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Capítulo 04



ALEXANDRE


Regresé a Norteamérica con Robert, Lucas y Sigrid el último día de noviembre. Mi plan había sido quedarme unos pocos días más para darle tiempo a la pelirroja de organizar todo antes de irnos a Canadá, pero después de despertar solo aquella mañana, supe que ya no tenía nada más qué hacer en Londres.

¿Han tenido esa extraña sensación de querer regresar a cierto lugar, no porque tengan algo qué hacer, sino porque no se sienten a gusto en cualquier lado, excepto ahí? Bueno, eso fue lo que sucedió. Mi humor, que hasta ese momento se habría considerado huraño, empeoró. Ni yo mismo me toleraba.

Algo me instaba a cruzar el océano Atlántico. Aunque sabía que luchaba por una causa perdida, todavía tenía el pretexto del teléfono que encontré en la habitación de hotel. No soy un tipo que se haga del rogar, así que, días después de mi arribo a América, compré un boleto para el primer vuelo que me regresara a Inglaterra.

Sabía que era una locura. Ahí, sentado entre gente ruidosa de la clase turista —porque cuando dije que tomé el primer vuelo que encontré, no era mentira—, no pude hacer otra cosa más que sonreír con decepción. ¿Quién lo hubiera dicho? Yo, Alexandre Tremblay, actuando con insensatez solo por la simple promesa de volver a ver a una chica que no me había dado más que disgustos y promesas rotas.

Sí, definitivamente ya no era el mismo de antaño.

Apenas salí del aeropuerto, supe que la búsqueda que había emprendido para encontrarla no era más que un fracaso tras otro. De nuevo me había equivocado. Esa corazonada de no estar en el sitio correcto se hizo más notoria que antes.

Tomé un taxi que me llevó hasta el condominio de TJ y recogí mi motocicleta sin siquiera avisarle. Por una parte, él estaba trabajando; y por otra, bueno, conocía a mi amigo lo suficiente como para saber que seguía en contacto con mi novia (que aún no era mi novia, pero lo sería en un futuro) y no quería que por error —o genuina deliberación—, se le escapara que había vuelto a Europa.

Si bien no sabía cómo encontrarla, aún recordaba el camino hacia la casa de su madre; lo más probable era que estuviera allí. Tal vez no quisiera hablar conmigo, pero ¡¿qué diablos?!, no le daría opción. Así tuviera que fingir ser ese cretino e irrumpir en propiedad privada, ella me iba a dar una explicación de su repentina ausencia.

Con la única certeza de que iba a hallarla, así fuera una eternidad después, arranqué y avancé sobre la M1 a toda velocidad.

No entendía las razones que me llevaban a tomar ciertas decisiones. ¿Por qué no había tomado la M6 que me llevaría directo a Glasgow? ¿Por qué tenía la sensación de que Edimburgo era una mejor opción a pesar de que estaba a más de cien kilómetros del destino al que quería llegar?

Siete horas después, me encontraba sobre la M90; justo el mismo camino que recorrí con ella cuando la encontré pidiendo ayuda en la carretera.

Aunque mi corazón me dictaba seguir avanzando, decidí que era mejor descansar un poco. Además, la noche ya había caído y manejar en motocicleta por carreteras desconocidas, no era la idea más prudente.

Entonces, di la vuelta para regresar al puerto Saint Davids. Pude haber buscado un hotel o pensión en Kelty, pero quería regresar a Dunfermline para evocar el recuerdo de cuando ella estuvo ahí.

No solía visitar con frecuencia los departamentos que mi padre tenía en renta. De hecho, me extrañaba que tuviera propiedades en zonas tan poco reconocidas como lo era la bahía Dalgety, pero era una fortuna tener un lugar en el que pudiera ocultar ciertas cosas bajo sus propias narices.

Me acosté, completamente agotado. A pesar del cansancio, no podía conciliar el sueño. Me era imposible tener la mente en otra cosa que no fuera esa ocasión en la que estuvo en este mismo departamento, en esta misma cama.

El día anterior a aquella noche, hacía unos meses, había ido a buscar ciertos papeles que podrían haber convencido a mi padre de delegarme su puesto sin tener que recurrir a la ridiculez del baile. Como era tarde, pasé la noche ahí; por la mañana fui a dar un paseo por la bahía y, horas después, conduje sin motivo alguno por la M9 hasta que cayó la tormenta y vi una alma desamparada a un costado del camino, empapada hasta el tuétano.

