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Epílogo | Fin

«Siempre hay muchas primeras veces en una aventura», Gabumon.


Odaiba, Tokio

Domingo 1 de marzo de 2015, 10:01 a.m.

Lo más complicado de todo siempre fue entender lo que significaba lo que sentíamos; hasta qué punto podíamos ser solo amigos, dos personas que vivieron experiencias similares, amantes o algo que rozaba la fusión entre dos formas de amar que nunca llegaré a comprender a un nivel racional. Sus ojos ambarinos siempre parecían poder ver más allá de todo lo tangible, como si fueran capaces de mirar al cielo y de absorber la luz de las estrellas más lejanas. Y yo, con unos ojos que en Japón siempre resultaban llamativos, no podía hacerle frente. A veces la miraba intentando ponerme a su nivel, como solía tratar con el resto del mundo, pero, tarde o temprano, terminaba derritiéndome y perdiéndome en aquel tipo de magia que solo ella manejaba, pero que ni siquiera ella entendía. Por eso yo no podía hacerle frente.

Kari me miró en ese momento. Parecía tan asustada que no pude evitar apretar la mano que todavía le estaba dando y, con la otra, apartarle el mechón de pelo que se empeñaba en taparle el ojo derecho. Yo también estaba asustado. Estaba tan asustado que no sabía si podría hacerlo, si sería capaz de entrar en esa casa, de plantarme delante de Tai y de mi hermano y de, con voz firme, soltarles la noticia. Ni siquiera sabía si la voz todavía me funcionaba o si se había escapado a esconderse en algún hueco profundo y espantado de mi garganta, adonde quisiera que fueran las palabras que no se decían.

Y yo no era de quedarme sin palabras.

—No sé si estoy preparada —susurró.

Ya lo sabía. El labio inferior le vibraba en pequeños espasmos que parecían esperar el momento en el que no pudiese hacer más que echarse a llorar. Las bajas temperaturas no impidieron que le sudara la mano, aunque quizás era a mí a quien le sudaba.

—No sé si deberíamos hacer esto —añadió—. ¿Y si no estamos preparados? ¿Y si es un error? Somos muy jóvenes. ¿Y si nos equivocamos? No soy capaz de cuidar de un bebé.

Estoy seguro de que, en ese instante, ella lo tenía más claro que yo. Estoy seguro de que ella era más capaz que cualquiera de los dos, y de que era ella la que me estaba sosteniendo a mí, aunque fuera yo quien lo ponía en palabras.

Tragué saliva en busca de la voz que creía que había perdido, y noté el nudo que tenía en la garganta tratando de ahogarme. Hubiese querido contarlo en un momento en el que nuestras vidas estuviesen encaminadas y estables, en el que los dos pudiésemos mirarnos con una sonrisa más grande que nosotros mismos y abrazarnos de alegría al darnos cuenta de que lo habíamos conseguido. Pero, si algo había aprendido durante mi vida, era que las cosas sucedían cuando sucedían y que nunca había un momento perfecto para los acontecimientos. Ni siquiera para los importantes.

—Yo tampoco me veo capaz de cuidar de un bebé. —Para mi sorpresa, mi voz sonó firme y calmada. No sé si fue alguna templanza que no sabía que guardaba a modo de reserva en el fondo de mi estómago o si verla tan asustada me obligó a tomar las riendas de lo que ocurría. La cuestión es que ella parecía continuar reteniendo el mismo aire que había recogido nada más plantarse frente a la puerta del apartamento de Tai, y sin embargo, en sus ojos pude apreciar un pequeño atisbo de lo que creí que era esperanza. Entonces me pregunté si esa esperanza que veía era, en efecto, la suya, o si era la mía—. No sé si estamos preparados para ser padres. No sé si seremos capaces de tener una vida totalmente dependiente a nuestro cargo porque ni siquiera estoy seguro de lo que significa esa palabra, pero... ¿hay algún padre o alguna madre que sepa lo que significa antes de serlo? ¿Tus padres estaban preparados cuando tuvieron a Tai?

