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Epílogo | Cody

«Comprender que hay otros puntos de vista es el principio de la sabiduría», Thomas Campbell.


Tokio, Japón

Viernes 31 de octubre de 2014, 6:37 p.m.

Cody abandonó aprisa el edificio de la universidad. Se le había hecho especialmente tarde terminando un trabajo para la asignatura de Derecho Mercantil, aunque ni siquiera había sido consciente de la hora hasta entonces. Llegó a la estación de metro en menos de diez minutos, pasó el torno y miró el reloj de su muñeca cuando vio que quedaban cinco minutos para que llegase el siguiente tren. Podría parecer poco tiempo, pero para los tokiotas y habitantes de grandes ciudades, cinco minutos era demasiado.

Múltiples personas, estudiantes y trabajadores, se agolpaban en el interior de la estación con la intención de volver a sus casas tras un agotador día de trabajo o estudio; aun así, el silencio imperaba entre sus paredes. La gente miraba sus teléfonos móviles, escuchaba música a través de algún auricular, y algunos pocos leían o dormían.

Cody se sentó en un banco semivacío, al lado de un hombre trajeado que se había cruzado de brazos con los ojos cerrados, y sacó su teléfono de uno de los compartimentos de la mochila que llevaba colgada a la espalda. Fue entonces cuando vio un mensaje de Nariko: «Recuerda descansar. ♡».

Tragó saliva.

«Tú también», le respondió.

No esperó respuesta. Sabía que, a esa hora, Nariko debía estar en su clase de baile, por lo que tardaría en contestar. Ella le había escrito justo antes de empezar su clase, más de media hora antes de que él saliera de la suya. Era el único de los elegidos que todavía estaba estudiando en la universidad, sin tener en cuenta que Joe estaba con su doctorado, y a veces era difícil compaginar la vida estudiantil con la personal.

Nariko era una chica maravillosa, o al menos a él se lo parecía. Dos años juntos y todavía se lo parecía. No habían tenido grandes conflictos, ella no se avergonzaba de él y, por supuesto, él tampoco de ella. Ni siquiera habían diferido en las opiniones que tenían, en general, sobre algunas de las cosas más importantes de la vida: la lealtad, la honestidad, el significado de ciertos detalles en las relaciones, los miedos, el amor y sus formas, e incluso sus percepciones acerca del futuro, aun cuando todavía no tenían del todo claro su presente.

La chica había llegado hasta él como una aparición manifestada en medio de la tienda de los Inoue, y no podía darle más vergüenza recordar cómo se habían conocido.

—¡No te lo vas a creer! —había gritado Yolei, tras el mostrador, aquella mañana de mediados de mayo de 2012. Cody no había levantado la vista de sus apuntes de Introducción a la Economía; todavía se estaba familiarizando con las asignaturas del primer año en la universidad, y pensaba que su amiga estaba hablando con Davis y Ken, no con él—. ¡Eh, Cody, hablo contigo!

Solo entonces, la miró. Inoue le había plantado delante la pantalla de su teléfono móvil, en la que la imagen de una chica joven con una flor de cerezo en el pelo castaño le regalaba una sonrisa. El rosa pálido de la flor casaba a la perfección con aquella piel lívida, coloreada de un sutil rubor en los lugares apropiados.

Cody había tenido que reprimir el impulso de mirar mal a Yolei. En su lugar, frunció el ceño y le preguntó:

—¿De dónde la has sacado?

Notó el aliento de Davis en la nuca. Él y Ken se habían asomado, cada uno por encima de uno de sus hombros, para ver la fotografía.

—Vaya, está más guapa que antes —comentó Davis con las cejas arqueadas.

—Cállate, tonto, claro que no —le recriminó Yolei—. Está más paliducha y se nota que sigue siendo igual de hipócrita que siempre. ¿No ves el pie de foto? «Floreciendo como los cerezos», dice, cuando es evidente que está decaída.

Davis devolvió las cejas a su lugar de origen para enarcar solo una.

—¿Y eso lo sabes por una foto?

—Yo noto estas cosas. No lo entenderías porque nunca te enteras de nada.

Ken había preferido no intervenir. En su lugar, había mirado la fotografía de Aru durante algunos segundos y se había retirado para continuar ojeando los tomos de manga que tenían sus suegros al lado del mostrador.

—¿De dónde la has sacado? —repitió Cody.

—De su instagram. —Yolei se encogió de hombros—. Tiene el perfil público y me salió recomendada. ¿Por qué me la recomendaría? Cody, ¿no la estarás siguiendo tú?

—Ni siquiera tengo Instagram.

