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Capítulo 02



ALEXANDRE


Desde que me empecé a fijar en las chicas, tuve infinidad de novias; no al mismo tiempo, claro está. Eso siempre me pareció una canallada.

Cada una de ellas me atrajo por distintas razones. Por ejemplo, Wendy tenía un cabello sedoso y largo; Irina tenía unos ojos enormes que parecían de muñeca, la piel de Cassie era oscura y tersa, los senos de Holly eran un encanto visual, e incluso Sigrid —sí, claro, soy hombre y no estoy ni ciego ni bruto—, bueno, a pesar de ser la encarnación de la palabra belleza, lo que me encantaba de ella era su inteligencia. Aunque no sé si contar a esta última, puesto que nunca salimos realmente.

Después, llegó Merybeth a complicarme la existencia. No voy a negar que esa chica me volvía loco de felicidad y que, si me dieran la opción de nuevo, la elegiría mil veces más. Pero para disfrutar de las llamas del infierno, primero hay que aprender a amar a todos sus demonios.

De la pelirroja me gustó solo una cosa: ella.

Sí, me gustaban sus ojos, cabello, el color de su piel, las pecas sobre su nariz, esos pechos pequeños y cada parte de su anatomía; pero solo porque venían en paquete completo. Cualquiera de esas características no me hubiera atraído por separado en distintas mujeres.

Luego, comenzó a hablar y a mostrar ese carácter que se cargaba; no obstante, eso le agregó belleza a su persona a pesar de que no solía tolerar esa actitud en nadie que no fuera yo mismo o Charly, mi adorada hermana.

No lo entendía. ¿Cómo una chica con un humor tan cambiante podía atraerme tanto?

Aquella primera mañana, en el hotel de Londres, se veía tan encantadora que quise cruzar la distancia que nos separaba y besarla hasta que se le olvidara su propio nombre, el cual aún no tenía el placer de conocer. Y no solo la besaría, le quitaría la poca ropa que traía puesta y le haría el amor con toda la pasión que tenía acumulada desde esa noche en Roma.

El hecho de que se enfurruñara no hizo más que incrementar mi deseo por poseerla, pero era obvio que ella no estaba en el mismo tren de pensamiento y decidí salir de esa habitación antes de que mis ideas se fueran más lejos o que mi miembro despertara del todo. Salí de la cama, recogí mis jeans del suelo, me los puse y vi que la pelirroja me miraba embobada. Para ser sincero, me fascinaba que las mujeres me miraran con deseo, pero su escrutinio me puso nervioso y dije la primera estupidez que se me ocurrió. Eso la hizo enojar más.

Me encantó que se hiciera la difícil. Cuando me dio esos benditos días para estar juntos, me devané los sesos pensando en algo lindo que le gustara.

Pocas veces me esforcé en las citas. No es que quiera presumir, pero sabía utilizar muy bien mis dotes físicos, así que rara vez tuve que recurrir a mi intelecto y, mucho menos, a las formas tradicionales de coqueteo: las citas.

Investigué un poco en internet para planear los días perfectos. Lo que no esperaba es que aquello me gustara. Pensé que serían paseos comunes y corrientes, pero me sorprendió darme cuenta de que eran algo más, no solo por lo poco convencional, sino porque la chica que iba a mi lado era la correcta. ¡Diablos! Incluso haber ido a la tienda de autoservicio me habría parecido especial si lo hacía con ella.

La verdad es que me hubiera encantado cocinar esa noche para ella. Cuando Simone vivía, decía que no hay mejor manera de demostrar el amor que cocinando para tus seres queridos. Pero bueno, no podía partirme en dos para hacer todo lo que quería.

Acerqué una fresa a sus labios rosados y la mordió de una manera tan sensual que por poco aviento el tazón de cristal para acortar los pocos centímetros que nos separaban. Merybeth pareció estar en sincronía conmigo porque quitó las fresas y acarició mi abdomen; me incliné sobre ella, admirando lo hermosa que se veía, y dejé que mi corazón hablara de nuevo. Le pedí que se fuera conmigo a Canadá.

Jamás creí que llegaría alguien que me hiciera querer dejarme al descubierto. No solo quería llevarla al lugar donde nací para enseñarle hasta los más insulsos aspectos de mi vida, sino quería... más.

