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Capítulo 45 | Contenido sensible

Una vez con el plan más o menos trazado, Ari usó el zólov para crear una cúpula que cubría el parque y sus alrededores, y de la que nadie podría entrar ni salir a menos que ella quisiera. Fue fácil convencer a los elegidos de que debían dejarla dentro conmigo y con los digimon que estaban presentes. Tan solo me hizo falta usar el aparato que seguía guardando en mi bolsillo.

Régar, los sombra y los otros digimon, que se habían quedado atrás luchando, debían de estar a punto de aparecer. Lo sentía en la turbiedad del aire, que estaba caliente para tratarse de una noche de octubre y que parecía haberse condensado dentro de la cúpula.

Nada de lo que dije a los elegidos fue mentira, ya que tan solo Ari podía usar el zólov, según las palabras de Tigasde, y sabía que la única forma de hacerlo era desde dentro de la cúpula. Los digimon, por otro lado, era necesario que siguieran peleando, y los humanos estorbarían si se quedaban dentro con nosotros.

Comprobé que los elegidos se escondían fuera de la cúpula, tras paredes y arbustos, y pedí a los digimon que estuviesen atentos. Tan solo estaban con nosotros Angemon, Angewomon, Stingmon y Digmon. Me aseguré de que Ari se ocultaba bajo la falsa seguridad del tobogán rojo que custodiaba el parque, mientras Angewomon se mantenía pendiente de ella. Angemon estaba cerca de nosotros, y Stingmon y Digmon estaban flanqueando el otro extremo del parque.

Era ya de noche y las farolas estaban encendidas cuando estuvimos preparados, cada uno en los puestos que habíamos acordado. El aire fresco de octubre me erizó la piel, tal y como había pasado un año antes en la ladera del monte Fuji. También empezaba a sudar de nuevo.

Me acerqué a Ari y me acuclillé para quedar a su altura.

—¿Estás bien?

Asintió con nerviosismo. Fue la primera vez que vi su pelo lacio despeinado de verdad. Estaba encogida sobre sí misma, con las rodillas en el pecho y el zólov entre las manos, apretado también contra su pecho. Tardó en hacerlo, pero me miró a los ojos por fin. Le sonreí para intentar tranquilizarla.

—Todo irá bien —dije.

—Solo tengo que concentrarme en la cúpula.

—Lo harás bien. No pasa nada.

—Es mucha fe puesta en alguien que se distrae con sus dedos en clase de matemáticas. Ay, la cúpula.

Dejó de mirarme.

Una parte de mí quiso reírse, porque a esa parte le había hecho gracia. Supuse que era Jake Dagger al fondo del todo, así que le permití ampliar un poco la sonrisa y repetirle a Ari que todo iría bien. Después me puse en pie y obligué a Dagger a callarse.

¿Qué haría si aparecían Régar y los demás, si Ari no conseguía mantener la cúpula y los sombra de Ofiuco no venían?

Estaba poniendo a todo mi mundo en peligro, tan solo por llamar la atención de Ofiuco. Pero era lo único que podía hacer.

Otra opción hubiese sido decirles a las autoridades de Ofiuco que Régar estaba en Whisimbell, para no tener que ir a la Tierra y no causar más problemas; sin embargo, esto no hubiera sido más que una pérdida de tiempo. En primer lugar, porque la fama que precedía a Whisimbell en Ofiuco era terrible, y probablemente no se hubieran atrevido a enviar a nadie a buscar a unos criminales a riesgo de perder a quien se tuviera que exponer de esa forma; en segundo lugar, porque en Whisimbell no hay nada que pueda ser protegido. La Tierra y los humanos suponen un riesgo para su integridad y para su confidencialidad, y también creen que los humanos deben ser protegidos porque se supone que no tienen capacidades propias para defenderse por sus medios.

Nadie iría a socorrernos estando en Whisimbell. Poner en riesgo a mi mundo entero era lo único que podía hacer por salvarnos.

Al menos eso era lo que pensaba, y a día de hoy sigo creyendo que estaba en lo cierto, por muy egoísta que pueda ser.