»Los míos no sé si lo estaban. No sé si tomaron la decisión correcta al tener hijos o al juntarse, siquiera. Pero yo no me arrepiento de ser la persona en la que me convirtieron. No puedo culparles por las decisiones que tomaron porque, a pesar de todo, siempre nos quisieron. —Hice una pausa y clavé la vista en la puerta que teníamos delante. Esta vez fue Kari la que me apretó la mano—. Supongo que parte de ser padres es equivocarse. Supongo que todos los padres cometen errores, pero que lo más importante es que quieran a sus hijos y que quieran hacerlo de la mejor manera posible. Con lo que tienen para ofrecer. —Volví a mirarla. Resultó que esa esperanza no era suya ni mía, sino que la compartíamos, en una búsqueda por saber a quién podíamos adjudicársela para no aferrarnos a ella, debido al miedo que nos producía creerla real. Y creo que fui yo el primero que decidió agarrarla con fuerza y no soltarla—. ¿Crees que podremos ofrecerle algo a ese bebé? No tenemos mucho dinero ni experiencia. Ni siquiera estoy seguro de que esto fuera lo que quería para mi vida, pero... no sé. En el fondo no suena tan mal, ¿no crees?

Agachó la cabeza para que no pudiera verle el rostro antes de enterrarlo en mi pecho. Yo solté su mano y le rodeé el cuerpo con los brazos, sin pensarlo. Su calor me recordó que no debía haber más de 10º centígrados en la calle, que la mano que había tenido libre debía de estar helada y que posiblemente la mía también lo estuviera. Me descubrí teniendo mi primer segundo de pánico parental cuando dudé de que su labio temblara por el frío y no por los nervios, así que miré a nuestro alrededor mientras le frotaba la espalda, en un intento inútil por hacerle entrar en calor. Esperaba que al menos sirviera para darle consuelo.

—Deberíamos entrar —dije—. ¿Estás preparada?

—No. —Su voz sonó amortiguada por mi cuerpo.

—Yo tampoco.

—Pero quiero hacerlo.

Se me detuvo el corazón durante un instante. Había notado aquella esperanza pululando entre nosotros desde que nos dimos cuenta y, en cierto modo, resultaba alentador saber que ella sentía lo mismo que yo.

Aun así, no pude evitar sentir que todos los cimientos sobre los que había estado sosteniéndome se derrumbaban, como si Kari, de pronto, no fuese suficiente. Las manos volvieron a sudarme —sí, era yo— y creí por un momento que había perdido el control de mi cuerpo: mi corazón volvió a latir, esta vez bajo un ritmo irregular y nervioso, que temí que Kari escuchara con más claridad que mi voz. Quizás por eso me separé de ella y la miré a los ojos. Por eso y porque necesitaba de vuelta los cimientos que creía derrumbados.

Inspiré hondo. El ámbar de sus ojos vacilaba entre el miedo y la seguridad; la angustia y la templanza; la mesura y las ganas de llorar. Y tuve que obligarme a concentrarme en mi propia respiración, en el aroma de su pelo que se había alejado de mí con ella, y en mis manos en contacto con su ropa y con las pocas zonas de su piel que se escapaban de la tela suave y cálida que la protegía del frío de los primeros días de marzo. Después asentí con la cabeza, intentando convencerme más a mí que a ella.

—¿Entramos? —murmuré.

Ella se acercó hasta juntar sus labios con los míos. Ya no le temblaba el inferior.

Volví a asentir, como si tuviese miedo de retroceder si alguno de los dos no acertaba a responder a mi pregunta, y ella volvió a aferrarse a mi mano. Usé toda la voluntad de la que disponía para sonreírle como sabía que solía serenarla. Me tranquilicé cuando ella hizo lo mismo. Después dio un par de golpes a la puerta del apartamento. Podría jurar que el sonido de sus nudillos contra la madera retumbó en el nudo que se me había formado en la garganta, y me obligué a tragar saliva para deshacerlo. La presión de la mano de Kari volvió a aumentar cuando el pelo me tapó los ojos.

—Estoy bien —susurré. Ella se quedó mirando mi sonrisa hasta que la puerta se abrió.