Sonreí al recordar aquel encuentro.

El sueño me venció al despuntar el alba. Desperté tan tarde que el sol ya se iba poniendo en el horizonte, coloreando la nieve acumulada durante el día.

¡Mierda! Se me había ido todo el día.

Me di una ducha rápida antes de volver a la carretera. Pronto llegué a un pueblo con casitas rústicas, di vuelta en un camino secundario que me llevó hasta una granja solitaria en medio de la nada. Y entonces lo supe, estaba cerca de ella.

Quisiera poder explicar la reacción que tuvo mi cuerpo cuando la vi en el umbral de la puerta.

Se veía adorable con ese viejo pantalón de chándal y aquel suéter tan parecido al que me había prestado la noche que subimos a la azotea del hotel, y que aún no le había devuelto.

¿Por qué la deseaba tanto si tenía un aspecto terrible? ¿Esa sería su pijama? ¿Qué diablos era el polvo blanco que tenía en el cabello?

Pensé que las cosas serían fáciles. Ya ni siquiera quería pedirle explicación alguna; simplemente me limitaría a recordarle mis sentimientos y la convencería de irnos juntos.

No obstante, con ella todo es complicado. Sin que pudiera evitarlo, le hice la pregunta de la cual me aterraba conocer la respuesta.

Peleamos. Colmó mi poca paciencia —o tal vez era que me desesperé al ver que iba perdiendo la batalla—, y estuve a punto de mandar todo al diablo hasta que me atreví a besarla. Ella era mi montaña rusa personal.

Luego, Graham llegó.

Fuimos a la biblioteca de la propiedad y esperé ver furia en su expresión. Digo, si yo encontrara a mi chica con alguien más, estaría que echo humo por los oídos. Pero él, en todo momento, permaneció tranquilo.

—Tremblay, seguimos coincidiendo.

Se recargó en el borde del escritorio de roble. Cruzó los brazos con gesto autoritario.

—Así parece, Graham.

—¿Beth te habló de mí?

Me senté en un sillón individual y me llevé las manos a la nuca.

—No mucho. Me confundió contigo.

Asintió, mirando hacia la chimenea apagada.

—Graham Sinclair —se presentó formalmente, pero sin tender su mano.

—¿Te importa si de cariño te digo doppelgänger? —pregunté, inocente.

La cara que puso fue épica. Sonrió con malevolencia, levantó una ceja y fugazmente miró hacia la puerta como si temiera que la pelirroja entrara.

—No deberías estar aquí —amenazó—. Veo que estás muy bien informado sobre... esta peculiaridad. Sabes lo que sucederá, ¿no es así?

—¿Piensas matarme? —desafié.

—No, claro que no. A mi prometida no le gustaría eso.

Mi sonrisa se desvaneció al escuchar la palabra prometida y de inmediato los músculos de mi cara se tensaron. Tenía que pensar en algo mordaz para responder, aunque mi cerebro se encontrara embotado por el coraje.

—¿Y tu prometida acepta que tengas instintos asesinos?

Rodeó el escritorio con calma. Se sentó en la silla de respaldo alto, entrelazó los dedos y elevó la comisura de sus labios en una sonrisa que denotaba añoranza.

—Ella me acepta como soy, Tremblay —dijo con calma—. ¡¿Qué?! ¿Tenías la impresión de que Beth no sabía quién soy en realidad? Nos contamos todo. Así como yo le dije mi verdadera naturaleza, ella me contó su... affair. Muy inteligente de tu parte, por cierto. Mostrarle la opulencia de tu mundo, darle una cucharada de sofisticación y romance barato... Pero déjame decirte algo, Alexandre, ella me eligió. Llevamos mucho tiempo juntos y eso es algo que no podrás romper. Así que te pido que te alejes de ella si no quieres que las cosas terminen mal.

—¿Es una amenaza?

—Como dije, no quisiera hacerte daño. Sin embargo, mientras más tiempo pases cerca de nosotros, más fuerte será mi necesidad de... deshacerme de ti. ¿Entiendes la ecuación? Sé que te será difícil al principio por su condición de ancla, pero...

—¿Ancla? —interrumpí—. ¿Qué se supone que significa eso?

