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Epílogo | Joe y Setsuko

«La medicina es la única profesión universal que en todas partes sigue los mismos métodos, actúa con los mismos objetivos y busca los mismos fines», Sir William Osler.


Odaiba, Tokio

Martes 20 de enero de 2015, 06:32 p.m.

Joe y Setsuko se dejaron caer sobre el colchón desnudo, exhaustos. Había sido un día especialmente agotador. Llevaban ya meses planificando el mudarse juntos, pero la situación parecía haberse acelerado con la llegada de enero, como si el nuevo año hubiese traído consigo unas prisas que, hasta entonces, ambos habían conseguido disimular muy bien. Al fin y al cabo, llevaban tantos años juntos que decidirse a convivir era el siguiente paso lógico, en especial tras su boda.

Además, era una suerte que Setsuko llevase unos meses trabajando como enfermera en el hospital y que eso les hubiese permitido ahorrar para ese momento.

Joe dejó caer la cabeza hacia un lado. A su derecha, Setsuko sonreía, con los ojos bien abiertos, fijos en el techo blanco. El chico se giró para quedar tumbado de lado mientras admiraba las líneas sinuosas con las que el perfil de su esposa recortaba la aburrida y todavía vacía pared del fondo.

Setsuko tardó unos segundos en percatarse y devolverle el gesto.

—¿Qué pasa? —preguntó. A pesar del frío, dado que todavía no tenían calefacción, Joe advirtió su piel perlada de sudor a la altura del nacimiento del pelo. Llevaban horas limpiando la casa y vaciando cajas y cajas que parecían no terminarse.

—Estás emocionada.

No era una pregunta, pero aun así Setsuko respondió:

—Sí. Por supuesto. —Se incorporó y lo miró desde arriba, componiendo un gesto de falsa indignación—. ¿Acaso sabes lo difícil que es agendar citas con Joe Kido? Tenerlo en casa es todo un avance para poder verlo, al menos, una vez al día.

Él se apoyó en un codo, con el ceño fruncido.

—Así que por eso has decidido vivir conmigo —dijo—, para poder tenerme bajo control.

Setsuko dejó escapar una risa.

—Alguien tiene que vigilar que comas, duermas, te asees y veas a tus amigos —respondió.

A su alrededor, un montón de cajas, la mayoría abiertas y a medio vaciar, se acumulaban en el poco espacio que dejaba libre el futón en el suelo. Se trataba de un piso diminuto, alquilado, cerca de una estación de metro a las afueras de la ciudad, con pobres vistas a otros edificios antiguos y la calefacción tan vieja que se la habían encontrado rota. Pero nada de eso bastaba para quitarles la sensación de que ese se convertiría en el mejor lugar del mundo.

Joe terminó de incorporarse en el sitio, le dio la mano a su esposa y se levantó, obligándola a levantarse con él. Lo hizo tan rápido que se mareó y tuvo que sostenerse en ella, que volvió a reír mientras salían de la habitación para introducirse en la zona que servía de sala de estar, cocina, comedor y recibidor al mismo tiempo. Una vez allí, Joe agarró el teléfono móvil que había dejado sobre un montón de ropa que aún no sabían dónde guardarían, y buscó el mapa entre sus aplicaciones para comprobar la ubicación de la tienda de conveniencia más cercana. Después, agarró el abrigo de Setsuko para dárselo y se puso el suyo.

—¿A dónde vamos? —preguntó ella—. ¿Tienes hambre? Pensaba que no te quedaría espacio en el estómago después de comerte todo el tofu relleno que preparé.

—Vamos a entrar en calor.

Setsuko dejó escapar otra risa, esta vez entre incrédula y divertida, mientras salían de la casa y Joe cerraba a su paso.

—¿Piensas emborracharte o qué?

—¿Se te ocurre algo mejor?

—No sé, ¿ir a por un ramen bien caliente, por ejemplo?

—Vale, pero luego no digas que le quito lo divertido a todo.