Sabía que había llegado el momento que tanto había esperado y quise disfrutarlo por completo. No pretendía apresurar las cosas; quería ir lento para que no creyera que esto era un acostón de una sola noche o que sintiera que solo era una chica más en mi lista.

Si bien mis manos la tocaron con suavidad, ella lo hacía realmente difícil con la voracidad de sus besos y la desesperación en sus manos. Me quitó la camisa y sus delicados dedos recorrieron mi torso, enviando ramalazos de placer a mi entrepierna; en especial cuando sentí sus labios en mi cuello.

No supe en qué momento ya la tenía sobre mí. Por lo que pude deducir de esa noche, y la vez anterior en la tienda de campaña, a Merybeth le gustaba ser la dominante en la cama. Bien, debo admitir que eso me prendía bastante.

Cuando se quitó el vestido, no pude retirar mi vista de su cuerpo apenas cubierto con un sexy y diminuto conjunto de encaje negro. Se sentó sobre mí y pude sentir la calidez que emanaba de su cuerpo, justo encima de mi miembro que ya estaba deseoso por salir.

Pero antes de eso, tenía que decirle lo que sentía; tenía que ponerle las cartas sobre la mesa antes de dar este paso.

¡Dios bendito! Sonaba tan cursi.

En el instante en que le confesé mi afecto de la manera más pura —y no impulsado por la frustración del momento, como fue que sucedió en el baile—, me sentí expuesto. Sentí que literalmente le estaba entregando mi corazón en una bandeja de plata y que ella podría ser capaz de destruirme si así lo quisiera; pero, de igual forma, me sentí liberado.

La recargué sobre la tumbona, inclinándome con suavidad hasta que mis labios encontraron los suyos.

Me encantaba besarla, podría hacerlo toda mi vida hasta morir.

Quisiera decir que le di una noche digna de película romántica. Ya saben, un encuentro íntimo bajo el cielo estrellado y rodeados de velas e inciensos sutiles que elevaran nuestros sentidos a la milésima potencia para disfrutar cada segundo mientras hacíamos el amor a un ritmo acompasado.

No obstante, la realidad fue completamente distinta.

No es que no haya sido especial si de romance hablamos, porque lo fue; digo, creo que ese fue el momento en el que me enamoré por completo de ella, en cuerpo y alma. Además de eso, fue pasional; no recuerdo haber tenido algún encuentro con una chica que siquiera se acercara un poco al torbellino de sensaciones que experimenté aquella noche.

Por un lado, estaba empeñado en tratarla como una princesa, en transmitirle lo que mi corazón cantaba; pero por el otro, mi cuerpo también tenía sus propias necesidades y no podía controlar el huracán interno que me poseía y me impulsaba a hacerla disfrutar, cada vez con más ímpetu, justo como lo pedía entre suaves gemidos.

Después de una prolongada sesión de juego previo, sus dedos pusieron el preservativo sobre mi miembro que aún tenía presente la dulce sensación de sus besos y lamidas. La penetré despacio, sin dejar de mirar sus ojos azules; Merybeth suspiró y sonrió con satisfacción.

Después de seis años esperando por ella, por fin era mía.

***

El frío me hizo abrir los ojos. Todavía seguía oscuro y había una densa capa de nieve que me oprimía los pulmones, haciéndome más difícil la simple tarea de respirar. Al toser, un chorro de sangre salió expulsado, dejando una mancha negra en aquella pradera a la que la luna le daba un aspecto mortecino.

Oh, no. Esto está muy mal.

Aunque traté de seguir con el hilo que había perdido de aquel maravilloso recuerdo, no pude hacerlo. Tanto el sabor metálico en mi boca, como la evidencia sobre la nieve de la vida que se me escapaba, eran distractores muy potentes.

Cerré mis párpados para concentrarme en volver de nuevo a esa noche. Sabía que estaba mal, cerrar los ojos en un estado tan lamentable, nunca es bueno.

Al menos la herida en mi costado ya no dolía tanto, no sé si porque ya estaba perdiendo la sensibilidad o porque estaba bocabajo y el hielo calmaba el dolor.

Traté, en vano, de apoyarme sobre mis palmas. No soporté mucho antes de volver a desplomarme.

—¡Alex! —Alguien gritó con desesperación en la lejanía. Era mi chica.

Dejé salir una carcajada agónica que me remitió el dolor de la herida de bala.

