Capítulo 06
ALEXANDRE
La doctora Dunne no tenía el tacto suficiente para dar noticias delicadas. Tenía el carácter algo fuerte y quizá eso explicaba que le atrajera tanto la Traumatología, donde la acción era el pan de cada día y los doctores no se iban con sutilezas.
Después de que dijera aquella estupidez sobre caminar, quité con furia la sábana de mi cuerpo. La verdad no sé qué esperaba encontrar. Tal vez mi pierna de un intenso color morado, casi negro, o —en el peor de los casos—, esa extremidad amputada.
Lo cierto es que solté un suspiro de alivio al comprobar que mi perfecta anatomía seguía completa y que mi piel no tenía ningún color raro, exceptuando la evidente palidez en comparación con mi otro pie y un poco de hinchazón, así como varias ampollas de aspecto desagradable.
La pequeña victoria que había cantado, fue mermada de tajo cuando Dunne explicó que, debido al grado de congelamiento que sufrí, lo más probable era que mi pie había perdido sensibilidad. Ya que si el daño era más profundo de lo que se podía ver, también cabía la posibilidad de que mis músculos estuvieran atrofiados. No obstante, dijo que no lo consideraba así, puesto que el color de mi piel no se veía de un tono azulado.
Luego, recibió una notificación en su localizador, por lo que en un santiamén me dejó solo en la habitación.
No quería creer en nada de lo que me decía. ¡Por favor! Yo era Alexandre Tremblay, el que había sobrevivido a tantos accidentes, peleas callejeras e inclusive a un encuentro cara a cara con mi doble malvado.
Con temor, intenté mover los dedos de mi pie derecho. Apenas si temblaron ligeramente antes de quedarse estáticos. No era una gran señal, pero ya era algo, ¿no?
Si había algo que me caracterizaba, era mi poca —casi nula—, paciencia. No iba a esperar a que Dunne regresara. Tenía que averiguarlo ahora que estaba solo porque, de ser cierto aquello, no querría que viera el pánico que me atenazaba por dentro y que saldría apenas me diera cuenta de que podría pasar el resto de mi vida en una silla de ruedas.
Con mucha dificultad, bajé mis piernas al suelo frío que me caló más en la planta izquierda. Al levantarme, sentí un ligero cosquilleo, como si mi extremidad estuviera adormecida. ¿Era mi imaginación o mi pie estaba más hinchado que hace unos momentos? Tal vez era debido a que había permanecido bastante tiempo en reposo.
Armándome de valor, di un paso.
Al tratar de apoyar todo mi peso sobre mi pie derecho, perdí el balance. Me desplomé sobre el suelo, golpeándome todo el costado del cuerpo porque no fui lo suficientemente rápido como para frenar la caída con las manos.
Con ese intento fallido, no solo había perdido la esperanza, sino la dignidad. Sentía que los ojos me picaban, era tanta la frustración dentro de mí que lágrimas de coraje e impotencia se empezaron a agolpar en mis ojos.
Para mi mala suerte, en ese momento entró Dunne que, con todo el temple del mundo, se limitó a observar la escena para sacar sus propias conclusiones respecto a lo que había pasado. Todo en menos de los dos segundos que tardó en acercarse para ayudar a pararme.
—No debería levantarse todavía, señor Tremblay. El progreso lo irá viendo poco a poco.
—¿Cuánto tiempo significa eso? —cuestioné, tratando de no demostrar la desolación que iba nublando el falso buen humor que siempre fingía cuando sentía que me derrumbaría en cualquier instante.
Suspiró.
—¿Puedo decirte Alex? —preguntó, como quien no quiere la cosa. ¿A qué se debía el brusco cambio de conversación?
No respondí.
—Tomaré eso como un sí —continuó—. ¿Qué tal están tus niveles de paciencia?
—No muy altos —contesté hosco.
Apretó los labios, dejando salir, de manera muy imperceptible, el aire contenido.
—Mejorarás, lo digo en serio. Pero tendrás que ayudarme. Para empezar, por ejemplo, sería agradable un cambio de actitud. Muchas veces todo está en la cabeza y nuestro mismo subconsciente nos impide sanar.