En ese momento, una chica entró a la tienda y comenzó a mirar los tomos de manga cerca de Ken. Cody se encontraba de espaldas a la entrada, pero estaba tan pendiente de lo que Yolei le había mostrado que ni siquiera había reparado en el tintineo de la campana que avisaba de que la puerta se había abierto.

—¿Quieres ver el resto de sus fotos? No tiene muchas, pero sale en todas.

—No.

Davis pasó al otro lado del mostrador para ponerse junto a Yolei.

—Yo sí quiero —dijo.

Cody cerró los apuntes sin dejar de mirarles.

—¿Esa es ella? —exclamó Motomiya—. Vaya.

—Deja de hablar como si fuera la mujer más guapa que has visto en tu vida.

—Claro que no, esa es Barbara Palvin.

Yolei puso los ojos en blanco.

Cody se giró en el taburete para tratar de ignorar a sus amigos. Aunque habían pasado cuatro años desde que cortara con Aru, no le apetecía revivir aquella época ni hablar de la chica. Para él, Aru había pasado a ser un simple recuerdo entre dulce y amargo que poco a poco había perdido toda la fuerza y la importancia que pudo tener alguna vez.

—Pero no se puede negar que es guapa —añadió Davis—. Mírala en esa foto. Sale muy... bien. Es decir, el pelo, la sonrisa, esa mirada...

—¡Davis! ¡Que no digas esas cosas!

—¿Por qué no? ¿Acaso es mentira?

Cody inspiró hondo, reprimiendo el impulso de intervenir, sin quitar la vista de la oferta de ramen instantáneo que los Inoue tenían entre el mostrador y los tomos de mangas y revistas.

—¡Pues claro que es mentira! —bramaba Yolei—. ¡No es tan guapa! ¡Tiene maquillaje y filtros! ¡Muchísimos!

—Yolei... —intentó llamarla Ken, pero su voz se confundió en el ambiente.

Davis había fruncido el ceño.

—No son tantos —replicó—. Además, eso no la hace menos guapa. No me digas que le tienes envidia, Yolei.

El menor del grupo volvió a inspirar, esta vez aún más hondo. A su lado, Ken hizo lo mismo.

—Idiota, ¿no ves que es la ex de Cody? —escucharon a Yolei susurrar—. ¡No digas esas cosas! ¡Podría sentirse mal!

—Yolei...

—¿Crees que Cody no sabe que su exnovia es guapa?

—Davis... —continuó intentándolo Ken.

Cody notó que la sangre se le subía ligeramente a la cabeza. Davis había hablado en un tono lo bastante alto como para que se escuchara en toda la tienda.

—¡Shh! ¡Tonto! Si fuera cualquier exnovia, no te diría nada, pero estamos hablando de esa estúpida que le hizo ya-sabes-qué. Da igual que lo sepa o no, lo que Cody necesita escuchar es lo mucho que se ha desmejorado.

—Yolei, no seas tonta. —Davis señaló a Hida, que se giró a mirarlos pero que no recibió ninguna de sus miradas de vuelta—. Que Aru se avergonzara de él en el instituto no significa que Cody sea ciego y no pueda ver que su ex está incluso más guapa que antes.

—Disculpen... —La chica que había entrado en la tienda se detuvo al lado del menor del grupo. Llevaba el tomo de un manga en una mano y una botella de té en la otra—. Perdón por interrumpir. ¿Te importaría cobrarme?

—Ah, sí, claro, disculpa —dijo Yolei—. Davis, fuera.

Finalmente, no fue solo Cody quien se sonrojó; también lo estaban Yolei, Ken y la propia chica que, aunque en ese momento no la conocían, se llamaba Nariko Mihura.

Nariko era una joven de la edad de Cody. El cabello castaño se le retorcía en delicadas ondas que no le alcanzaban los hombros y que le daban un aspecto tímido, acrecentado por el flequillo que le tapaba la frente y las pecas que le adornaban la nariz y la cara interna de los pómulos. Sus ojos, de color avellana, provocaron que el sonrojo de Cody aumentara cuando lo miraron. Sin embargo, el sonrojo de la chica también se intensificó al toparse con los verdes de él.

—Son seiscientos cincuenta yenes, por favor.

La chica tragó saliva y apartó la mirada de Cody. Abrió el monedero color lavanda que llevaba en el bolso y sacó dos monedas de quinientos yenes que dejó sobre la bandeja del mostrador con una ligera inclinación de cabeza. Yolei, que era perfectamente consciente de que ella y Davis habían dicho cosas que no debían, agarró las monedas y depositó el cambio en el mismo lugar con una reverencia más pronunciada.