Me quedé estático. Los digimon se encontraban en un estado similar al mío, tensos, inmóviles, alerta. Ya sabían que el plan consistía en entretener a los sombra hasta que llegasen las autoridades de Ofiuco, en alargar todo lo posible la batalla para dar tiempo a que fueran capturados. También sabían que no era seguro que esas autoridades viniesen, y que, de no venir, tendría que matar a Régar. A pesar de la manipulación a la que les había sometido, noté sus nervios a flor de piel con la sola idea de tener que llegar tan lejos.

A mí me temblaban las piernas y tenía el pulso acelerado. Sabía que Régar no creería nada de lo que le dijera a partir de ese momento, porque la cantidad de incongruencias y acciones que había acumulado se había hecho demasiado grande. Por eso temblaba.

Vi al digimon insecto, Stingmon, olfateando el aire al otro lado del parque. Digmon agachó la cabeza. También noté el aire enturbiarse mucho más justo antes de ver a los sombra, junto a los digimon que faltaban, aparecer a través de un portal como el que había abierto Izumi momentos antes.

Entorné los ojos. No sabía el motivo por el que viajaron de ese modo y no con la teletransportación normal. Es probable que prefiriesen abrir un portal antes que usar más energía.

Vinieron todos, incluidos Tigasde y Pyrus. Régar agarraba del cuello al lobo, Garurumon, como si no le costase levantarlo. Los demás digimon no les quitaban los ojos de encima a sus respectivos contrincantes: Flamedramon y Lilimon a Pesbas, MegaKabuterimon a Drac, Zudomon a Pyrus... No obstante, advertí que todos ellos buscaban a sus compañeros humanos con la mirada, para cerciorarse de que estaban a salvo.

La tensión era tal que el silencio me dio dolor de cabeza.

Régar echó un vistazo a su alrededor para situarse, sin soltar a Garurumon, y detuvo la mirada en cuanto me vio. Casi pude leer en su expresión un «aquí estás, mestizo», con aquella mirada ardiendo en frío. Confirmé al instante que, como mínimo, debía sospechar que todo lo que le había prometido no era más que un embuste. Aunque una parte de mí sabía que no era tan estúpido como para no haberse dado cuenta, no quise creerlo al principio.

Separó los labios y soltó a Garurumon, que cayó en la arena removida como un saco lleno de papas. No fui capaz de apartar la mirada de la suya, ni siquiera para ver el estado del digimon, que se quedó inmóvil a sus pies. Tampoco me atreví a mover un solo músculo durante los segundos siguientes, y tuve la sensación de que no fui el único.

Elevó las manos a la altura de los hombros, con las palmas hacia arriba, mientras mantenía una calma que sabía, una vez más, que estaba precediendo a la tormenta.

—¿Y bien? —me preguntó.

Le mentí, con una esperanza incoherente, sabiendo en el fondo que ya no me creería:

—He matado a la chica.

—¿De verdad?

Bajó los brazos y se me acercó. Se me acercó tanto que invadió mi espacio personal, tuve que retroceder varios pasos hasta casi tropezar con Angewomon, y terminé bajando la vista hasta su pecho. Su barba impecable quedaba a la altura de mi frente.

—Y entonces, ¿qué es esto? —añadió.

Se agachó hacia un lado, con el brazo estirado, para agarrar una de las patas del tobogán. Torció el gesto y tiró con fuerza hasta arrancarlo del suelo y lanzarlo lejos, como si no fuera más que un balón lleno de aire. Tuve que esquivarlo para que no me golpeara la cabeza, y me pareció ver que Angemon casi lo recibe de lleno. Terminó chocando contra la cúpula y sobresaltando a tres de los elegidos al otro lado. El estruendo me hizo dar un pequeño brinco.

Ari quedó al descubierto, tan pequeña y vulnerable que Régar casi ni le prestó atención.

Tragué saliva con disimulo.