Sinclair rio con desdén.

—Pensé que ya conocías todo al respecto. Bien, en resumidas cuentas, ¿Por qué crees que coincides tantas veces con Merybeth sin importar el lugar, hora o situación? —no me esperaba su pregunta y ni siquiera tuve tiempo para pensar en una respuesta porque él siguió con su soliloquio—. Hay una fuerte conexión entre ustedes. Sin entrar en detalles que sacarían mis instintos asesinos, lo que sienten el uno por el otro fue lo que muchos llamarían amor a primera vista. Sí, Alexandre, mi Beth se enamoró de ti aquella noche en Roma, así como tú lo hiciste de ella. Forjaron un lazo que confundiste con obsesión y que ella no descubrió hasta hace poco porque todo este tiempo pensó que lo tenía conmigo.

Me dio unos segundos para asimilar sus palabras antes de continuar:

—Comparten un vínculo que, si ustedes estuvieran en China, en dos puntos distintos y al azar, hallarían la forma de reunirse en menos de una hora. Sin embargo, ella y yo también tenemos algo que nos une y sería capaz de encontrarla en cualquier parte del mundo. ¿Entiendes qué es lo que tenemos en común, aparte del físico? Ambos la buscamos inconscientemente.

—¿Sabes qué, doppy? —dije, harto de escuchar estupideces—. Ve al grano.

Asintió con la cabeza y sonrió con satisfacción.

—Como quieras. Mi naturaleza me inclina a matarte, pero no lo hago por respeto a Beth. Justo ahora puedo controlar mis instintos porque no hemos pasado demasiado tiempo juntos; no obstante, si sigues viniendo y acercándote a ella, despertarás esa necesidad que tengo de ver como la vida se te va de los ojos. Y no solo eso, si el demonio en mí sale por completo, no serás el único que resulte lastimado. Podría llegar a herir a Beth y eso es algo que ninguno de los dos queremos, ¿verdad?

Dejé de respirar cuando amenazó con hacerle daño a mi chica.

Cerré los puños con rabia. Una cosa era decir que me haría algo a mí y otra cosa era meterse con ella.

—Créeme, Tremblay. Si te mantienes lejos de mi mujer, todos saldremos beneficiados. No harás florecer mi necesidad de matar; por lo tanto, tú seguirás con tu vida como hasta ahora y ella estará bien.

—¿Cómo sé que no le pasará nada? —murmuré, rechinando los dientes.

Lo pensó unos segundos antes de mirarme fijamente.

—Soy un hombre de palabra. Si te alejas, yo la seguiré cuidando y amando como hasta ahora. Estará segura en este lugar y le daré la vida que siempre soñó. Sin embargo, si vuelvo a verte cerca de este pueblo, te haré responsable de lo que llegue a suceder.


***


Desperté sobresaltado. Una y otra vez soñaba con esa noche, temiendo que llegara a cumplir sus amenazas solo por el simple placer de desgraciarme la vida con aquello que más me importaba. Hasta el momento, solo la había lastimado una vez y fue porque fui demasiado estúpido como para ir a buscarla.

Cerré mis puños de coraje y una punzada aguda apareció en el dorso de mi mano. ¡Genial! Ese dolor tan conocido por mí, me indicaba que estaba en un maldito hospital. ¿Por qué siempre terminaba con agujas perforándome la piel?

Al menos no estaba muerto.

La única luz que se veía provenía de una delgada franja bajo la puerta. Al tratar de levantarme, el costado comenzó a arderme como el infierno. Gruñí por lo bajo y dejé de luchar.

Esto me recordaba a aquel día del accidente. Por fortuna, mis reflejos me hicieron girar el volante y derrapar de manera que los mayores daños recayeran en la parte trasera del Mazda rentado. Sí, recibí un par de golpes, pero nada que me hiciera perder la conciencia y es por eso que, cuando llegaron las ambulancias, me dejaron acompañar a mi hermano gemelo y a su novia en el mismo vehículo. Sin embargo, apenas llegamos al hospital, mi cuerpo resintió los daños cuando el efecto de la adrenalina corriendo por mi sistema menguó; me desmayé en la sala de espera y desperté horas más tarde con la noticia de una leve contusión.