Ay, no. Por favor que no sea una de esas locas que creen en la espiritualidad y demás basura zen, pensé.
—¿Cómo te llamas?
En realidad no me interesaba en absoluto su nombre de pila, pero quería desviar la atención y que de una vez por todas dejara de lado el estúpido optimismo al que se aferraba. Mi pregunta la sorprendió, pude darme cuenta de eso debido al breve respingo que dio su escuálido cuerpo.
—Monique.
—Es un nombre lindo —dije con total honestidad—. Bien, Monique. Haré lo que digas con la condición de que debes traer mis cosas.
—Lo siento, tenemos órdenes de no dejarlo...
—No me iré —interrumpí, hastiado de no conseguir lo que quería. ¿Era tan difícil encontrar a gente competente en este sitio?—. Necesito revisar un par de cosas.
La chica, contrariada, salió de la habitación con bastante porte.
Una pequeña parte de mí me reclamó por mi pasada actitud. No solía comportarme así, o al menos, hacía bastante tiempo que ya no lo hacía.
Si bien me sentía culpable, no pensé demasiado en aquella idea. Ahora que podía disponer de mis pertenencias, me sería más fácil mover el mundo a mi antojo. Antes que nada, llamaría a mi chica; esa era mi prioridad y mayor preocupación. Si no podía encontrarla, llamaría a TJ; conociendo a mi amigo, hablarían constantemente por Facebook. No importaba cómo, pero le haría saber que aún no me había rendido y que seguiría en su vida por un rato más. También le diría lo que sucede, no iba a guardarle secretos.
Cuando Monique regresó, dejó sobre mi regazo la misma bolsa de plástico que había mostrado antes. Mi ropa ya estaba limpia, desprendía un olor a jabón barato y ya no tenía ni rastro de sangre. Ahí estaba todo: mi reloj, mi cartera, un tubo de pastillas de menta y un paquete de condones que había comprado porque, bueno, uno nunca sabe en qué momento se van a ocupar, especialmente en una escapada romántica en la que no estábamos seguros de poder librarnos de un demonio con mi mismo aspecto.
Sí, ahí estaba todo, excepto...
—¿Dónde está mi teléfono?
—Eso es todo lo que traías contigo, Alex —respondió sin inmutarse por mi tono.
—A ver, bonita, estoy completamente seguro de que yo tenía un celular conmigo. Quiero que me digas dónde carajo está.
Entornó los ojos. Era obvio que estaba molesta, pero su humor me importaba un bledo.
—No lo sé, quizá lo perdiste, se te cayó en el camino o te lo robó la persona que te disparó. Hay miles de posibilidades, ¿entiendes? Pero si necesitas hacer una llamada, simplemente podrías pedírmelo y con mucho gusto te facilito un teléfono.
Esto no podía ser cierto. En verdad que a la vida le gustaba ser cruel conmigo. De nada me serviría el maldito teléfono porque no había memorizado el número ni de la pelirroja ni el de ninguno de mis amigos. ¡Por Dios! Ni siquiera sabía a qué día estábamos.
—¿Qué día es hoy? —Traté de mesurar mi tono, aunque no creo haberlo logrado del todo.
—Es viernes. Para ser más específica, es el treceavo día de marzo.
—¿Cuánto tiempo estuve inconsciente?
—Poco más de dos semanas —respondió, tratando de mesurar su tono para no alarmarme.
Demasiado tarde, el pánico ya se había apoderado de mí.
—¿Por qué tanto tiempo? ¿Estuve en coma?
Monique se acercó al final de la cama para tomar mi historial. Luego, borró de su rostro la molestia que le había causado y se puso esa máscara de profesionalidad que le había visto antes.
—No, Alex. En realidad no sabemos qué es lo que viviste porque no lo has querido compartir con nosotros, pero suponemos que fue un gran trauma porque en cuanto recuperaste la consciencia, no dejaste de gritar incoherencias. Estabas tan aterrado que incluso trataste de huir y uno de tus bruscos movimientos provocó que los puntos se te abrieran. Te sedamos durante todo ese tiempo para darte oportunidad de que sanaras, tanto física como mentalmente.