Y así hicieron. Buscaron el local de ramen más cercano y disfrutaron de sendos boles a rebosar de caldo bien caliente, fideos largos y otros ingredientes colmados del sabor del caldo. Pidieron sake junmai para calentarse el cuerpo, rieron entre bromas y hablaron sobre las opciones que tenían para arreglar la puerta torcida del armario de la cocina, la filtración de aire frío que se colaba a través de las ventanas a medio estropear, y la funcionalidad de la cisterna, que a veces obedecía cuando se le apretaba y otras veces no. También bebieron más de lo que Setsuko había previsto, pero se lo pasaron tan bien y se sintieron tan libres que desoyeron los gritos silenciosos de los relojes que marcaban horas demasiado intempestivas para dos jóvenes que trabajaban y estudiaban al día siguiente.

Tras pagar, abandonaron el local dados de la mano, con Joe tambaleándose cada pocos pasos y Setsuko con la risa tan ligera como una pluma al viento. Llegaron a casa, a su casa, y se introdujeron en ella entre murmullos con los que pretendían no molestar a los vecinos. Una vez dentro, cerraron la puerta, colgaron los abrigos y, sin alejarse de la entrada, Setsuko rodeó la cintura de Joe con los brazos. Hacía ya horas que era noche cerrada, por lo que la única luz que entraba iluminaba pobremente el interior de su hogar, que se mantenía en penumbra. Las cajas fueron testigos silenciosas de cómo la energía que les habían dado el alcohol y la emoción se esfumaba conforme sus cuerpos terminaban de metabolizarlos.

Joe la rodeó con los brazos, como si quisiera atraerla más hacia sí, mientras Setsuko inspiraba hondo en su cuello.

—Lo hemos conseguido —susurró la chica.

Su esposo tardó en responder. Quiso hacerlo a través de las palabras, pero las que consideraba apropiadas no acudieron a su cerebro, por lo que terminó respondiendo con una inhalación lenta. Su cuerpo tembló al soltar el aire.

—Tenías miedo, ¿verdad? —añadió ella—, de mudarte.

—¿Ni siquiera puedo engañarte en eso?

—No, no puedes. Sé que te gusta contemplar todas las posibilidades para evitar equivocarte, así que debió ser toda una odisea tomar las decisiones de pedirme matrimonio y de mudarte conmigo. —Afianzó el agarre alrededor de su torso—. Por eso me siento tan orgullosa de ti. Pensaba que sería yo la que tendría que dar ese paso. Y no me hubiera importado, pero tampoco puedo fingir que me lo esperaba.

Joe guardó silencio. Se le cruzó el pensamiento de que esa estancia fría le hubiera parecido lúgubre en cualquier otra situación, por lo que no pudo evitar componer un mohín de desagrado que, para su suerte, sabía que Setsuko no veía. Aunque la quería como nunca había querido a nadie, y confiaba en ella como solo confiaba en Gomamon y el resto de elegidos, no sabía de qué forma compartir sus pensamientos. Y eso era, hasta cierto punto, extraño en él. Siempre había sido el chico honesto, el muchacho demasiado transparente como para ser capaz de ocultar algo a los demás. No importaba lo que fuera; la mayoría de las personas podía ver a través de él como si se tratase de un cristal impoluto. Y, aunque había resultado incómodo durante buena parte de su vida, con los años había aprendido que tenía su parte buena: la de que no tenía que explicar a sus seres queridos qué era lo que le estaba pasando por dentro, porque ellos mismos eran capaces de averiguarlo con tan solo hacer un par de preguntas.

No obstante, cuando los pensamientos que le rondaban la mente trataban sobre asuntos de calibres más profundos, incluso a quienes mejor lo conocían les costaba adivinar qué le pasaba. En esas ocasiones, Joe debía armarse de valor y organizar sus ideas para poder expresarlas en voz alta.

Se encontraba cavilando sobre esos pensamientos cuando Setsuko lo interrumpió:

—¿Qué ocurre, Joe?

Ahí estaba. Se contuvo para no reírse de su propia torpeza, que hacía acto de presencia incluso en momentos en los que consideraba que no se podía ser torpe.

—Solo son mis miedos —admitió—. Nada nuevo.

Setsuko separó la cabeza de su pecho para intentar mirarlo desde ahí.