—Muchas gracias por su compra —dijo después—. Lo siento. Cualquier cosa extraña que haya oído, le juro que era mentira. Era broma. Una broma entre mis amigos y yo. Disculpe. —Repitió la reverencia.

Nariko le devolvió el gesto y se giró hacia Cody por un segundo, antes de darse la vuelta para marcharse.

El menor de los elegidos se puso en pie.

—No es verdad —admitió mirando a la desconocida, que todavía no había alcanzado la puerta cuando se detuvo—. No es ninguna broma, tampoco una mentira. Todo lo que se dijo es cierto.

Nariko lo miró. Debido a la sorpresa por la honestidad de aquel desconocido, su piel pecosa había perdido el rubor y ahora parecía ver en él a otra persona. Cody había hablado con una templanza y una calma que no correspondían con alguien sonrojado que acababa de ser emocionalmente expuesto por sus mejores amigos.

—Fue hace más de cuatro años —añadió Ken al fondo, con una sonrisa con la que pretendía quitar importancia al hecho. Los cuatro conocían las consecuencias de compartir con la persona equivocada cualquier tipo de información delicada, así que Ichijouji, que era el único que había mantenido la cabeza casi del todo fría, no quiso arriesgarse. Además, era consciente de qué tipo de miradas habían intercambiado Cody y la desconocida—. Casi parece que fue ayer, ¿a que sí, chicos? —preguntó, mirando a Davis y a su novia—. Menos mal que está todo olvidado y enterrado. Cody ni siquiera habla de ella desde hace años. Cómo pasa el tiempo, ¿verdad?

Cody regresó al presente cuando el tren irrumpió en la estación. Se le escapó una sonrisa casi imperceptible mientras se ponía en pie, pero la dejó desvanecer conforme el tren se detenía lentamente y abría sus puertas.

En aquel entonces no había entendido que Ken fue consciente del interés de Nariko en él y que por eso había intentado dejar claro, delante de la chica, que ya no sentía nada por Hotaru. Ken se lo había confesado meses después, cuando Cody les dijo a él y al resto que había empezado a salir con la chica de las pecas.

—Me pareció evidente que le gustaste desde que te vio —había dicho Ichijouji—. Se puso roja como un tomate al mirarte.

—Yo pensaba que era por la vergüenza de escuchar las tonterías que estaba diciendo Yolei —confesó Davis entonces.

—¡Pero si fuiste tú quien lo dijo!

Tardó algo menos de una hora en llegar frente a la tienda de los Inoue, pero no se detuvo ahí ni subió a casa, sino que continuó, aprisa, hacia el dōjō de su abuelo.

Hacía un tiempo que el viejo Chikara había dejado de impartir personalmente las clases de kendo. Durante los últimos años había tomado a algunos de sus mejores y más aventajados alumnos para instruirlos en el arte de enseñar a los demás para que pudieran sustituirle. No le gustaba demasiado, pero, tras la insistencia de su hija y de su nieto, había tenido que aceptar que las nuevas generaciones pudiesen suplirle y disfrutar de lo que él llevaba más de cincuenta años disfrutando.

Sin llamar, abrió la puerta y se introdujo en el recinto. Su abuelo se encontraba sentado en posición de seiza, sobre las rodillas y con la espalda erguida. A pesar de sus ochenta años, Chikara Hida era capaz de ejecutar una posición perfecta.

Cody se quedó observándolo en silencio, apenas a unos pasos de la puerta. Su abuelo tenía los ojos cerrados. Los surcos que le adornaban la piel del rostro se habían pronunciado con el paso de los años. Aunque, desde que había estado en Whisimbell, Cody creía ver mayor profundidad en ellos.

Pasados algunos segundos que el chico no supo determinar, Chikara separó los párpados, lo miró y le dedicó una sonrisa con la que sus diminutos ojos parecieron desaparecer. Cody le respondió con una reverencia.

—Discúlpame, abuelo —dijo, todavía inclinado. Su voz se extendió hasta convertirse en eco entre las paredes vacías del dōjō.

—¿Mucho trabajo en la universidad?

El chico irguió la espalda.

—Sí. Sé que no es excusa; debí organiz...

—Cody —lo interrumpió su abuelo, mirándolo a los ojos. Ante la luz cálida del lugar, los de Chikara parecían incluso más pequeños de lo normal. El anciano le hizo un gesto para que se sentara frente a él—. Puedes explicarme los motivos que tienes para hacer las cosas sin necesidad de pensar que te estás excusando.

Cody obedeció, imitando su postura como en un espejo.

—Lo entiendo.