¿Qué? ¿Era verdad lo que me estaba narrando? No recordaba nada de lo que, se supone, hice.
La puerta se abrió con una fuerza que igualaría a la forma en que mi chica haría su entrada triunfal. Sin embargo, mi decepción se hizo presente al ver la imponente figura de mi padre.
Solté una risilla resignada. Esto iba de mal en peor.
—¡Fuera! —exclamó sin ver a la chica a la que se dirigía. Su tono autoritario hizo que la doctora diera un brinquito de sorpresa.
En cuanto Monique salió, mi padre trató de poner el pestillo. Hubiera pagado una fortuna por tener una cámara a la mano para poder filmar su cara de contrariedad al darse cuenta de que no había forma de trabar la puerta.
—Alexandre, qué gusto verte vivo —dijo con seriedad. Cualquiera hubiera dicho que sentía de todo, menos gusto—. No tengo tiempo para escuchar la estupidez de cómo terminaste en este estado, asumo que volviste a las andadas...
—De hecho...
—Y en realidad, no me importa saberlo —continuó, como si yo no hubiera hecho amago de interrumpirlo—. Si estoy aquí es por negocios. Agradécele a tu hermana que me convenció de darte una oportunidad.
¿A qué diablos se refería?
—Por respeto a la memoria de tu madre, llegué a la conclusión de que te pondría a prueba. Claro que estoy seguro de tu inminente fracaso empresarial, pero es algo que a ella le hubiera gustado. Ya sabes, complacerte hasta que por ti mismo te dieras cuenta de que no es tu camino.
Ahí estaba el gran Gerard Tremblay, haciendo gala de una de sus mejores habilidades: insultar por debajo del agua.
De su caro maletín de cuero, sacó dos carpetas que me tendió sin apartar la mirada. Eché una ojeada rápida al nombre de las empresas solicitantes.
—El comité quiso poner a ambos prospectos a prueba. Tú y Sebastian deberán llevar sus proyectos con la mayor entereza posible. Como eres mi primogénito, tienes el derecho de escoger cuál quieres llevar a cabo.
Solo entonces, me di cuenta del peso de sus palabras.
¿Qué tan caprichosa podía ser la vida? Años intentando que me tomara en cuenta para un proyecto que anhelaba solo por afán de rehacer lo que mi padre deshizo —claro, y de paso darle el mayor coraje de su existencia—, sin siquiera acercarme un poco a mi meta; y justo cuando había desistido porque había encontrado un rumbo mejor para mi futuro, es cuando la oportunidad llega.
—Mañana habrá una cena para dar apertura al proceso de selección. Ya conoces las reglas, así que evítame otra decepción como la de Brighton.
¡Pff! ¿Cómo olvidar ese estúpido baile en el que las cosas que podían salir mal, salieron de la peor forma posible? Confesiones desesperadas, ella diciéndome que jamás dejaría a su prometido para estar conmigo, la angustia de no encontrarla y pensar que mis palabras habían quebrado lo poco que habíamos avanzado, la discusión con Gerard, el penoso descubrimiento de que el camino de mi chica no era la actuación y, por si fuera poco, mi progenitor insultando a la mujer que adoraba.
—Por si no te habías dado cuenta, padre, les prohibiste dejarme salir —exclamé, vehemente—. Y, si no te molesta, podríamos evitarnos cenas innecesarias que...
—Te darán el alta esta misma noche y los tratamientos que necesitas se efectuarán a domicilio. Todos tus problemas ya están arreglados, como siempre lo ha sido desde que naciste; así que deja de dar excusas estúpidas.
Hablar con él era como hablarle a la pared. No entendía de razones.
Conté mentalmente hasta cinco para organizar mis pensamientos —lo hubiera hecho hasta diez de no ser que Gerard se habría desesperado más de lo que ya estaba—; de paso, calmé las violentas ganas que tenía de gritarle.
Relájate, Alex. Repetí infinidad de veces en mi cabeza como si fuera un mantra.
—Padre, no puedo caminar —dije con calma.
Por primera vez, desde que escuché esa nueva realidad, por fin mi cerebro comprendió el peso de las palabras. Mi vida ya no sería la misma. No es que fuera a entregarme a la depresión por completo, pero ¿cuántas cosas que quise hacer me perdería de ahora en adelante, si incluso ir a una cena estaba por encima de mis capacidades?