¡¿Qué diablos?! Primero, los recuerdos más felices de mi vida; después, la insensibilidad, las ganas de dormir y, ahora, las alucinaciones. En definitiva iba a morir.

La muerte nunca me preocupó. Digo, era algo que tarde o temprano llegaría y lo había aceptado con toda la calma del mundo. Es más, yo apostaba a que moriría joven. Quizá a los veintisiete, así sería parte del aclamado club de famosos que fallecieron a esa edad; aunque, siendo franco, nunca fui una celebridad excepto por esos breves minutos de fama que me dieron los periódicos cuando el hijo del gran Gerard Tremblay se metía en problemas.

Tal vez dejaría de luchar si supiera que todo iba a estar bien. Pero aún necesitaba pararme e ir por la pelirroja para decirle la verdad que siempre supuse que ya sabía.

Cuando conocí a Sinclair en Londres —un día que mi padre me llevó en su viaje de negocios—, y nos vimos frente a frente, me sorprendí del extraordinario parecido. Claro que lo atribuí, en primer lugar, a que mi padre tenía una aventura. Pero no, en ese momento solo quería encontrar un defecto en Gerard porque estaba enojado de que no me dejara pasar mi tiempo libre como yo quería. La verdad es que mi padre siempre amó a Simone con todo su corazón —si es que tenía uno—, y jamás hubiera sido capaz de tener una aventura con otra mujer.

Después de eso, regresamos a Canadá.

Supongo que ese encuentro desató los fenómenos paranormales que se desarrollaron a partir de aquel día. Empecé a tener ese sueño del espejo; después, creía ver sombras en donde no las había y llegué a temer a la oscuridad durante un par de años hasta que consideré que todo era producto de mi imaginación.

Para cuando cumplí quince años ya había leído todos los libros de mi padre —incluso los académicos que había comprado para sus años de universidad—, y decidí ir a la biblioteca por las tardes para encontrar más variedad de lectura.

A los dieciséis, hallé Siebenkäs, escrito por el alemán Jean Paul, y fue entonces que comencé a obtener algunas respuestas. En dicha novela encontré, por primera vez, la palabra doppelgänger. No le tomé mucha importancia hasta que al dormir, esa misma noche, tuve un sueño extraño en el que mi reflejo me miraba con altanería y mencionaba esa palabra.

Comencé a investigar más respecto al tema. Sabía que era una locura perseguir leyendas viejas, pero algo me instó a hacerlo. Más allá de la literatura —que citaba a Poe, Dostoievski, Hoffman, Robert Louis Stevenson, Cortázar, Saramago, Hans Christian Andersen, e incluso el mismísimo Shakespeare—, me enfoqué en buscar casos documentados.

El propio Abraham Lincoln dijo haber visto su reflejo duplicado una noche antes de dormir, solo que el otro reflejo era más pálido. Intuyó que sería elegido para un segundo mandato, pero que no viviría mucho tiempo más.

Catalina La Grande —emperatriz rusa—, descansaba un día en sus aposentos cuando sus guardias le dijeron haberla visto entrar en la sala del trono. Fue hacia esa habitación, se vio a sí misma y, pensando que era una impostora, ordenó a los guardias que le dispararan. Su doppelgänger desapareció ante la vista de todos los presentes y, días después, Catalina murió.

El escritor Guy de Maupassant afirmó que un día su doble entró a la habitación y comenzó a dictarle un cuento que él transcribió. Después de eso, comenzó a tener problemas de salud y terminó recluido en un hospital psiquiátrico durante un año antes de fallecer.

También encontré relatos que aludían al doble de un almirante inglés llamado George Tryon, al del escritor Johan Wolfgang Von Goethe, al de la esposa del poeta John Donne e incluso, al doppelgänger de la reina Isabel I.

Sin embargo, el caso más espectacular al que recurrían todos los textos que localicé, fue el de una profesora de origen francés que, en 1845, impartía su clase como de costumbre y sus alumnos quedaron impactados cuando a su lado apareció su doble, imitando sus movimientos. En otra ocasión, mientras la profesora estaba sentada enfrente de ellos, vieron al doppelgänger dando un paseo por el patio. Aquellos que se acercaron a la otra, aseguraron que podían traspasarla. Y la propia Sageé —que fue despedida por dicho fenómeno que espantó a los padres de los alumnos—, comentó que no era la primera vez que sucedía.

