —Me sonrió de vuelta y toda la ansiedad de súbito desapareció—. ¿Lista?

Asentí.

Pensé que nos subiríamos al auto, no obstante, señaló un negocio a unos cuantos metros. Nos detuvimos al llegar a una pequeña, pero elegante, cafetería.

La Barantine Victoria, era uno de esos lugares que por fuera se ven pequeños y por dentro son más amplios de lo que aparentan. Escogimos la mesa del fondo y una amable señora nos entregó la carta. Me sorprendió la gran cantidad de delicias francesas que ofrecían, así como la poca afluencia de clientes.

—¿Ya comiste? —pregunté para empezar con la conversación. El trayecto lo habíamos realizado bajo un silencio bastante incómodo.

Negó, abstraído con sus manos.

—¿Ya están listos para ordenar? —terció la encargada, sacando una libretita de su delantal blanco.

—Yo quiero un sándwich de pavo, un capuchino y un flan de vainilla con Bourbon, gracias.

—Muy bien, ¿y para el joven?

—Té negro, por favor —respondió Graham—. Con leche.

El silencio se instauró apenas nos quedamos solos.

Para distraerme en algo, admiré el muestrario de macaroons junto a la ventana. Era la Torre Eiffel a escala, con varias repisas transparentes en las que lucían los diminutos pastelillos.

Un mesero joven trajo nuestro pedido.

Con la incomodidad, ya hasta había perdido el apetito. ¿Cómo iba a hacer para acabarme semejante sándwich?

Graham carraspeó, supongo que para llamar mi atención, o para por fin armarse de valor.

Ahora sí se veía ansioso.

—Me llamo Graham Sinclair —comenzó solemne—. Nací en un pueblo de Perth, llamado Guildtown. Provengo de una familia de granjeros; me gusta la vida del campo, los animales y la tranquilidad de lo permanente. Soy Aries, me gusta la música pop y, aunque las personas lleguen a creer que soy muy pulcro, la verdad es que tengo mucho polvo escondido bajo la alfombra. Metafórico, no literal.

"Solo me he enamorado una vez en la vida. Amé profundamente y quiero creer que fui correspondido. Sin embargo, cometí muchos errores con esa increíble mujer; así que no es de sorprenderse que terminara por perderla.

"La extraño como no tienes idea. Al principio, me dejé llevar por la tristeza que su partida me causó. Me rendí.

"Después, pasó algo que me hizo reaccionar. Decidí salir adelante, por mí y, en segunda instancia, por ella; porque, a pesar de estar lejos y a pesar de que apenas si tolera mi presencia, no es la clase de chica que merece a un tipo endeble que no es capaz de llegar al fin del universo con tal de verla.

—Graham... —susurré. Esto había tomado un rumbo inesperado.

—No hago esto para que regrese a mí —continuó, dispuesto a terminar de hablar—. Sé que no lo hará porque, por mucho que me duela, no soy el amor de su vida. Alguien ya ganó ese privilegio.

"Más bien, lo hago para que todas las cortinas que hay entre nosotros, caigan. Llegará el punto en el que dejemos de vernos, en el que nuestros caminos se separen por completo, y me gustaría que ella se vaya sabiendo la verdad. Que en un futuro no se haga preguntas innecesarias o piense cosas equivocadas.

Dio su discurso mirándome el pecho. No como si quisiera ver más allá del escote, sino como cuando tu vista está fija en un punto, pero en realidad no lo ves.

Sus palabras habían calado en mi alma. Tanto así, que me sentía sensible; mis ojos picaban y se me dificultaba tragar la saliva. Si bien había tanto que me habría gustado decirle, me quedé callada, sintiendo que era mejor de esa forma.

Pensé que ya había terminado; luego, nuestros ojos se encontraron y supe que apenas eran los preliminares.

—Beth, soy Graham Sinclair —repitió—. Y lo que debí decirte desde un principio es que soy un doppelgänger.

Fue como si todo el ruido del mundo hubiera desaparecido en un segundo. O quizá era la sangre que me martilleaba en la cabeza y no me dejaba escuchar otra cosa.

Al principio no entendí mi propio desconcierto. Digo, no es como si fuera una noticia recién salida del horno. Sin embargo, creo que fue abrir una herida que ya había dado por olvidada, o mejor dicho, por ignorada.

Pero así no se tratan las heridas, ¿cierto? Porque cuando las ignoras, creyendo que sanarán por sí solas, corres el riesgo de que cicatricen mal o, peor aún, que se infecten y el veneno siga corriendo en tu organismo de por vida.

Y es que eso es lo que había hecho esas semanas. Al marcharme de Guildtown, me prometí dejar atrás toda esa basura paranormal. Seguiría con mi vida, buscaría a Alex y le haría jurar no volver a tocar ese tema. Con el tiempo, estaba segura de que hasta podría olvidarlo.