Una risa, entre legítima y sarcástica, me distrajo de lo que estaba pensando.
—No seas dramático. La chica me aseguró que te recuperarás.
—No de un día a otro.
—No, no. Eso sería ilógico de pensar —soltó, haciendo un movimiento al aire como si no fuera la gran cosa—. Lo importante es que lo harás. Mientras tanto, puedes presentarte con muletas y diremos que tuviste otro accidente en esa estúpida motocicleta.
Había ciertas cosas que me recordaban que el señor frente a mí sí era mi verdadero padre, por ejemplo —dejando a un lado los ojos—, la obstinación que parecía ser un rasgo innato de todos los hombres Tremblay. Generalmente, cuando iniciábamos el juego de estira y afloja, terminábamos presionando de más porque ceder no estaba en nuestra naturaleza.
A veces me pregunto qué es lo que sucedería si Charly también hubiese heredado esa cualidad. Pocas veces le negábamos algo; cualquier cosa que nos pidiera, se la dábamos sin rechistar, pero cuando le dábamos un no por respuesta, lo aceptaba con la madurez que a nosotros nos faltaba. Con pesar, me di cuenta de que yo, sin lugar a dudas, era un Tremblay, mientras que Charlotte era más Magné.
—Puedes venir acompañado. Supongo que todavía sales con...
—¿Desde cuándo te interesa mi vida privada?
Carraspeó.
—No me interesa. Solo quiero asegurarme de que irás. Puedes llevar a la chica si eso te facilita la tarea.
Algo no andaba bien. ¿Por qué insistía tanto con ese tema?
—¿Qué planeas, padre? —pregunté, receloso. No es como si fuera a sucederle algo a Merybeth, puesto que ni siquiera estábamos en el mismo continente y tampoco tenía forma de contactarla, pero cualquier sospecha que la involucrara a ella, no la dejaría pasar desapercibida—. ¿Por qué persistes en que la lleve?
Levantando la cabeza con soberbia, contestó:
—Muchos socios alabaron tu buena disposición en la cena de Brighton. Recibí comentarios que, sin ofenderte, me parecieron más propios del comportamiento de Sebastian. Supuse que dejaste a un lado tu altanería e indiferencia por los negocios solo para impresionar a tu acompañante. —Más insultos disfrazados que no debatiría si no quería iniciar otra absurda pelea—. Francamente, me complacería ver esa actitud más seguido, en especial si competirás contra uno de los mayores orgullos de la familia.
Ahí estaba el meollo del asunto. El trasfondo de cada acción siempre podría resumirse en la vanidad y el renombre.
Contuve mis ganas de contradecirlo al escuchar el timbre agudo de su teléfono celular. Sin disculparse, salió de la habitación tan rápido que ni siquiera notó la figura delgada junto a la puerta.
—¿Tienes por costumbre espiar las conversaciones de tus pacientes, Dunne?
De nuevo hablaba con ese tono que tanto odiaba usar, especialmente con las mujeres. Estaba mal desquitarme con la primera persona que se me cruzara, lo sé.
Monique entró despacio, claramente apenada.
Sin voltear a verme, procedió con sus labores. Revisó los monitores, se aseguró de que los cables estuvieran bien conectados y, de uno de los bolsillos de su bata, sacó un artefacto que parecía un disco con puntas alrededor; al levantar la sábana que me cubría, pasó el disco por la planta de mi pie derecho.
—¿Sientes algo? —preguntó, absorta en sus propias ideas.
—Cosquillas. Pero como si las hicieras con una pluma.
Noté que las puntas del disco se enterraban en mi piel; no era estúpido y sabía que no percibía el tacto de forma normal, o si no, el plástico me estaría haciendo daño al ejercer la presión que parecía estar aplicando.
—Levántate. Veremos si puedes caminar.
Esta mujer era obtusa.
—A ver, Monique —dije con calma, como si fuera una niña que no entiende de razones—, ¿Recuerdas cuando entraste y me viste tirado? No estaba en el piso porque quisiera darle un abrazo, bonita.