—¿Sabes, chico? —Volvió a mirarme. Esta vez saqué fuerzas de no-sé-dónde para mantener la vista en sus ojos. Dio dos pasos para alejarse un poco de mí y ladeó la cabeza—. Siempre me has dado asco y mala espina, pero en el fondo confiaba en que te convertirías en uno de los nuestros, tarde o temprano. Pensé que tendrías la garra y el arrojo de tu padre.

Arqueé las cejas.

—¿El mismo arrojo que terminó matándolo? —pregunté.

Él sonrió.

—Tu padre murió como un verdadero sombra, luchando por una causa más que justificada, y siempre lo recordaremos como el idiota que murió por no ser capaz de hacer las cosas a derechas. —Hizo una mueca de asco con los labios. Sabía que se estaba conteniendo para no golpearme hasta matarme. Supongo que tenía muchas cosas que decirme—. Pero tú no puedes ser considerado un sombra. Tenías potencial, muchacho. Me hubiera gustado que tantos años de disciplina y trabajo duro terminaran por encauzarte y por que te dieras cuenta de lo mucho que te compensa comportarte como lo que creía que eras. Pero veo que me equivocaba. Tu sangre sigue siendo la de un pobre infeliz que nació por error de una aberración que jamás debió haber dejado pruebas... —Volvió aquella sonrisa soberbia—. Pero que al menos fue divertida.

Apreté los dientes. Él no era el único al que le estaba dando asco aquella conversación; tampoco el único que tuvo que reprimir las ganas de estallar a golpes, incluso a pesar de los nervios, el miedo y la certeza de que no tendría nada que hacer contra él.

Le sostuve la mirada, esta vez sin vacilar.

Régar quería una guerra, y yo estaba dispuesto a dársela.

—Siempre lo he dicho, Señor. Su sangre no es más que agua de cloaca.

—Cállate, Pyrus. Tú no eres mejor que él, y no tienes la excusa de ser una aberración genética. —Me analizó con detenimiento—. Dime, mestizo, ¿qué vas a hacer cuando matemos a los digimon, a la chica, a los niños elegidos y luego busquemos a tu madre para descuartizarla? ¿Vas a suplicarnos que te perdonemos? ¿Vas a suplicarnos que te entreguemos a Ofiuco para que te maten ellos?

—Ofiuco no me mataría.

Soltó una carcajada y los demás le imitaron. Procuré mantenerme templado.

—Así que ya lo descubriste. Bien, bien. Entonces no tendrás que elegir quién prefieres que te mate, ¿no? Nosotros nos encargaremos de todo. —La expresión del rostro le cambió de golpe: ahí estaba toda esa rabia que había tratado de contener con la risa—: Mátenlos.

Pyrus se desplazó varios pasos hacia detrás y le perdí la pista. Drac se preparó para asestarle un puñetazo a Garurumon, pero el digimon, que no sabía cuándo se había puesto en pie, ya estaba preparado cuando lo hizo y detuvo su movimiento con un mordisco en el antebrazo. Su grito se confundió con el barullo general que se formó en tan solo un instante.

Los sombra atacaron y los digimon respondieron. Escuché un golpe cerca y me giré a comprobar que Ari estuviese bien; Angemon había apartado a un sombra con su báculo, y Angewomon se mantenía solemne en su sitio, como una guardiana con la flecha en su arco, dispuesta a impedir cualquier intento de acercamiento a Ari.

Volví a girarme, esta vez con las rodillas dobladas y el codo en punta, cuando noté que alguien se me acercaba por detrás. Era Lórman, que recibió mi codazo de lleno en el abdomen y se vio obligado a encogerse aún más sobre sí mismo. Di un salto hacia atrás, me agaché para esquivar el puñetazo de Drac, y me apoyé en el suelo con las manos para hacerle un barrido con las piernas y tirarlo al piso de tierra. Luego volví a alejarme, en guardia. Que no pudiéramos teletransportarnos en aquella cúpula era un fastidio y una ventaja para mí, teniendo en cuenta que yo era el más acostumbrado de los sombra a ver esa capacidad limitada en mi día a día. Además, era el más delgado y el más rápido. A la mayoría de ellos les costaba moverse con el mismo ritmo, por el cansancio y por el tamaño de sus músculos.