La expresión divertida y la mirada casi nublada de Tai demostraban la discusión absurda que acabaría de tener con mi hermano, seguramente a causa de una pequeña apuesta sobre el motivo de la reunión que les habíamos pedido. A día de hoy continúo preguntándome si alguno de los dos adivinó a lo que íbamos; si a cualquiera de ellos se le pasó por la cabeza que Kari estaba embarazada de lo que no muchos meses después sería un bebé de ojos azules y sonrisa eterna. Un bebé con el pelo más rubio de lo que cualquier japonés hubiese esperado, con esa risa tan contagiosa y con ese gusto desmesurado por estar en los brazos de cualquiera, fuese o no conocido. Me pregunto si adivinaron que los dos se quedarían embobados mirándolo y que los dos desharían cualquier tensión impostada en cuanto lo viesen corretear con torpeza por el pasillo al verlos entrar en nuestro apartamento.

No, seguramente no adivinaron nada de eso. Ni siquiera Kari y yo pudimos preverlo, a pesar de que dábamos vueltas y más vueltas alrededor de cómo sería la criatura que estaba a punto de nacer.

Tai se hizo a un lado para dejarnos pasar.

—Espero que alguno de los dos esté escondiendo un dulce en algún lugar, como compensación por hacerme aguantar a Matt en lo que llegabais —dijo mientras cerraba la puerta tras nosotros.

Kari y yo intercambiamos otra mirada en lo que nos quitábamos los abrigos, pero no dijimos nada. Lo único que llevábamos encima eran nervios, las carteras, las llaves y los móviles. Y yo no estaba seguro de haberme traído la cartera.

Matt estaba sentado en una de las sillas del salón y barajaba algunas cartas de Póker con movimientos aburridos y monótonos. Alzó la vista un segundo al vernos entrar y meneó la cabeza para saludarnos. Tai se fue a la cocina, abrió la nevera y sacó una cerveza aunque todavía no fueran ni las once de la mañana.

—¿Alguien quiere algo?

Kari negó con la cabeza.

—Bueno, al grano —añadió Matt—. ¿Qué pasa? ¿De qué queríais hablar?

Nos sentamos frente a él y volvimos a mirarnos. Luego Kari fijó la vista en la mesa e inspiró hondo como si lo necesitase para reunir fuerzas. Yo sonreí, le apreté la mano que no le había soltado por debajo de la mesa, y miré a mi hermano a los ojos mientras Tai se sentaba a su lado y daba un sorbo a su cerveza de lata.

—¿Tienes prisa, hermano? —pregunté.

Pero Tai respondió por él a algo que ya sabíamos todos:

—No, lo que pasa es que está nervioso porque quiere saber qué nos vais a decir.

Recibió un golpe de Matt en el pecho, y después rio.

—Sí, tengo prisa —mintió mi hermano—. ¿Qué es tan importante?

No intenté evitar su mirada porque, lejos de lo que pudiera parecer, la mirada de mi hermano solía darme fuerzas en los momentos importantes, seguramente por esa calma, esa preocupación, ese amor y esa seguridad que se escondían bajo la mirada de ojos claros que la mayoría describiría como fría y dura. Él sabía mejor que nadie que aquello era importante para mí, y por eso estaba igual de nervioso que yo.

Un dedo de Kari me acarició el dorso de la mano.

—Pues... —empecé. Busqué las palabras adecuadas en las muchas veces que había repetido ese momento en mi cabeza, pero no estaban por ninguna parte. Kari me interrumpió.

—Estoy embarazada.

Ahí estaban las palabras. Supuse que Kari se las había llevado en algún momento en el que yo me distraje con la mirada de mi hermano, con la risa de Tai o con el miedo a que el frío de los primeros días de marzo nunca se fuera. Supe que me las había quitado porque sabía que, hasta entonces, a ella no se le habían ocurrido formas de decirlo, y por mi cabeza ya habían pasado mil maneras distintas de hacerlo. Ella tan solo recuperó las más simples y las más claras, las que mejor funcionaban: estaba embarazada. Kari estaba a pocos meses de tener un bebé y yo tenía la mitad de la culpa.

Tai casi escupió el trago de cerveza que acababa de llevarse a la boca. Matt se quedó mirando a Kari durante unos segundos, y luego reparó en mí y no dejó de mirarme, ni siquiera cuando Tai terminó de toser y dejó la lata sobre la mesa con un golpe. El que se suponía que era mi cuñado apoyó un brazo sobre la mesa, se llevó la otra mano al muslo y nos miró alternativamente como si nos estuviésemos pasando una pelota de tenis delante de sus narices y no quisiera perderla de vista. Por suerte, los nervios evitaron que las comisuras de mis labios se elevaran. Kari había agachado la cabeza, y el pelo, más largo de lo que lo había llevado nunca, no me dejó verle la cara.