Gruñí. ¿En qué sitio me encontraría? ¿Y cómo es que había llegado a un hospital? ¿La pelirroja me había encontrado?

Si bien traté de buscar respuestas coherentes al sinfín de preguntas en mi cabeza, el pitido del monitor cardíaco me alteró los nervios, así que arranqué los electrodos pegados a mi torso; de igual forma, me quité la mascarilla de oxígeno que no hacía más que estorbarme.

Supe que no había sido una decisión correcta cuando el aparato, al no transmitir la frecuencia de mis latidos, me dio por muerto. Un bip largo, agudo y constante, retumbó en la oscuridad, como si el sonido proviniera de cada rincón de esa habitación.

¡Bien, Tremblay! Qué listo eres.

Una chica en uniforme quirúrgico entró corriendo mientras gritaba código azul a los cuatro vientos. ¿Acaso no se podía tener paz? Apretó varios botones sin percatarse de que yo seguía vivo.

—Creo que buscas esto —dije, dándole los cables que arranqué.

Un carro de resucitación apareció por la puerta, empujado por un par de enfermeras. La doctora, irritada al ver mi sonrisa de suficiencia, las despidió con poca gentileza.

—Señor Tremblay —dijo cuando nos quedamos solos. Fue a encender el interruptor en la pared y regresó con cautela, queriendo imponer. Parecía un conejo tratando intimidar a un lobo—. Le agradecería que respetara los cuidados que se le brindan en el hospital.

Destapó mi pecho y volvió a pegar los electrodos sobre mi piel. Justo por encima de las costillas, tenía una gasa con manchas marrones de sangre. Al ver la dirección de mi mirada, la doctora sacó unos guantes del bolsillo de su bata para poder revisar mi herida.

A pesar de ser bastante joven, se desenvolvía con precisión en la tarea que realizaba. Sus manos eran seguras, profesionales.

Al tenerla tan cerca, me di cuenta de su aspecto. Era una chica bonita, con piel trigueña que se veía tersa y bien cuidada. El cabello negro lo traía tan corto que, de no ser por sus facciones femeninas, hubiera sido fácil pensar que era hombre. Sus fehacientes ojos marrones observaban minuciosos, como si no quisiera pasar por alto ningún detalle. Usaba el uniforme característico de los que hacían la residencia.

Si no estuviera tan embelesado con McNeil, quizá hubiera coqueteado con esta chica. Contra todo pronóstico, sí había madurado por una mujer.

Reí con desanimo.

—¿Le causo gracia, señor Tremblay? —preguntó con tono serio.

—No. No tanto. —Hice una mueca al escuchar la intermitencia de la máquina y cerré los ojos un momento para acoplarme al sonido—. ¿Cuál es mi historia?

—Lo transfirieron de Escocia hace un par de días. Se está recuperando de una herida de bala que perforó algunos de sus órganos, pero por el momento se encuentra estable. Su padre ha dejado muy en claro que no lo dejemos ir hasta que convalezca del todo y que, si se resiste, tenemos total libertad de sedarlo hasta cuando consideremos necesario.

Bufé. Entonces estaba de vuelta en Canadá.

—¿Hay algún doctor con el que pueda hablar? —solté, molesto.

La residente, sobresaltada, entrecerró los ojos para contener su ira. Ese gesto me recordó a Merybeth y mi pecho dolió.

—Justo en este momento está hablando con una.

—Sí, lo que digas. Me refería a un doctor, ya sabes... con experiencia.

La chica salió azotando la puerta. Ese gesto me molestó bastante y decidí pedir que la quitaran de mi caso; no le toleraba ese tipo de berrinches a nadie. Bueno, haciendo la evidente excepción de una irritable escocesa y, por supuesto, mi hermana pequeña.

Después de varios minutos, la puerta volvió a abrirse para darle paso un doctor algo entrado en años. Revisó mi historial clínico antes de carraspear y presentarse:

—Frederick Rhodes, cirujano general. ¿Cómo se encuentra, señor Tremblay?

—¿Cómo es que estoy aquí? —pregunté, saltándome los preliminares.