Por un segundo, consideré irme; rápido y sin dar explicaciones.

Deshazte del maldito elefante, Beth, me regañé. Hazlo ahora para que puedas continuar lo más pronto posible.

—¿Un doppelgänger? —pregunté, sintiéndome estúpida.

Creí vislumbrar un atisbo de esperanza en los ojos pálidos que no habían dejado de verme ni un solo segundo.

—Sí. Bueno, ese es el término más popular. Pero en resumidas cuentas, soy el doble malvado de alguien más. Lo que significa que en el mundo hay alguien idéntico, o muy similar a mí, y que... tengo una parte que tiende a hacer daño.

"He hecho cosas terribles, cosas que preferiría que no supieras. No obstante, te prometí ser honesto.

"Maté a mis propios padres y no me arrepiento. Casi lo hago con mi original, de no ser porque la tormenta me hizo fallar el tiro.

"Mi cuerpo es humano; soy capaz de experimentar emociones, incluso enfermarme y, eventualmente, morir como todos. Pero lo que ustedes llaman alma, en nuestro caso es un espíritu maligno o, en el mejor escenario, un vacío que quizá debamos llenar.

—¿Por qué hablas en plural? —pregunté, intrigada por eso.

—Porque hay muchos de nosotros. Sin embargo, el mal comienza cuando nos topamos frente a frente. Antes de eso, somos como cualquier otro.

Un par de chicas se acercaron demasiado para ver los panes del mostrador. Aproveché esa bendita interrupción para reordenar mis ideas y darle una mordida al sándwich.

Aunque muy dentro de mí sabía que debía enfrentar esto de una vez por todas, el torrente de información me abrumó bastante.

—Perdón —se disculpó Graham—. Lo que menos quiero es que te sientas así. ¿Qué te parece si tú eres la que pregunta?

¡Genial! Ahora me estaba leyendo el pensamiento.

—¿Cómo lo haces? —exclamé molesta—. ¿En serio no puedo tener un poco de privacidad? Creí que me habías dicho que ya no lo harías.

Sus mejillas se tornaron carmesí.

Una vez más se disculpó. Siguió removiendo el azúcar en su taza; si seguía así, terminaría por crear un surco en la porcelana.

Mi disgusto aumentó al pensar que no respondería; sin embargo, si no lo hacía, era porque las chicas seguían lo suficientemente cerca como para escuchar.

Seguí comiendo. Los alimentos estaban tan deliciosos que mi apetito reapareció.

Cuando por fin se fueron, Graham buscó mi mirada.

—No lo hago a propósito. Es solo que, cuando tus emociones son más intensas de lo normal, la barrera que pongo para bloquearte se rompe.

—Entonces, puedes leer mi mente...

—Sentir tus emociones —corrigió.

—Como sea. También crear alucinaciones, enfermar a las personas...

Carraspeó.

—De hecho, no es enfermarlos tal cual. Es ilusión, es como la alucinación, pero en vez de verla, el cuerpo es el que la resiente.

Claro, como si eso mejorara la situación.

Ya llevábamos ahí casi una hora y no llegábamos a ningún lado. Todo lo que me decía era una repetición más detallada de lo que ya sabía.

—¿Tienes algún otro poder del que no me hayas contado? —inquirí.

Rio suave. Aquel sonido fragmentó mi alma, hacía mucho que no lo escuchaba.

—Son habilidades, Beth. —Rodé los ojos, ¿cuál era la diferencia, en todo caso? Le di una mirada significativa para que no se desviara del tema—. Puedo bilocarme.

¡Vaya! ¡Por fin algo nuevo!, pensé con ligera curiosidad.

—¿Se supone que debería entender?

—Puedo estar en dos lugares al mismo tiempo.

Sobé mi sien, tratando de comprender.

—O sea, ¿en este momento podrías aparecerte justo allá afuera, o en cualquier otro lugar del mundo, mientras tú sigues aquí, platicando conmigo?

Asintió.

—¿En serio? ¿Lo harías justo ahora? ¿Puedes hacer que se una a nosotros y se siente junto a ti?

Su sonrisa ya era más animada, al igual que la mía. Por muy raro que resultase, la idea de ver a un Graham saliendo del sanitario, o caminando por la calle, me resultaba más cómica que perturbadora.

—Podría hacerlo, pero no creo que resulte como tú quieres.

—¿Por qué no?

—Porque hacerlo implica un desgaste físico y mental que quizá, por ahora, no sea capaz de aguantar. Además... Bien, creo que antes debo explicarte algo.

Su seriedad había regresado. Mal presagio.

—El encuentro es el que activa nuestro instinto, el que hace que nuestras habilidades surjan. No obstante, esos poderes, como tú los llamas, no suelen estar tan desarrollados. Se incrementan conforme un doble pase más tiempo cerca de su original. ¿Me doy a entender?