Aunque era evidente que, por mucha ventaja que tuviera bajo la cúpula al ser medio humano y al sentirme prácticamente del todo descansado tras tomar la medicina de Tigasde, ellos continuaban siendo más y también más fuertes. Por suerte, yo era lo bastante escurridizo y rápido como para esquivar la mayoría de sus golpes, desviarlos o asestárselos antes de que me tocaran.

Agradecí que ninguno de ellos fuera Pesbas. Además, esa libertad enfermiza que me daba el saber que todo se había roto, y que solo me quedaba sobrevivir hasta que alguien viniera a socorrerme, me daba también la fiereza y la adrenalina para enfrentarme a ellos sin contenerme.

No había temor a las consecuencias de defenderme, porque era mayor el temor a las consecuencias de una segunda traición. Y las estaba viviendo.

—¡Estate quieto, mestizo! —gritó Drac dando un manotazo al aire—. ¡Te vamos a matar!

Ni-mé'a yo —masculló Lórman cuando las yemas de sus dedos me rozaron las mejillas.

Me escurrí entre sus cuerpos cuando vinieron juntos a por mí. Tuve que contorsionarme, agacharme y pasar entre sus piernas para salir de aquella cárcel de brazos. Me preocupaban más los brazos de Lórman para atraparme, mientras que los de Drac los evitaba para no tener que recibir un golpe. Lórman era más ágil y Drac era más fuerte, probablemente el que daba los peores —o los mejores, según cómo se mire— puñetazos de todos, después de Régar.

Aproveché la confusión para dar una patada a Drac por detrás de las rodillas, y de esa forma tirarle al piso y evitar que pudiera darme.

Lórman se me quedó mirando, iracundo, con su joroba más prominente que de costumbre y la piel enfermiza suavizada por la luz cálida de las farolas.

—No juegues, bastardo. Deja de hacer el tonto antes de que sea peor —dijo.

Drac se puso en pie, pero ninguno vino a por mí de primeras. Empezaron a caminar con lentitud en direcciones opuestas, a rodearme. Seguí a Lórman con la mirada, y me mantuve pendiente de Drac con el oído.

—¿Peor que qué? —pregunté.

—Peor de lo que ya lo has hecho. Régar no te va a perdonar más, así que no tienes escapatoria. Al menos compórtate y pónselo fácil, y seguro que tendrá algún tipo de compasión contigo por todos los servicios que has prestado.

Arqueé las cejas. Drac ya estaba detrás de mí.

—Pensaba que conocías más a tu señor, Lórman. O que no me considerabas tan tonto.

—Seguro que no quieres saber lo que te considero.

—No me quita el sueño.

Me di la vuelta a tiempo para desviar el manotazo de Drac, aunque no para esquivar su otro puño. Me golpeó directamente en el pómulo derecho y me hizo girar el cuello y tambalearme. La cabeza me retumbó como si me hubiese golpeado el cráneo vacío. Le di un codazo en el oblicuo que había dejado libre antes de llegar a procesar el golpe. Lórman intentó agarrarme de los brazos, pero pude escapar de sus manos antes de que se cerraran del todo.

Me escurrí como pude, huí de ellos una vez más. No obstante, no vi venir la manaza de Régar agarrando la tela de mi capa y mi camiseta para arrastrarme hacia él. Intenté levantar los brazos y doblarme para ir al lado contrario y quitármelas, aprovechando que las telas estaban tirantes. El problema fue que Régar entendió lo que quería hacer, así que acabó usando su otra mano para agarrarme del pelo. Entonces pudo llevarme hasta él, soltar mi ropa y pasar su brazo libre por debajo de mis axilas para pegarme a su cuerpo y que no tuviera escapatoria. No me soltó el pelo. Presionó tanto con su antebrazo rodeando mi pecho que me costaba respirar.

—Tranquilito, mestizo —me dijo al oído—. Te quiero manso, ¿me entiendes? Te quiero obediente como lo habías sido hasta los últimos ciclos. Una sola tontería más y te juro por la puta Sombra que te rompo las costillas. ¿Está claro?