—Eso sucedió porque eres demasiado desesperado. Aparte del congelamiento, llevabas días sin moverte, ¿creías que podrías levantarte así como así y correr todo un maratón?
Una suave risa musical salió de sus labios. Fue tan melódica que bajó un poco mi mal genio.
A duras penas, le hice caso. Aunque una parte de mí quería probar que ella no tenía razón, otra se estaba regodeando en la esperanza de que no era un caso perdido.
Monique estiró la palma de su mano hacia mí para ayudarme a ponerme en pie. Sus brazos eran tan delgados que dudaba mucho que me fueran a brindar un gran soporte. Sí, de seguro caería de nuevo.
—Bien. Quiero que primero apoyes todo tu peso sobre tu pierna izquierda. —Le hice caso. Al pasar mi brazo por detrás de sus hombros, me di cuenta de que esa chica no era tan endeble como aparentaba—. Ahora, con extremo cuidado da un paso pequeño con el pie derecho.
Al cambiar mi punto de apoyo, una molestia apareció en mi planta; parecía como si un calambre muscular se estuviera apoderando de mi pie. Sin embargo, podía tolerar la incomodidad.
—¿Quieres que dé el paso? —pregunté con la mandíbula rígida. Con la anticipación, no me había dado cuenta del esfuerzo que estaba haciendo.
—No, Alex. Iremos poco a poco. Solo quería enseñarte que te recuperarás.
Bufé.
—Ya lo habías dicho antes.
—Lo sé. Pero no me creíste, ¿cierto? Debía mostrártelo para que tu pesimismo no afectara el tratamiento. Ya sabes lo que dicen, todo está en la mente.
Sonreí sin ganas. Parecía que no había forma de ganarle.
Me ayudó a volver a la camilla mientras parloteaba sobre terapia y, como último recurso, cirugía para la extracción de tejido necrótico. Nada que quisiera afrontar por el momento.
No sabía qué versión me desagradaba menos de ella, si la recatada y algo gruñona que se centraba solo en su trabajo, o la alegre que veía todo con un positivismo antinatural. Había algo en ambas que no terminaba de convencerme por completo.
—¿Qué es eso? —preguntó para desviar la atención que le estaba prestando en aquel momento. No me había dado cuenta de que ya la había observado más de lo que la cortesía requiere.
Su índice daba pequeños golpecitos sobre la carpeta superior.
—Asuntos de negocios. Debo elegir uno de estos proyectos.
Asintió como si entendiera de lo que hablaba. Si Merybeth estuviera aquí, de seguro ya estaría curioseando y eligiendo la mejor opción.
—¿Y cuál escogerás?
Le tendí la carpeta más gruesa y soltó un silbido desafinado.
—Vaya, este es un proyecto bastante gordo —exclamó mientras leía la primera página. Su comentario era innecesario, puesto que el simple nombre de la empresa hablaba por sí solo—. Y lo mejor es que será aquí, en Canadá. Tu tratamiento no se verá interrumpido por tus negocios.
Miré al cielo.
—¿De qué es la otra carpeta? —preguntó sin darse cuenta de que su impertinencia me fastidiaba—. ¿Puedo verla?
Asentí, dándole carta blanca para que viera cuanto quisiera. Tenía la teoría de que en algún momento quedaría satisfecha y me dejaría en paz.
—En definitiva, yo hubiera elegido esta —dijo con una perturbadora alegría, como si fuera devota de lo que sea que vendiera u ofreciera esa corporación—. Claro, eso es por preferencias personales, así que... no sé, no tengo la misma visión que tú dentro del mundo de los negocios. Supongo que el renombre pesa más que la preferencia.
Sonreí con indulgencia al obtener la respuesta a la incógnita de hace rato. En verdad que prefería su lado sobrio y profesional.
Dunne dejó ambas carpetas en perfecto orden antes de revisar su localizador que acababa de sonar. Tras una breve disculpa, salió corriendo para atender una emergencia. ¿Su vida transcurriría siempre entre maratones dentro de los pasillos de los hospitales?
Qué deprimente, pensé. Bueno, Alex, ¿qué esperabas de una chica que es fan devota de algo llamado KennArt's?
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