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Capítulo 01

Febrero, 2015.

Guildtown, Escocia.


Por instinto, cerré los ojos. Rogué para mis adentros que todo esto terminara rápido y sin dolor. Al menos, Graham me debía eso, ¿cierto?

No obstante, nada sucedió. Los segundos pasaron sin que se escuchara el disparo. ¿Qué es lo que estaba esperando? ¿Quería que lo viera para que se pudiera regocijar, apreciando la vida que me quitaría?

—Abre los ojos, Beth —murmuró tranquilo.

Muy a mi pesar, le hice caso. Graham me observaba con evidente desconcierto, mezclado con tristeza.

—¿Creíste que te iba a disparar?

De no haber estado petrificada por el miedo, le hubiera dado una respuesta sarcástica. Digo, si alguien apunta a tu pecho con un revólver, solo hay una explicación lógica.

Antes de abrir la boca para soltar alguna frase cargada de veneno, me permití observar con más detenimiento la escena.

Era verdad que el arma apuntaba hacia mí; sin embargo, no la sostenía con la fuerza necesaria y su dedo ni siquiera estaba en el gatillo.

Al ver aquel descuido, Graham cambió la posición del revólver y ahora era la culata lo más cercano a mi cuerpo.

—Tómala —instó con suavidad.

Con desconfianza, levanté mi mano temblorosa para aprisionar el frío metal con mis dedos que ya estaban entumidos de tanto apretar los puños. Graham sonrió y caminó de regreso al sillón, dándome la espalda.

Era mi oportunidad. Podría dispararle y salir a buscar a Alex.

Si bien nunca había disparado, por lo que vi en las series policíacas de la televisión, no era tan difícil. Solo debía apuntar, sostener con fuerza para que el impacto de la bala al salir no desviara mi brazo, y jalar el gatillo.

Ni siquiera tendría que apuntar hacia su pecho o cabeza; era cierto que le tenía rencor, pero no sería capaz de matarlo. Podría apuntar a su rodilla o alguna otra parte de la pierna para que eso le impidiera seguirme, aunque eso disminuiría mis probabilidades de dar en el blanco.

—Confío en ti, pero tampoco soy idiota, cariño. —Se sentó y recargó la cabeza en el respaldo—. El arma de mi padre siempre tuvo una única bala que decidí guardar para Tremblay; si te la di es para que veas que no pienso hacerte daño.

—¿Qué vas a hacer conmigo? —pregunté con voz rasposa. Intenté no mostrar el miedo que me embargaba con tal de no darle más razones para regodearse.

Graham me miró ceñudo y se inclinó para apoyar sus codos en las rodillas; el verde de sus ojos era más intenso, tratando de igualar al de Alex. Se quedó callado tanto tiempo que me arrepentí de haber hablado.

—Beth —comenzó despacio, como si le hablara a un niño indefenso y temeroso—, si crees que voy a lastimarte o... algo peor, estás muy equivocada. Sé que no tienes motivos para confiar en mí, pero debes saber que yo, Graham Sinclair, te sigo queriendo y que sería incapaz de poner un dedo sobre ti.

No sabía si creerle o no.

—¿En serio? —contraataqué con sarcasmo—. Entonces, ¿por qué me drogaste?

—Fue algo que decidimos Alexandre y yo para que no salieras lastimada. —Recordé lo que estaban cuchicheando cuando fui a buscar el medicamento para los mareos y todo empezó a encajar—. Mira, tú no tenías la culpa de que todo esto pasara. En cuanto él y yo nos vimos por primera vez, el destino estuvo marcado y el final de este embrollo fue una cláusula que aceptamos aquella noche que hablamos en la biblioteca. Es verdad que fuiste un factor decisivo, pero eso era entre Tremblay y yo. Créeme cuando te digo que ninguno de los dos queríamos que algo te pasara.

Una carcajada histérica salió de mis labios y me llevé las manos a la cabeza. Esto era increíble. Estúpidos y embusteros traidores.

—¿Me puedo ir de este maldito lugar o me vas a encerrar en el ático? —pregunté con demasiado coraje.