—Hoy no vamos a entrenar. Hace frío y es tarde. Creo que tu madre iba a cocinar zenzai para la cena. Llevábamos tiempo sin comerlo, ¿verdad?

Cody asintió con la cabeza.

El silencio se coló con sutileza entre ellos, igual que la luz anaranjada acariciaba con delicadeza la madera de las paredes.

—¿Qué te preocupa?

Su abuelo siempre había parecido ver a través de él. No obstante, tras lo ocurrido en Whisimbell, parecía incluso más atento a sus cambios, a sus reacciones, a la levedad con la que los matices de su voz y de su comportamiento se iban transformando. Cody no estaba seguro de qué parte de él había dejado expuesta en esa ocasión ni de qué manera, pero llevaba tantos meses guardándose aquello que no le extrañó que su abuelo hubiera terminado viéndolo. En especial, en ese momento.

Bajó la vista hasta el suelo.

—Yolei y Ken se casan pasado mañana —murmuró.

La expresión de Chikara se tornó confusa.

—¿Y ocurre algo? ¿Hay algún problema entre ellos?

Cody negó con la cabeza.

—Entre ellos está todo bien. El problema soy yo. Hay algo en Ken que no puedo perdonar, y me han pedido que dé un discurso. —Entornó los ojos—. ¿Cómo voy a hablar sobre ellos frente a sus seres queridos si no consigo perdonar a Ken?

—¿Qué puede haber hecho tan grave ese chico como para que mi nieto no sea capaz de perdonarlo?

—Hay acciones que me resultan imperdonables —admitió—. Entre ellas, herir a quienes no pueden defenderse.

Chikara se tomó unos segundos para responder.

—¿Qué sentiste cuando te viste obligado a atacar a tu contrincante, que no estaba en condiciones de defenderse?

Cody lo miró. Separó los labios y volvió a juntarlos. A su mente vinieron recuerdos sobre la pelea con Scorpion y sobre cómo había tenido que golpearle cuando el personaje de videojuegos no tenía posibilidades de replicar. Tragó saliva. No era algo que hubiera olvidado. De hecho, una parte de él se veía atormentada por ese recuerdo.

La expresión de su abuelo no le mostraba enfado, decepción o rechazo, ni mucho menos. Parecía portar una comprensión de la que Cody no se creyó merecedor.

—No es algo de lo que pueda enorgullecerme. Sé que estuvo mal.

—¿Estuvo mal, Cody? ¿Eso piensas?

—Sí.

El anciano volvió a mostrarle una sonrisa entrañable.

—Eres demasiado duro contigo. Lo hiciste porque querías salvar a tus amigos. Querías salvarte a ti mismo. Y, créeme, me sentiría profundamente deshonrado conmigo mismo si hubiera provocado que mi nieto desapareciese de mi vida, para siempre, por culpa de los principios que rigen el honor y la dignidad en cualquier arte marcial. —Extendió el brazo hasta cubrir con una mano el puño izquierdo de su nieto. La mano de Chikara, rugosa y manchada por el paso del tiempo, estaba cálida en contraste con la fría de Cody—. Creo que ese ha sido mi mayor error como abuelo.

—No, abuelo, yo...

—Déjame terminar. Mi mayor error ha sido hacerte creer que el honor viene dado por la cantidad de malas acciones que evitas llevar a cabo. Lo lamento, Cody. Nunca debí permitir que te marcharas a ese mundo sin saber que el honor se encuentra en hacer lo que esté en tu mano.

»No podías actuar de otra manera, hijo. Te colocaron entre la espada y la pared, y tuviste la decencia de actuar de la única manera que te permitieron para poder sobrevivir. —Hizo una pausa en la que bajó la mirada al regazo de su nieto. Las volutas de polvo cayeron con parsimonia bajo el foco de luz que se encontraba detrás del anciano—. Cody, eres demasiado duro. Contigo y con los demás. Observé con mis propios ojos cómo ese chico, Ken Ichijouji, se transformaba en un monstruo y os atacaba a Yolei y a ti. Pero también vi cómo se despreciaba a sí mismo por haberlo hecho. —Le devolvió la mirada—. En eso os parecéis. Él también es demasiado duro consigo mismo.

Esta vez fue Cody quien bajó la mirada al regazo de su abuelo.

—Sé que, lo que quisiera que le ocurrió a ese chico, fue por Whisimbell —continuó Chikara—. Por esa capacidad de profundizar en los mayores miedos, en las partes más oscuras. Por su habilidad para llevaros al límite y por todo lo que os hicieron.

»Sin embargo, ¿merece menos compasión que el resto por guardar mayor oscuridad en su interior?