No pude asentir con la cabeza porque la tenía inmovilizada. Tampoco pude decir nada. El corazón me golpeaba el pecho con tanta fuerza que estoy seguro de que Régar debió de notarlo en su antebrazo.

Miró a sus subordinados, me soltó el pecho y me tiró del pelo para lanzarme a Lórman, que me agarró con mucha más firmeza que antes. Forcejear no me sirvió de nada. En apenas un instante ya estaban Lórman y Drac agarrándome de un brazo cada uno.

—Inútiles —añadió Régar—. ¿Tengo que hacerlo todo yo para conseguir un maldito trabajo bien hecho? Llevadle hasta allí y desahogaos un poquito antes de que alguno de los digimon os aplaste.

Me arrastraron hacia un lateral sin decir nada. Régar no dejó de mirarme en todo momento, ni siquiera mientras Lórman y Drac me daban en todas partes y con todas las partes posibles de sus cuerpos: puños, rodillas, piernas, codos, cabezas.

Después se unió a ellos, y los golpes de los subordinados quedaron en segundo plano.

—Puto mestizo —mascullaba—. Maldito mestizo.

No sé si la traición le dolía en el ego o en algo más. Nunca lo sabré.

Una patada suya en la cabeza fue lo que terminó por tumbarme boca abajo. El mareo me hizo sentir que el mundo giraba a mi alrededor. Me esforcé por ponerme en pie y por que mis músculos reaccionaran como si no acabaran de ser apaleados por tres tipos que casi me triplicaban en tamaño, en edad y en número. No funcionó.

Lórman y Drac me agarraron por los brazos y me obligaron a enderezarme. Me mantuve arrodillado. Me dolía todo el cuerpo, creo que me sangraban la nariz o el labio, seguramente algo más, y recuerdo haberme mordido la lengua y sentir el sabor a hierro de mi propia sangre.

Forcé a mis ojos a enfocar el cuerpo grande de Régar acercándose más de lo que me gustaría. Me agarró la cara para inspeccionarme y soltar una risa floja e irónica, casi como en un suspiro.

—Pobre carabonita —susurró—. Ya no puedes serme útil con esos rasgos de niño guapo, así que no me importaría deformarte por completo. —Me agarró del pelo y tiró hacia atrás. Noté que cambiaba su tono de voz a aquel que tantas veces me había revuelto las tripas—: Mestizo malcriado. Está claro que no te di palizas suficientes. ¿Creías que podías reírte de mí? ¿Me creías tan imbécil como para caer en el juego de un mequetrefe cuya sangre está diluida en agua sucia?

Tragué saliva, sangre y tierra. Le respondí como pude, con el cuello estirado, con el corazón en un puño, con el cuerpo casi destrozado y las agallas que no creía tener:

—Si con agua sucia te refieres a la sangre de los sombra, te doy la razón.

Me dio un rodillazo en la cara, y tanto Drac como Lórman me golpearon en el vientre. Sabía que estaba jugando con fuego y que empezaba a quemarme, pero ¿qué me quedaba, de todas formas? ¿Fingir obediencia, callarme para no cabrearle más y dejar que se centrase en llegar hasta Ari para que la matase, recuperase el zólov y se saliese con la suya?

Atraer su atención hacia mí, atentando directamente contra su ego herido y contra aquello que quizás, tal vez, también estaba ahí, aunque no pueda afirmarlo, eran las únicas armas que tenía para evitar que todo se me fuera de las manos de la manera que consideraba peor.

Era arriesgarme a perder la vida o apretar el botón que me haría perderlo todo.

—Te voy a partir el cuello —masculló, furioso—. Y, cuando lo haga, mataremos a todos estos digimon y a sus mascotas. Agarraremos a tu amiga y nos divertiremos con ella igual que lo hicimos con tu madre hace catorce años. Luego la descuartizaremos para no cometer el mismo error que cometimos contigo, y después buscaremos a tu madre y la destrozaremos de tal manera que no será capaz de hablar para explicar lo que le ocurrió. Le arrancaré la garganta personalmente y la dejaré con vida para que sufra por todos tus errores. ¿Te gusta el plan?