Asimismo hallé relatos de gente común y corriente que explicaban, con lujo de detalle, las experiencias que tuvieron cuando encontraron a su doppelgänger. La mayoría mencionaba alucinaciones, sueños extraños, el constante sentimiento de ser observado, accidentes que ponían sus vidas en riesgo y, muy pocos, la suplantación de su persona delante de conocidos y familiares.

Al principio me negaba a creer cualquiera de esas cosas porque, en realidad, a ese chico solo lo había visto una vez en mi vida —exceptuando mis sueños—, y fuera de eso, la única característica que tenía en común con ellos, era que físicamente éramos iguales.

Así que lo dejé pasar, casi olvidando el tema por completo hasta que lo volví a ver en Roma, platicando con un grupo de chicos frente a la Fontana de Trevi. Por unos segundos, nuestros ojos se encontraron y sonrió con malicia, pero no le di la importancia debida.

Tres años más tarde, estando en París, esperaba a que el semáforo cambiara cuando unos rizos anaranjados que ondeaban por el viento, me hicieron voltear hacia la pareja que iba caminando sobre la acera.

¡Aquella chica era la pelirroja de Italia!

Una mirada penetrante me obligó a fijar la vista en el hombre que iba junto a ella, tomándola de la mano. De nuevo él.

La luz roja cambió a verde. Tres cuadras más adelante, mientras me debatía si debía regresar o no, un conductor borracho se pasó el alto, impactando contra mí.

Al despertar, lo vi junto a mi cama. Pensé que era una alucinación provocada por la inmensa cantidad de sedantes que ingresaba continuamente a mi organismo.

Entre sueños, escuchaba sus palabras tranquilas, pero amenazadoras; y, como si fuera un interruptor encendiéndose en mi cabeza, recordé las historias de los doppelgängers.

—¡Alex! —volvió a gritar la pelirroja, distrayéndome de mis vagos pensamientos. Su voz sonaba más lejana que antes.

Me pregunté si en verdad la escuchaba o mis alucinaciones iban perdiendo fuerza. De ser la segunda opción, tendría que encontrar la manera de concentrarme de nuevo para evocarla. No quería morir solo.

Algo en mi interior me instó a levantarme. Mi espíritu estaba deseoso por avanzar, pero mi cuerpo no podía moverse. Si tan solo tuviera la fuerza para siquiera abrir los ojos...

—¡Gerard Alexandre! —reclamó con ese tono exasperado que me hacía sonreír.

Aquí estoy, amor, quise decirle. Quizá también le diría que me encantaba cuando pronunciaba mi nombre completo, aunque de esto último no estaba tan seguro; me encantaba hacerle creer que tenía ciertas armas para tenerme en control, o tal vez ella ya tenía todo el poder sobre mí y solo me autoengañaba al entregarle esa supuesta condescendencia para no sentirme tan mal de que esa chica me tuviera en la palma de su mano.

En cuanto separé los labios y el viento frío entró a mi boca, más sangre salió disparada.

Quizá, si me dejaba llevar por la oscuridad y moría, podría regresar como un espíritu. Digo, si en la tierra moraban demonios que imitaban la forma de los humanos, ¿Por qué no podrían existir los fantasmas? Es más, atormentaría a ese infeliz hasta llevarlo a la locura y podría proteger a Merybeth de alguna forma u otra.

Ella, al estar sensibilizada a este tipo de fenómenos, podría darse cuenta de que yo seguía ahí. Con mucha suerte, podría volver a tocarla, besarla y hacerle el amor. Admito que eso sería en extremo raro, pero...

¡Ay, ya cállate Tremblay! Dices puras estupideces.

Sonreí sin ganas. La pelirroja tenía algo de razón cuando dijo que no me agradaba mi voz interna. La verdad es que, si había alguien que me sacaba de quicio más que mi chica y mi doppelgänger, era yo mismo.

Ya no volví a escuchar su voz. Mi cuerpo tembló involuntariamente por el frío y de nuevo tosí, sintiendo que mi alma salía de su envoltura terrenal.

Me rendí. Dejé que el aterrador abismo me absorbiera mientras anhelaba con todas mis fuerzas que la loca teoría de los fantasmas fuera cierta.

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