Mis palabras hicieron que una mueca de dolor cruzara por su rostro.

—Beth, ya te lo dije. No eres mi prisionera y entiendo que quieras alejarte de mí. Si es así, yo no opondré resistencia e incluso te puedo llevar hasta casa de tu madre o donde tú me digas. Sin embargo... —Hizo una pausa significativa y se debatió entre seguir hablando o callar—, me gustaría que todo volviera a ser como antes.

—¡Graham! ¿Estás mal de la cabeza? —exclamé, levantándome de mi lugar—. Después de todo lo que sé sobre ti y después de todo lo que sé que has hecho, ¿crees que las cosas podrían ser como antes? ¡Ni siquiera eres el mismo que conocí! Actúas raro y, para serte franca, me estás empezando a dar miedo con esta nueva actitud.

Él también se levantó de su lugar para acercarse a mí con cautela. Al ver que retrocedía, detuvo sus pasos y metió las manos en la chaqueta de cuero.

—Perdona si te espanté. Estaba un poco... exaltado por lo que sucedió. Pero en el fondo sigo siendo el mismo. Todavía soy aquel hombre que desea poner una clínica veterinaria en este lugar y cuyo mayor sueño es casarse contigo, tener una familia y hacerte feliz el resto de tu vida hasta que seamos viejos. Beth, yo te sigo amando.

Con una determinación que jamás había visto en él, acortó la distancia que nos separaba. Sus manos tomaron mis brazos y, al ver que no decía ni hacía nada, ascendió lento hasta mis hombros para atraerme a su pecho.

Mi cabeza quedó en su cuello; por un breve instante, su aroma me remontó a los viejos tiempos en los que creí que esto sería para siempre.

Aún puede serlo, Beth. Dijo una voz irritante en mi cabeza.

Mis desobedientes brazos rodearon su torso y él me revolvió el cabello con su nariz. Sí, definitivamente esto era como viajar al pasado.

Me separé un poco de su cuerpo cálido y él pensó que me quería alejar, así que no hizo nada para detenerme; sin embargo, solo lo solté para llevar mis brazos a su cuello y abrazarlo de una manera más cómoda. Aunque al principio Graham se sorprendió, no pasó mucho antes de que sus manos se aferraran con fuerza a mi cintura como si este fuera nuestro último abrazo.

—Perdón, Beth. Te juro que ésta es la primera y última vez que muestro esta faceta ante ti.

Asentí con la cabeza, temerosa de hablar y que se me quebrara la voz.

Cuando era más joven, y hacía maratones de series americanas con Aileen, aprendí un par de cosas. Tal vez el revólver ya no tenía balas, pero seguía siendo un arma con la cual podría defenderme y darme algo de tiempo si no fallaba en el primer intento.

Respiré hondo y acaricié el cabello de Graham con mi mano libre mientras veía el revólver en la otra. Era el momento, tenía que aprovechar ahora que estaba más o menos indefenso y no podía ver lo que tramaba.

Haciendo acopio de las pocas agallas que me quedaban y recordando las clases de defensa personal que tomé al llegar a Nueva York, le asesté un golpe seco con la culata. No salió como yo esperaba porque empezó a separarse de mí y tuve que repetir mi maniobra con toda la fuerza que quedaba en mi cuerpo.

El segundo golpe lo noqueó y cayó al piso, inconsciente. Me quedé petrificada al ver un riachuelo de sangre, proveniente de su cabeza, que comenzaba a esparcirse por la alfombra.

Corre, Beth. Instó mi voz interna.

—Lo siento, Graham —susurré antes de salir corriendo al vestíbulo.

Tomé un abrigo del perchero y abrí la puerta por la que entró una ráfaga fría.

Como pude, quité el montículo de nieve que obstruía la portezuela del conductor de mi Honda azul. Metí la llave y el motor emitió un quejido al tratar de encenderlo.

—¡Maldita sea! —grité en la oscuridad.

El auto no respondió ni al segundo, ni al tercer intento.