Me aterrorizaba el plan.

Se me pasó por la cabeza, no por primera vez, que la insinuación de una violación grupal hacia mi madre pudiese ser real, que hubiera ocurrido, y que lo que le pasaba a mi madre no tuviese solo que ver con el hecho de haberse destrozado la vida al acostarse con el señor que había puesto el esperma para que yo naciese. Aunque sabía de quién era hijo, porque todos decían que era física y terriblemente parecido, esa duda se quedó pululando por mi mente durante años. Sin embargo, no podía dejar que me descolocase en ese momento. Necesitaba que continuase descargando todo su odio contra mí.

—Régar, yo... —pude decir. Me falló la voz. Cerré la boca para volver a tragar.

—Tú, ¿qué?

—Yo... no tenía ni idea de que tuvieras pene, y mucho menos de que se te levantara.

Me soltaron. Régar me propinó un rodillazo con tanta fuerza que me arrastró hasta que acabé golpeado contra la pared invisible de la cúpula. Él empezaba a perder el control.

Traté de respirar. Escupí la sangre y la tierra que estaba harto de tragar.

—Nunca debiste nacer, miserable. —Me rodeó el cuello con una mano y me levantó del suelo como si no pesara nada. Llevé las manos a su muñeca. Intenté dar bocanadas para que pasara el aire—. Maldigo cada día el momento en el que tu padre decidió que quería revolcarse con una maldita humana. Maldigo cada día la decisión de mantenerte en mi equipo al pensar que podrías convertirte en alguien de provecho. Te maldigo cada día, mestizo.

Lo miré a los ojos. Estaba furioso y, aunque Régar me mataría si pudiese oír lo que estoy diciendo, sé que también estaba dolido, de esa manera retorcida en la que se sienten dolidas las personas que no saben amar pero que, de alguna forma, llegan a hacerlo.

Intenté darle una patada, pero no tenía fuerzas. Apenas le rocé el abdomen.

Lórman y Drac me agarraron de nuevo de piernas y brazos para que no me moviera ni pataleara de desesperación.

—Suéltalo —escuché. Era Angewomon.

Los oídos me pitaron, la vista me falló y todo empezó a emborronarse a mi alrededor. Noté que Drac y Lórman me soltaban, que el agarre del cuello se hacía más pronunciado en consecuencia y que, instantes después, Régar también me soltaba con brusquedad. Me hice daño cuando caí al suelo, pero al menos pude aspirar una gran bocanada de aire y volver a respirar.

Tuve que escurrirme y huir una vez más cuando Lórman, o tal vez Drac, intentó atraparme de nuevo. Estaba desorientado. Esquivé esos brazos como pude. Luego me tambaleé dirigiéndome hacia donde estaban Angemon, Garurumon y MetalGreymon peleando contra otros sombra, para mezclarme entre ellos y que la agitación de tantos combates a la vez les hiciera perderme la pista. Lo conseguí gracias a que Lilimon se metió a ayudar a Angewomon con la pelea contra Régar.

Eludí los golpes y ataques entre bamboleos y gracias a la ayuda de Angemon. El ángel me dejó el camino libre, me preguntó si me encontraba bien. Cuando fue a ayudar a Angewomon y Lilimon fue cuando me permití apoyar las rodillas en el suelo.

Entonces vi a Pyrus correr hacia Ari. Apreté los párpados con fuerza, me golpeé la mejilla con la palma de la mano para despejarme, y corrí. Por suerte, estaba más cerca de Ari que él. Llegué a tiempo y lo aplaqué a pocos metros de la chica. El dolor que sentía por todas partes se intensificó. Pyrus y yo rodamos por el suelo debido a la inercia del golpe. Se levantó, furioso y dispuesto a quitarme de en medio. Yo intenté incorporarme, pero todo me pesaba el triple de lo normal.

Por suerte, Angemon intercedió para pelear por mí.

¿Dónde se suponía que estaban las autoridades de Ofiuco?