—Tomaré eso de manera positiva —contestó alegre—. Y, respondiendo a su pregunta, fue transferido del centro médico Stanley en Perth. Según el informe, unos vecinos lo encontraron inconsciente cerca de la carretera, lo trasladaron a la clínica más cercana donde detuvieron la hemorragia y elevaron su temperatura. Gracias al pasaporte en su chaqueta es que pudieron identificarlo y comunicarse con algún familiar. Si no me equivoco, fue su padre el que insistió en hacer el traslado lo antes posible. Debo decir que fue una acción prudente; algunos de sus órganos estaban comprometidos y no hubiera sido posible intervenirlo en la clínica de Perth. También sería conveniente decirle que, de no ser por la doctora Dunne, quizá ahorita no estaría en tan buen estado.

Lo que me faltaba. De seguro Rhodes ya veía mis intenciones de excluir a la bonita de mi caso.

—¿Y ella por qué? —cuestioné con indiferencia.

—Porque yo fui la que te mantuvo con vida durante todo el trayecto —terció la susodicha, entrando a la habitación—. Doctor Rhodes, ¿puedo hablar con usted?

Ambos salieron en silencio. En mi interior agradecí la irrupción porque ahora tenía bastantes cosas en las cuales pensar. Tenía que idear una forma para salir de aquí y tomar un avión que me regresara a Escocia. Pero antes de eso, y si conocía bien a mi padre, debería buscar mi pasaporte y cualquier documento que él pudiera haber escondido para evitar mi fuga.

Enterré los dedos en mi cabello por la frustración. Esto iba a ser muchísimo más difícil de lo que pensaba.

Del otro lado de la puerta se escuchó el movimiento de las personas. Mi humor estaba empeorando, así que me acomodé de manera informal y cerré los ojos para fingir estar dormido. No tenía las ganas de conversar con el impertérrito Rhodes, o con la malhumorada Dunne.

Como lo presentía, la puerta volvió a abrirse. Luego, unos pasos ligeros se acercaron hasta la cama.

—Sé que estás fingiendo, Alex —murmuró Charly.

Al abrir los párpados, pude ver la delgada silueta de mi hermanita. Todavía traía puesto el uniforme escolar y sus brazos estaban en jarras, clara señal de que la había hecho enfadar. ¿Acaso no podía hacer feliz a ninguna mujer en mi vida?

—Charlotte...

—¡Casi mueres! —interrumpió, indignada—. ¿Qué estabas haciendo en medio de la nada? ¿Por qué alguien te disparó? ¿En qué clase de problemas te estás metiendo?

Fruncí los labios para evitar soltar la risa que estaba naciendo en mi pecho.

—Tú lo dijiste, Charly, casi. Aquí estoy, no es para tanto.

—¿Quién te disparó? —inquirió, sin dar su brazo a torcer.

Responder mi gemelo malvado, no era una opción. En primer lugar, porque lo más probable era que llamara al psiquiátrico; y en segundo lugar, porque no era necesario involucrarla en situaciones que podrían perjudicarla.

—No lo sé. Estaba dando un paseo por el bosque y... supongo que me interpuse en el camino de algún cazador...

—Alex, esa es una película. La vimos juntos antes de que te fueras a Londres.

¡Mierda! ¡No se le escapa nada!

—Yo también quisiera saber cómo es que terminó en tan mal estado —dijo la doctora Dunne en el marco de la puerta, ¿Siempre se incluía en conversaciones ajenas? ¡Qué molesta!—. La bala encontrada en su interior no es usada comúnmente en actividades de cacería.

Genial. Ahora eran dos entrometidas. ¿Quién faltaba?

—¿Qué les puedo decir, damas? Un tipo trató de asaltarme. Fui lo suficientemente estúpido como para no querer soltar un par de cosas con valor sentimental.

—Eso es de una serie de televisión —exclamó mi hermana, rodando los ojos—. También la vimos.

—Suponiendo que la historia es cierta —contraatacó Dunne—, es curioso que el asaltante se fuera y dejara el Rolex y la cartera atiborrada de dólares y libras.

La doctora levantó su mano izquierda para mostrar la bolsa transparente en la que venían mis pertenencias.

—Excelente trabajo, Sherlock, ve a buscar trabajo en el FBI. Pero antes, dame mis cosas.

—Señor Tremblay, creo que no ha entendido la gravedad de la situación, ¿cierto? Fue atacado. Pocos minutos más y usted no estaría haciendo sus estúpidas bromas. Esto lo preguntaré solo una vez, así que quiero que responda con total honestidad, ¿qué fue lo que sucedió?