—Es broma, ¿verdad?

—No es broma, Tai.

El chico miró a Matt cuando le respondió por nosotros.

—Tiene que ser una broma.

—Pues no es una broma. ¿No ves lo serios que están? No es ninguna broma.

Tai agarró su móvil y movió los dedos sobre la pantalla con velocidad.

—Mierda, no es el Día de los Inocentes. —Lo dejó sobre la mesa para mirarnos y se centró en Kari—. ¿Es en serio? ¿Estás embarazada? Pero de... O sea, ¿de TK? ¿Es tuyo? —Me señaló con un dedo y el ceño fruncido—. Es tuyo, ¿verdad? ¿O es de otro? No puede ser de otro, ¿cómo iba a ser de otro? Mierda, claro que puede ser de otro. ¿Es de otro?

Matt se llevó una mano a la cara para frotarse con desesperación. Kari alzó la cabeza.

—Claro que es de TK —dijo.

Tai bufó.

—Bueno, lo dices como si fuera obvio.

Matt puso una mueca de incomprensión al mirarlo.

—¿Y no lo es? —inquirió.

—Pues no lo sé, no voy controlando con quién se acuesta mi hermana. ¿Tú sí?

—Idiota.

Cuando se callaron, se dieron cuenta de que seguíamos mirándolos. Guardábamos silencio porque decirlo en voz alta delante de nuestros hermanos había sido suficiente para espantarnos, darnos un golpe de realidad y darnos cuenta de que, después de esa conversación en casa de Tai, las cosas no se acabarían. Al día siguiente, Kari seguiría estando embarazada, y la semana siguiente también. El mes siguiente estaría todavía más embarazada. Pasaría lo mismo cada mes, y el año siguiente tendríamos un bebé que dependería de nosotros casi hasta para respirar.

Y el vértigo me ahogaría en menos de dos minutos como dejase que el momento me consumiera.

Inspiré hondo mientras apretaba la mano de Kari.

—Por supuesto que es de TK —repitió ella.

Cuando se calló, deberíamos haber iniciado una conversación acerca de todo lo que eso implicaba, pero el silencio nos rodeó como si el oxígeno, de pronto, pesara más. Tai susurró un «joder» que no hubiera escuchado de no ser porque lo único que nos acompañaba era nuestra propia respiración y el tictac del reloj que colgaba en la pared de la cocina.

Matt fue quien se atrevió a romper del todo con aquello.

—¿Y queréis tenerlo?

Miré a Kari. Su mirada se devanó entre distintos puntos de la mesa de madera que nos separaba de nuestros hermanos antes de dirigirse a nuestras manos entrelazadas. Después, se elevaron hasta mis ojos y me esforcé por transmitirle toda la calma de la que era capaz en ese momento. Noté la mirada de Tai sobre nosotros.

—No lo estábamos buscando —dijo Kari—, pero pasó.

Tai se puso en pie y rodeó la mesa hasta ponerse detrás de mí. No lo miré en ningún momento. Su cuerpo volvió a aparecer en mi campo de visión cuando apoyó una mano en el hombro de Kari y otra en el mío. Sentir su presión me reconfortó más de lo que había pensado que pasaría, a pesar de que estaba deseando salir de ahí cuanto antes.

—Está bien —suspiró—. Así que... estáis esperando un sobrino para Matt, para Sora y para mí. O una sobrina. O un algo.

Kari lo miró. Tai aumentó la presión sobre mi hombro mientras se acuclillaba entre nosotros con una expresión evidente de estar buscando la manera de abordar el tema, como si necesitase el mismo tiempo que nosotros para procesarlo y aún le quedara demasiado grande todo aquello. Miré nuestras manos entrelazadas y Tai puso la suya encima.

—Está bien —repitió—. Me tienes para lo que necesites, hermana. Ya lo sabes. —Kari asintió—. Y tú también. —Lo miré—. Salvo para apoyarte si le haces daño a mi hermana o a mi sobrino. En ese caso, te perseguiré hasta el fin del mundo para asesinarte, y te juro que no dejaré huella.