Agotado, intenté arrastrarme para acercarme a Ari, que me ayudó como pudo. Terminé con la espalda apoyada en su cuerpo y con su brazo y su mano apoyados en mi pecho. Intenté respirar dentro de lo posible. No era el peor estado físico en el que me había encontrado nunca, pero sí era el peor estado físico con el que me había visto obligado a pelear y mantenerme alerta hasta entonces. El calor que desprendía el zólov en mi nuca, lejos de reconfortarme, me resultó inquietante.

Ari acercó su cabeza a la mía. Estaba asustada. Apoyé las manos en sus rodillas, creyendo que así podría tranquilizarla de alguna forma.

—¿Cómo estás? —preguntó.

—Estoy bien —dije. El aire aún me fallaba—. Solo necesito descansar un minuto antes de volver a pelear.

Pelear. Como si se pudiese llamar así.

—¿Bien? Si ahora estás bien, no te quiero ni ver cuando estés mal.

Sonreí.

—No te preocupes.

Agradecí que no dijera nada más, porque de esa forma podía concentrarme en recuperar el aire y no en hablar. Los siguientes minutos los pasamos en silencio. Me dediqué a mirar la batalla, en parte para ver cómo avanzaban las cosas y en parte porque no quería pensar en el dolor, cosa que me resultó imposible.

Régar había perdido una buena parte de la fuerza que le había dado la droga. Empezaba a cometer fallos, a golpear con menos potencia y a sudar más de lo que debería. Eso y el cansancio por haber estado tanto tiempo alerta, sin descanso, fue lo que hizo que Angewomon, Angemon y Lilimon pudiesen hacerles frente a él, a Lórman y a Drac al mismo tiempo.

Vi a Pesbas a lo lejos, en una contienda contra Flamedramon y Stingmon, y a Tigasde, cerca de ellos, haciendo frente a Garudamon. Pesbas era bueno peleando, y mucho. Era capaz de tener la atención puesta en varias cosas a la vez, al mismo tiempo que mantenía una energía y una agilidad constantes de cara a no cansarse más de la cuenta. Sus movimientos eran fluidos, firmes, certeros.

Tigasde, por su parte, era incluso más disciplinado. Movimientos aprendidos a la perfección, basados más en la razón que en la intuición, en una clara demostración de que guardaba bagajes de algún tipo de formación reglada que habría recibido.

El talento tallado en intuición y experiencia de Pesbas frente a la disciplina y formación de Tigasde. A pesar de todo, era probable que, de haberse enfrentado el uno al otro, Pesbas estuviese por encima.

De poco le serviría.

Ari apoyó la frente en mi hombro. La miré de reojo. Su pelo castaño me hizo cosquillas en el cuello. Noté que la situación le estaba sobrepasando, que estaba a punto de echarse a llorar. Llevé una mano a la suya, que todavía apoyaba en mi pecho, para intentar ofrecerle algún tipo de consuelo. Tenía la mano pequeña, los dedos cortos y delgados, y la piel suave. Sentí que la ensuciaba al tocarla con la mía, más grande, áspera y sucia.

«¿Qué estoy haciendo?», recuerdo pensar.

Vi cómo un sombra, que se llamaba Zahel, esquivaba uno de los taladros de Digmon, mientras Zudomon acertaba a golpear con su martillo a otro, Peniam, que casi perdió el conocimiento.

«No van a venir».

MetalGreymon lanzó dos misiles desde sus pectorales que provocaron una humareda importante a nuestra derecha. Aun así, dos sombra salieron de ella de pronto, y juntos acertaron a golpear al digimon hasta que consiguieron tumbarlo. Cayó tan cerca de Angemon que el ángel se vio obligado a apartarse y, tras el despiste, recibió un puñetazo de Pyrus.

«No hay solución», insistía mi cabeza.

Al fondo, tras los cuerpos de otros digimon y sombra que iban y venían, Pesbas conseguía llevar cada una de sus manos a las cabezas de Flamedramon y Stingmon y, con el rostro contraído, estamparlas a la vez contra el suelo.