¿En serio era tan difícil que me dejaran en paz? Bien, solo había una forma para librarse rápido de este embrollo: ser sincero o, al menos, no mentir tanto.

—Fue un... ajuste de cuentas. Tenía problemas con un tipo, discutimos y las cosas se exacerbaron un poco. No fue la gran cosa.

—Tenemos que levantar un acta y...

—¿Tenemos? —interrumpí, escéptico—. No, niña. Tú labor termina cuando me recupere. Lo que haga respecto a lo sucedido, es cosa mía.

Abrió tanto los ojos que creí que se le saldrían de las cuencas. Por fortuna, Charly me conocía lo suficiente como para saber en qué momento dejar de presionar; por lo que ahora solo se limitaba a mirarnos como si observara un partido de ping pong.

—¿Insinúa que no levantará cargos?

—¿Sabes qué? Olvida lo del FBI. No, no insinúo nada. Lo afirmo.

Me sentía terrible al usar ese tono, a leguas se veía que esa chica era muy inteligente. No obstante, no tenía ningún derecho de decirme qué debía hacer.

Dunne apretó los puños, conteniendo la rabia que hacía temblar imperceptiblemente su cuerpo. Asintió solemne y respiró profundo antes de asentir con seriedad.

—Señorita Tremblay, ¿podría salir un momento? Necesito hablar con su hermano.

—Lo que quieras decirme, ella lo puede escuchar.

—Lamento mi pasada intromisión, señor Tremblay. Usted tenía razón y fue mi error involucrarme en asuntos que no me competen. Le aseguro que no volverá a pasar. Del mismo modo, creo que lo mejor será llevar una relación respetuosa debido a que pasaremos juntos bastante tiempo a partir de ahora. El protocolo exige que primero debo hablar con usted, a solas, sobre su situación médica. Después, si quiere compartir esa información con su hermana o alguien más, será cuestión suya.

Quizá no tuviera la perspicacia necesaria para la criminalística, pero si la aptitud suficiente para la actuación. Fue algo increíble ver el cambio que sufrió en esos breves segundos en los que se transformó de una alterada justiciera, a una sosegada profesional de la salud. 

—Ve, Charlotte. La doctora te avisará cuando puedas volver.

Mi hermana salió en silencio. Dunne se acercó a revisar los monitores y carraspeó, revisando por segunda vez la historia clínica.

—Cuando lo admitieron en Stanley, su situación no era la más propicia. No solo llegó con la herida de bala, sino con indicios de hipotermia. Debido al tiempo que pasó bajo la nieve, con solo una ligera capa de ropa, sus extremidades empezaron a congelarse. Si bien los médicos de Perth lo trataron lo mejor que pudieron, la clínica no cuenta con las condiciones adecuadas para un paciente con sus mismas afecciones. Trasladarlo bajo la tormenta de nieve al hospital más cercano solo hubiera puesto en riesgo su vida, así que hicieron una llamada para que alguien capacitado fuera hasta ese lugar.

"Por fortuna, el jefe de Traumatología del Western General Hospital y yo, nos encontrábamos esa noche en el Perth Royal Infirmary, a solo unos cuantos kilómetros. Llegamos en cuanto pudimos y continuamos con el tratamiento que se le estaba brindando.

"Para cuando la tormenta cesó, ya teníamos órdenes estrictas de hacer el traslado lo antes posible. Extrajimos la bala en Edimburgo, pero el resto se haría aquí, en Canadá.

"Su padre envió un avión privado para regresarlo a casa. Sus órganos ya no estaban comprometidos y la mayoría de sus extremidades habían recuperado funcionalidad, así que aprobamos el viaje. Tuve que acompañarlo para no discontinuar la atención que todavía necesitaba su pierna derecha; es por eso que aún continúo aquí.

—Espera —pedí, levantando las manos como si fuera a detener el tráfico—. Ve más despacio o, mejor aún, resume la información.

—Señor Tremblay, si usted sigue en un hospital es porque su pierna derecha tuvo un grado más avanzado de congelación que sus demás extremidades. Estamos cien por ciento seguros que se recuperará del todo, pero tendrá que ser paciente para que pueda ver los resultados.

Sentí que la sangre abandonaba mi cabeza.

—¿Qué clase de resultados?

—Caminar, señor Tremblay.


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