La sombra del Jeep de Alex llamó mi atención; sin embargo, no tenía las llaves. Podría ir a buscarlas entre la ropa de Graham, pero no podía arriesgarme a entrar de nuevo a la casa por si él ya había despertado —si es que no lo había matado—, y tampoco tenía la opción de encender el automóvil cruzando los cables, ya que carecía de esa habilidad. Así que solo me quedaba un camino disponible.

Salí enojada del auto, dando un portazo que resonó con fuerza. Tal vez yo no tenía mi propio GPS rastreador de personas con las cuales compartía lazos místicos, pero tenía que intentarlo o la culpa me carcomería por el resto de mi vida.

Llegué hasta la carretera y decidí ir en sentido contrario de Main Road; Graham no era estúpido y no mataría a alguien cerca del pueblo. Llegué hasta la pradera que dirigía al bosque que rodeaba el lago y una corazonada me llevó hacia ese lugar.

Quizá, después de todo, sí contaba con esa habilidad aunque no estuviera tan desarrollada como la del doppelgänger.

Aunque mis piernas apenas si se podían mover por el frío y mis dedos estaban agarrotados, necesitaba llegar; necesitaba encontrar a Alex antes de que pasara más tiempo.

Me adentré en el bosque y la desesperación invadió mi cuerpo al ver el mar de árboles que me rodeaba en la oscuridad, creando sombras siniestras que parecían observarme con burla.

—¡Alex! —grité con toda la fuerza de la que era capaz. Tenía la garganta seca y apenas si podía mover mi quijada sin sentir espasmos por el clima.

Una lechuza ululó en algún punto y, por primera vez, me puse a pensar en los animales que podrían rondar. Lágrimas de pánico comenzaron a brotar de mis ojos al imaginar que el olor de la sangre de Alex invocaría a animales carroñeros. ¿Y si ya era demasiado tarde?

De nuevo, salí a la pradera. No estaba pensando con claridad y tal vez por eso no podía ubicarme dentro del bosque; o tal vez lo que buscaba no se hallaba allá, sino aquí.

—¡Alex! —grité de nuevo. Esta vez, mi voz sonó más ronca.

Empezaba a perder la esperanza. Quizá él ya estaba muerto y, de seguir así, yo terminaría encontrándolo en el más allá, si tal cosa existía.

Esa idea me reconfortó hasta que pensé en mi madre. Ella estaba sola y sería terrible recibir semejante noticia. Además, yo ni siquiera quería morir. Era demasiado joven y había cosas que aún quería hacer.

—Vamos, Merybeth. ¡Sigue buscando! —me regañé en voz baja—. Alex no dejaría de buscarte inclusive si estuviera en peores condiciones.

¡Estúpido Alexandre! Esto era culpa suya por enamorarme. Y también por venir a rescatarme; y por besarme, haciéndonos perder esos valiosos minutos; y de igual forma porque él aceptó que me pusieran medicina en el té.

¡Mierda! Él no tenía la culpa porque ¿quién fue la estúpida que quiso darle explicaciones a su exnovio cuando le insistieron en que ya debían irse?

Bravo, Beth. Me felicité con sarcasmo.

Seguí avanzando entre los árboles sin perder de vista el punto en el que la pradera comenzaba. Apostaría mi mano derecha a que mis labios ya estaban azules, al igual que las puntas de mis dedos. La nieve se arremolinaba en mi cabello y las botas no ayudaban mucho porque la temperatura de mis pies descendía en picada.

—¡Gerard Alexandre! —grité con frustración.

Tal vez si me escuchaba vociferar su primer nombre, encontraría la fuerza suficiente como para venir a reclamarme. Pero eso no ocurrió.

Solté un grito cuando mis ojos encontraron una mancha negra que casi era cubierta en su totalidad por más nieve. Estaba cerca y tenía que encontrarlo.

Sin pensarlo mucho, me adentré en el bosque casi corriendo a pesar de que mis músculos se negaban a cooperar. Si no estuviera nevando, hubiera podido seguir el rastro de sus pisadas, pero no era posible porque éste ya había desaparecido por completo.