—¿Ningún miedo nuevo que compartir conmigo?

Joe le mostró una sonrisa.

—No, son los miedos de siempre —respondió.

—Puedes compartirlos conmigo igualmente. —Pero el chico volvió a guardar silencio, dubitativo, por lo que Setsuko añadió—: Vamos a la cama antes de que nos destemplemos de nuevo.

Unos minutos después, ya descalzados, aseados y en pijama, se metieron entre las mantas gruesas del futón y se acurrucaron el uno al lado del otro. Con la cabeza sobre la almohada, Joe contempló las pestañas oscuras y largas de su ahora esposa mientras ella trataba de colocarse el edredón de tal manera que le cubriera hasta el cuello.

La luz de algunos vehículos en el exterior iluminaba la estancia de vez en cuando, creando sombras que bailaban a su alrededor como en un espectáculo que Joe no entendía. El silencio, apacible a pesar de todo, permitió al chico reflexionar sin estímulos que lo interrumpiesen.

—¿Cuál es mi papel en el mundo? —murmuró al cabo de unos segundos. Setsuko lo miró y esperó a que continuara—. Es decir..., ¿quién soy?

—¿Quién quieres ser?

Joe se tomó unos segundos para pensarlo.

—Siempre quise ser como mi padre.

—¿Por qué?

—Porque era lo que se esperaba de mí —admitió—, que fuera un médico responsable y trabajador, que tuviera las mejores notas, que no hiciera locuras. —Sonrió—. Y cometí la mayor de las locuras con doce años: viajé a otro mundo y me enfrenté a monstruos.

Setsuko le devolvió la sonrisa, en su caso llena de cariño.

—¿Y eso es lo que quieres realmente?

—Sí. Creo que sí. Pero no por ser como mi padre ni por lo que esperan de mí; eso era antes, cuando era pequeño. Ahora... quiero ser médico porque es mi forma de ayudar en este mundo y en el otro. Porque he visto a tantos digimon morir... que necesito poder evitar que mueran más. —Guardó silencio un momento, el tiempo suficiente para llevar la vista al techo, entornar los ojos y tragar saliva—. Y es ese el mayor de mis miedos: no poder.

»Quiero ser médico para salvar vidas, pero sé que no siempre se puede. No pude salvar a Leomon en 1999, ni a Piximon, ni a Gotsumon y Pumpkinmon; ni siquiera a Olympia el año pasado. Sigue atrapada en Whisimbell y... —Se detuvo a tragar el nudo que se le había formado en la garganta—. No soy capaz de mirar a Sora a los ojos. Y sí, Setsuko, sé que no fue mi culpa que ella tuviera que quedarse —añadió cuando vio que la chica estaba a punto de intervenir—, pero no elegir las cajas correctas y verla morir, aunque fuera solo en una alucinación...

Un escalofrío le recorrió el cuerpo.

—Todavía tengo pesadillas —agregó, en un murmullo casi imperceptible.

—¿Con la falsa muerte de Olympia? —preguntó Setsuko con suavidad.

—Con la suya, con la de TK, con los chicos vomitando y teniendo golpes de calor o ataques de ansiedad; con Matt quemado por la lava; con Tai, Davis, Yolei y Yung achicharrados, con Ari perdiendo a su bebé y muriendo de inanición, con...

Se detuvo cuando la mujer posó una mano sobre su pecho. Ella había sido consciente de que se estaba acelerando antes de que él mismo lo notara en su cuerpo. Joe se obligó a inspirar hondo para calmarse.

—Sé que no quieres que te haga la pregunta que estoy a punto de hacerte —dijo Setsuko—, pero creo que es importante hacerla ahora: ¿Estás seguro de que quieres ser médico, a pesar de todo lo que estás diciendo?

Él la miró como si hubiera dicho un disparate; sin embargo, la expresión de Setsuko en mitad de la penumbra le quitó las palabras de la boca. Su esposa le sonreía con la seguridad y la tranquilidad de alguien que ya conoce la respuesta, por lo que él se obligó a pensar de nuevo en la contestación que daría.