Dejaron que el silencio los envolviera una vez más, pesado y asfixiante como la culpa. Las luces de algún vehículo del exterior iluminaron brevemente el dōjō con su luz blanca. Solo entonces, Cody fue consciente de que estaba reteniendo la respiración, por lo que se obligó a soltarla, despacio, y a inspirar hondo.

¿De verdad había sido desleal a sí mismo?, ¿luchando para proteger a los suyos y salvarlos a toda costa?

«Por supuesto que no», pensó.

¿Y Ken? ¿Había sido desleal a sí mismo o al resto?

A Cody no le gustaba el pasado de Ichijouji. Nunca le gustaría.

No obstante, Ken no era mala persona. Lo sabía. En Whisimbell se había vuelto peligroso porque se había dejado llevar por sus mayores miedos, que eran tan profundos que había acabado haciendo daño a algunas de las personas más importantes para él. ¿Acaso podía tenérselo en cuenta?

Si Yolei era capaz de perdonarle tan fácilmente era porque portaba una ingenuidad y amaba de manera tan incondicional que era incapaz de sentir rencor. Pero Cody no era como ella. Él tenía un fuerte código de honor que había heredado de la sabiduría que sus padres y su abuelo le inculcaron. No era un genio como Izzy ni igual de honesto que Joe, pero tenía un mundo interior tan vivo que, en ocasiones, sus pensamientos se solapaban con sus sentimientos a pesar del plácido equilibrio que había logrado gracias a tantos años de práctica marcial. Y, tal vez, eso lo volvía demasiado rígido.

Tragó saliva, apartó con delicadeza la mano de su abuelo, y se desplazó unos centímetros sobre el tatami para poder hacer una reverencia en la que pegó las palmas de las manos al suelo.

—Gracias por todo lo que me has enseñado, abuelo. No has cometido ningún error. Al contrario. Gracias a ti soy la persona que soy. Discúlpame por ser tan inflexible; en ocasiones creo que me dejo llevar por el sentimiento de decepción.

—El perdón es un arte complejo de practicar. —El chico se irguió en el sitio—. A veces transitamos sendas tan dolorosas que creemos que podrían desgarrarnos; en otras ocasiones, en cambio, son nuestros pensamientos nublados los que enjuician a quien comete un error. ¿Y sabes qué, Cody? Que muchas veces son las personas más nobles las que cometen errores. El sentimiento de culpa, la sensibilidad, la empatía y unos ideales férreos no casan bien con el dolor. Lo exacerban, lo engrandecen, lo vuelven insostenible. Tanto, que cualquier desalmado con potestad podría llevarte a otro mundo y aprovecharse de ello para obligarte a hacer aquello que más temes: herir a otros.

»Una acción desesperada no te define. A Ichijouji tampoco. Hay ocasiones en las que ser fiel a uno mismo significa romper con todo lo que, hasta entonces, creíste elemental en tu vida. No somos seres inamovibles ni impenetrables. Somos de carne, de hueso, de emociones y de pensamientos, Cody, y eso quiere decir que somos moldeables. No podríamos aprender si no fuera de esta forma. La sabiduría, y esto lo sabes bien, se halla en comprender.



Unos minutos después, Cody salió del dōjō mientras Chikara terminaba de apagar las luces y cerrar el recinto tras él. En ese momento, su teléfono móvil comenzó a vibrar y el nombre de Nariko apareció en pantalla. Sin pensarlo, descolgó.

—Hola —le dijo al auricular—, ¿ya saliste?

—Sí. —La voz de la chica sonó acelerada y alegre, como siempre que salía de su clase de baile. Cody sonrió—. ¿Qué tal en kendo?

—Bien. —Emprendieron el camino a casa cuando su abuelo terminó de cerrar. Hacía frío, aunque todavía podían permitirse no llevar los abrigos demasiado gruesos—. No hemos podido entrenar. He llegado tarde y...

Se interrumpió mientras atravesaban la calle bajo un cielo encapotado y oscuro. El anciano parecía ajeno a la conversación mientras avanzaba con las manos juntas tras la espalda.

—¿Tenías algo importante que hablar con tu abuelo? —adivinó Nariko al otro lado de la línea.

—Eso es.

—¿Quieres que nos veamos después de cenar y hablemos de ello?

—No puedo. Tengo que escribir el discurso para la boda de Ken y Yolei.

Cody casi creyó ver cómo su novia sonreía desde donde estuviera.

—Está bien, señorito Hida —respondió en tono alegre—. Llámame si necesitas ayuda.

Ella, mejor que nadie, sabía cómo se había sentido durante el último año.






Sombra&Luz

Solo quedan tres epílogos. 🖤

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