En algún punto de mi búsqueda, perdí el camino. Ya no había ningún indicio de que él estuviera cerca; ni sangre, ni el casquillo, ni nada. El sexto sentido que me había dado la corazonada de llegar hasta ese lugar, dejó de responder; mi cuerpo quería ir en todas las direcciones posibles para asegurarme de que Alex no estaba muriéndose en medio del bosque, pero era imposible que una sola persona abarcara cada rincón al mismo tiempo y eso me provocaba una impotencia que no hacía más que cegarme y hundirme en la desesperanza.

Después de tanto vagar sin rumbo fijo, llegué hasta la orilla del lago en donde tampoco lo encontré. Ya ni siquiera tenía la fuerza para llorar de lo débil que me sentía.

Vi el tronco que llegué a usar como banca y me pareció un buen lugar para descansar a pesar de que estaba todo cubierto de blanco. Mis párpados se cerraban solos, se sentían de plomo y cada vez me era más difícil mantenerlos abiertos.

Alex, Beth; busca a Alex.

Di media vuelta, ignorando los deseos fugaces de mi cuerpo. Caminé unos cuantos metros y, cuando ya no pude más, recargué mi espalda en el tronco de un gran árbol. Quería sentarme y dormir aunque solo fueran cinco minutos.

¿Por qué estaba tan cansada?

Me obligué a seguir moviendo un pie delante del otro, tambaleándome como si fuese un bebé que recién empieza a caminar, hasta que una gran figura se erigió frente a mí.

Al ver la silueta de la cabaña, un atisbo de esperanza me hizo recuperar un poco de vitalidad al pensar que, si tenía mucha suerte, Alex había podido ir a refugiarse en ese lugar. Quizá, después de todo, no estaba tan desprotegido como pensé.

Esa idea me hizo sonreír y di un paso más, luego otro y otro hasta que mis manos congeladas tocaron la puerta de madera. Mis rodillas dolían como si en cualquier momento fueran a quebrarse y, en algún momento, ya no pudieron más. Sin poder evitarlo, resbalé poco a poco, dejándome caer sobre una suave cama de nieve.

Mi cuerpo estaba congelado, pero no era por el lugar donde yacía, sino por un frío que comenzó en mi interior y fue entumiendo cada parte de mi ser hasta el punto en que no sentía ninguno de mis dedos —ni de las manos ni de los pies—, ni mis labios, ni siquiera mis piernas o brazos.

De nuevo me arrepentí por haber huido de Londres aquella noche. Yo y mis estúpidas dudas y remordimientos habían ocasionado esto. Alex probablemente estaba muerto y a mí no me faltaba mucho para estarlo también.

Si no hubiera entrado en pánico, esa mañana habríamos despertado abrazados; hubiéramos desayunado juntos y, sin importar cualquier plan que él haya organizado para el tercer día, no lo hubiera dejado salir de la cama ni para comer.

A estas alturas, estaríamos en Canadá viendo una película, abrazados en el sillón y comiendo palomitas de maíz. ¡Maldición! Eso era algo que soñé hacer con él desde que nos dimos el primer beso —o segundo, en todo caso—; e inclusive iba a proponérselo antes de que arruinara todo.

Traté de imaginarnos en pijama frente a la pantalla; era una escena demasiado romántica hasta que él decía un comentario bobo, yo le lanzaría un puñado de palomitas, él respondería haciendo lo mismo y nos enzarzaríamos en una pelea para ver quién de los dos ganaba. Después, en algún punto de nuestro jugueteo, él me tomaría de la cintura, me besaría y nos olvidaríamos de las palomitas, de la película y de todo lo demás.

Solté un quejido muy similar al que emitió mi auto cuando traté de encenderlo. Me reí sin ganas.

Una voz conocida, pero muy lejana, me llamó mientras unas manos cálidas acunaban mi rostro con suavidad. Abrí mis párpados y vi a Alex sobre mí; traía sangre en la playera y escurriendo de la cabeza. Su expresión reflejaba dolor y, al mismo tiempo, alivio por haberme encontrado. Quise sonreír, pero los músculos de mi cara no respondieron.

Después de eso, todo fue oscuridad y silencio.

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