—Claro que quiero ser médico —sentenció, aunque ella ya lo supiera—. Toda esa gente que está encerrada en un hospital por alguna enfermedad, la cantidad de accidentes que ocurren a diario, las patologías que dificultan la vida de personas que solo quieren una vida tranquila... y los digimon, Setsuko. ¿Sabes la cantidad de digimon que mueren por no poder ser atendidos en condiciones?, ¿o que pasan el resto de su vida con dolores por desconocer un remedio? Claro que quiero ser médico. Lo que no quiero es cometer errores.

Setsuko se humedeció los labios y se giró sobre el futón para mirar el techo. Las luces iban y venían, y bailaban con suavidad sobre la superficie lisa, sigilosas como nubes.

—Hay una leyenda —comenzó, ante la atenta mirada de Joe— que cuenta que en China se encontraban los mejores médicos del mundo. Un día, un hombre fue a un pequeño pueblo donde le habían dicho que vivían los mejores del país. Su amigo, que le había hablado de dicho pueblo, le dijo que encontraría a los médicos porque estos ponían una vela frente a su puerta por cada paciente que había fallecido mientras estaba a su cuidado.

»Entonces, el hombre llegó al pueblo y comenzó a contar las velas que había en cada puerta: trescientas, doscientas, cien, cincuenta... y, de pronto, dio con una puerta en la que solo había una vela. El hombre entró y le dijo al médico «Qué suerte haberle encontrado», a lo que el médico quiso saber por qué, y el hombre respondió: «Porque he encontrado al mejor médico del pueblo; tan solo se le ha muerto un paciente». —Detuvo la narración para mirar a su marido, que le devolvía el gesto—. ¿Sabes qué le respondió el médico?

Joe asintió.

—Le dijo que había empezado a trabajar como médico el día anterior, y que el mejor médico era el que tenía trescientas velas delante de la puerta —respondió.

—Lo que significaba que ese médico había cometido trescientos errores —continuó Setsuko— y que, por tanto, no cometería ninguno de esos trescientos errores con el hombre.

—Esa historia nos la contaba la profesora Higarashi en la asignatura de Medicina Patológica —recordó Joe.

—Sí. Y es maravillosa, ¿verdad? No quita el miedo a que perdamos a un paciente, porque no creo que ese miedo se vaya nunca, pero sí quita algo de culpa. —Setsuko se giró para mirarlo de frente—. Joe, eres un buen médico porque eres una buena persona y porque te esfuerzas al máximo por ayudar a quien esté a tu cuidado. Y no por perder a alguien dejarás de serlo, ¿entiendes? Perder a un paciente es...

—Inevitable —terminó él en un susurro.

—Sí. Lo sabes igual o mejor que yo. Y cometer errores es humano. Es parte de nosotros, que ya damos todo lo que podemos y más por ayudar. Los médicos tampoco somos inmunes a equivocarnos. Sumar errores no te hará peor médico; quizás tampoco te hará uno mejor, pero sabes que es la única manera de aprender para la próxima. Y no sé cuál es tu papel en el mundo, Joe, porque eso solo puedes saberlo tú. Lo que sí sé es que eres y serás un buen médico. Has sido un buen novio, estás siendo un buen marido, y estoy segura de que siempre fuiste un buen hijo, un buen niño elegido y un buen amigo, a pesar de obcecarte en los estudios tanto como para hacerte olvidar tu alrededor. Pero eso solo ocurre porque quieres ser mejor y te da miedo fallar. Así que permítete ser humano. —Se movió por el futón para acercarse un poco más a él, acariciarle la sien y apartarle un mechón de pelo negro de la frente—. No puedes culparte por equivocarte.

Joe inspiró hondo antes de depositar un beso en sus labios, tan suave como el primero.

—Tienes razón —susurró—. Siempre la tienes.

—¿No acabamos de decir que todos nos equivocamos?

—Es verdad.

Ella rio.

—Eres como la tierra que piso, Setsuko.

—Es el cumplido más raro que me has hecho nunca.







Sombra&Luz

Tan solo quedan DOS epílogos, y el siguiente será de nuevo de TK y Kari. Lo publicaré la semana que viene.

🖤

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