No pude evitar sonreír. Aunque el tono con el que lo había dicho sonaba serio, conocía lo suficiente a Tai como para ver con evidencia que, en su gesto, lo único que había era apoyo, comprensión y una necesidad de amenizar lo que estaba pasando con una broma o, en ese caso, con una amenaza que seguramente hubiera dirigido en serio a cualquier otra persona, pero que en mi caso significaba que ese «me tienes para lo que necesites» iba dirigido a ambos con casi la misma cantidad de confianza, amor y miedo para cada uno. Tener a Tai era como tener un segundo hermano mayor, algo más impaciente, expresivo y torpe que Matt, pero igual de protector y atento. Cada uno a su manera.

Y esa vez no fue distinto. Mis hermanos —nuestros hermanos— nos apoyaron y estuvieron con nosotros de una forma mucho más importante de lo que esperábamos.

Los días pasaron entre visitas al hospital, compras infinitas para tenerlo todo listo, anécdotas de nuestras familias sobre nosotros y nuestros hermanos cuando éramos pequeños, que solían venir acompañadas por alguna enseñanza o consejo, y una tripa que no paraba de crecer. Kari y yo habíamos decidido llevar una relación libre años antes, tranquila, sin ataduras de ningún tipo por lo que ocurrió con Yung. Pero, después de nuestra visita a Whisimbell, no estuvimos con otras personas. Y no fue premeditado.

Leímos de todo para informarnos, vimos documentales, escuchamos con atención lo que tenían que decir nuestros padres y reflexionamos juntos acerca de ciertas cosas, pero aun así no estábamos preparados para lo que se venía. Ni ella ni yo, y parecía que mucho menos nuestros hermanos.

—¿Lo vais a llamar Taichi o Yamato? Taichi es mucho mejor.

Kari había puesto los ojos en blanco al escucharlo.

—Ni Taichi ni Yamato —aseguró—. Déjanos en paz, que aún hay tiempo para pensar el nombre.

Y se nos echó el tiempo encima. Para cuando nos presentamos frente a la oficina del registro para ponerle un nombre oficial, todavía lo estábamos decidiendo.

Miré el papel que indicaba el número de nuestro turno sin dejar de menear al bebé sobre mi pecho.

—Piensa en algo.

—No lo sé —dijo Kari.

—Lo primero que se te ocurra, venga.

—¿Cosa? ¿Bebé?

—¿Se le puede llamar así?

Kari rio más y no pudo disimularlo tanto como le hubiera gustado.

—Hikari, Hika... —murmuré—. Ka...

La risa de Kari me distrajo y amplié la sonrisa. Una voz aguda y melodiosa invadió la sala:

—Mamoru Soda, por favor, pase a la mesa siete.

—Mamoru. Ka... Kamoru. Kaoru. ¿Te gusta Kaoru?

Kari miró al bebé, que dormía con tanta calma que solía asustarme al hacerme creer que había dejado de respirar. Era tan diminuto como Poyomon cuando Patamon resucitó y volvió a nacer de aquel digihuevo, y yo tenía la misma necesidad de cuidarlo y me sentía prácticamente con la misma capacidad que tenía a los ocho años. El poco pelo que tenía en la cabeza era tan rubio que apenas se veía, y su piel era tan delicada como la estabilidad de la arena seca.

Por suerte, Kaoru pasaba más tiempo dormido que despierto. Aunque, cuando despertaba, solía quedarse tan embelesado mirando a todos lados que parecía olvidarse de llorar y tan solo reía. Fue nuestro segundo hijo, Kioshi, el que vino con el agobio de no saber qué hacer para dejar de escuchar llantos en casa, y con cada uno de ellos aprendimos tantas cosas que a veces me preguntaba si éramos nosotros los que teníamos que enseñarles a ellos y no al revés.

A Hana no pude conocerla hasta que cumplió veintiocho años...

Pero eso creo que lo dejaré para otra historia.


T.K.T.


FIN








Sombra&Luz

Sí, todo fue escrito por TK. Y sí, en algún momento de este mes les traeré un último especial que no está escrito por TK, y esta historia habrá terminado definitivamente.

Pero yo seguiré por aquí. 🤭

Espero que les haya gustado. Muchísimas gracias por todo su apoyo. ❤️

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