Moví mi cabeza de un lado a otro. Necesitaba una explicación más detallada de lo que me estaba contando.

—De acuerdo. Con temor a que salgas corriendo... si yo pasara más tiempo cerca de Tremblay, mis habilidades se irían haciendo más potentes. Por ejemplo, la bilocación. Si tuviera la energía suficiente para hacerla en este momento, lo que tú verías sería más parecido a un fantasma o a un holograma. Además, no haría mucho; solo miraría a su alrededor o, como máximo, caminaría unos cuantos pasos.

"En cambio, con esa habilidad potencializada, mi aparición tendría masa y volumen. Podrías tocarlo y hablar con él, como si fuese una persona de carne y hueso.

Esto último fue lo que me imaginé cuando dijo que podría estar en dos lugares al mismo tiempo, no la versión del espíritu observando en un rincón.

—¿Y por qué?

—¿Por qué, qué? —preguntó confundido.

—¿En qué se relaciona el desarrollo de tus habilidades con la convivencia con Alex?

Era increíble que aún pudiera reconocer sus gestos. Ese ceño fruncido era señal de que no quería escuchar esa pregunta.

—Beth —susurró, luchando consigo mismo para poder ser totalmente honesto. Sonrió con tristeza—, soy un demonio, ¿recuerdas? Mi poder se alimenta de sentimientos negativos. Furia, resentimiento, dolor, venganza, envidia... Todo lo que un doble percibe al estar cerca de su original.

—Entonces, ¿mientras más tiempo pases con él, más...?

—¿Malo voy a ser? —completó la frase que yo no podía terminar. Esa novedad no era algo que estuviera dispuesta a aceptar así como así—. Sí. Y no solo para él, podría ser peligroso incluso para ti.

—¿Me harías daño?

Aquello se me antojó irreal. Graham, a pesar de ser lo que era, y a pesar de la forma en que actuó la noche que todo salió a la luz, ya había recuperado su antigua esencia. Al verlo, me recordaba al chico con el que pasé años increíbles; el hombre bueno, trabajador y amoroso que solía llenar mi corazón con su luz.

O quizá solo era apariencia.

—No intencionalmente. Pero sí, es una posibilidad.

—¿Eso fue lo que sucedió cuando fui a buscarte a la granja?

Mi pregunta lo sorprendió. Era claro que no sabía de lo que hablaba.

—Ya sabes —continué, dubitativa. No me había puesto a pensar mucho en ese incidente, puesto que me aterró tanto que quise bloquearlo lo más rápido posible. Descubrí un poco mi cuello para que viera los rastros de moretones que aún quedaban—, cuando trataste de... ahorcarme.

Su cara palideció en un santiamén.

Acercó su mano a mi piel, pero se detuvo a medio camino. Había terror puro en su mirar.

—¿Yo te hice eso?

Asentí.

Su vacilación me hizo dudar sobre mi propia cordura. ¿Qué es lo que en verdad había pasado aquel día?

—No lo recuerdas, ¿verdad? Cuando llegué, estabas tirado en una de las habitaciones del piso de arriba, inconsciente. Te moví hasta que despertaste, pero no eras tú, o al menos no lo parecías. Recuerdo que me gritaste que dejara de atormentarte.

Se llevó las manos a la cabeza. Era evidente el grado de desconcierto y conflicto interno que le consumía las entrañas.

Si bien yo fui la afectada, a él parecía dolerle más que a mí.

—Creí que era otra pesadilla —contestó con pesar—. Sé que eso no lo justifica, y mucho menos lo perdona, pero es verdad.

—¿Las tienes a menudo? —Era extraño que él fuera el que las tuviera. ¿No podía inducirse a sí mismo sueños agradables?—. No duermes bien por eso, ¿verdad?

—En parte. Esa casa no me deja en paz.

Un grupo ruidoso entró al local. Con la tensión de la charla, me había olvidado por completo del sitio en el que estábamos. Graham también pareció salir de la atmósfera que habíamos creado; vi preocupación en su semblante al percatarse de que en las demás mesitas ya había más comensales de los que recordábamos.

Era obvio que ya no podríamos seguir conversando con tanto desenfado.

—¿Quieres que vayamos a un lugar más privado? —pregunté.

—¿Estás segura? Siento que en algún momento esto será demasiado para ti.

Tenía razón. Llegaría un punto en el que quizá yo misma pondría un alto; no obstante, debía llegar lo más lejos posible. Tenía que saber lo más que pudiera si quería encontrar alguna solución que beneficiase a todos, un camino más equilibrado que la estúpida maldición que vaticinaba la muerte de uno de los dos.

No solo por mi posible futuro con Alex, sino porque, al ver a Graham, supe que él también merecía algo bueno.

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