«¿Por qué les estoy haciendo esto?».

Tragué saliva. El aire pasaba con más facilidad por mis pulmones, pero continuaba sintiendo el pecho constreñido.

—Siento todo esto, Ari —susurré.

Estiró el cuello. Aproveché que quitaba la cabeza de mi hombro para ponerme en pie, antes de que verla así terminara por desestabilizarme. Se encogió sobre su propio cuerpo y me miró desde abajo con aquella cara de niña y aquellos ojos castaños que podían expresar más de lo que yo podría decir con palabras.

Me di cuenta de que, por primera vez, no podía esconder lo que era. No tenía más fuerzas para hacerlo. Sentía como si tuviera el pecho abierto de par en par y quien estuviese delante pudiera mirar hasta la parte más oscura y retorcida de la persona, o las personas, que conformaban mi nombre, fuera cual fuera.

No tenía sentido fingir que era un pobre desgraciado en manos de algo que quería dañarle, ni que era un chaval corriente ni un sombra peligroso que podía acabar con ella.

Lo era todo al mismo tiempo, con todo lo que eso implicaba. Solo me quedaba aceptarlo.

—Te prometo que tus amigos y tú saldrán de aquí con vida —juré.

Me creí mi propia promesa aun cuando no tenía motivos para pensar que podía cumplirla.

Me di la vuelta para terminar lo que había empezado.

—Espera —dijo, y me giré de nuevo. Vi que guardaba tantas cosas en esos ojos expresivos que probablemente no sabía por dónde empezar—. Quiero... Quiero que sepas que nunca he conocido a nadie con tanto arrojo como tú. Que no importa que tu ADN esté mezclado ni que unos señores de otro mundo piensen que no vales nada, porque he podido ver por mí misma que tu ADN te hace increíble, y que lo que piensan esos señores no tiene nada que ver con quién eres tú, sino con quiénes son ellos. Que no tienes que dejar que te peguen para demostrar que no tienes miedo... porque sé que lo tienes.

Aparté la mirada. Cada una de sus palabras acertó a darme en un punto exacto, en un algo que no sabía lo que era pero que ya llevaba tiempo gestándose, y que ahora sé que no era más que el dolor por el trauma debido a tantos años de abuso. Nadie hasta entonces, ni siquiera yo, había hablado en voz alta sobre lo que me pasaba, sobre lo que me hacían y lo que yo mismo me hacía, por lo que fue la primera vez que me analizaban, y también la primera vez que sentía que alguien se estaba tomando la molestia de entenderme y de ver más allá de todas mis fachadas.

Me acordé de mi madre y sentí agudizarse el dolor que me martilleaba el pecho.

Aunque no me lo permití, quise llorar.

Ari continuó:

—Y que no sé si tienes a alguien que te apoye cuando estás muerto de miedo, pero yo sí lo he tenido. No sé lo que es que nadie te apoye, porque siempre he tenido gente a mi alrededor que me ayudaba y me sostenía cuando yo creía que no podía... y siempre pude, gracias a ellos. —La miré cuando pude controlar la amenaza del llanto. Sin soltar el zólov con una mano, extendió la otra hacia mí—. Yo te apoyo. Sé que no puedo hacer mucho porque no soy una niña elegida ni vengo de otra dimensión ni nada de eso, pero quiero que sepas que me gustaría sostenerte cuando creas que no puedes más. —Terminé aceptando su mano, aunque no paraba de dudar porque no quería sentirme más vulnerable—. Me gustaría darte la mano cuando creas que no tienes a nadie, y me gustaría convencerte de que nada de lo que te dice esa gente es cierto. En absoluto.

Estuve a punto de creérmelo por un instante. Quise creerme todas y cada una de sus palabras porque escucharlas, en el fondo de toda la incomodidad y la reticencia, me hacía sentir un poco mejor. El problema es que fueron muchos años de gente diciéndome lo contrario, por lo que me resultó imposible.

—Ari... —murmuré.

Un estruendo nos sobresaltó. Pesbas y Lórman habían conseguido tumbar a MetalGreymon. Régar tenía a Angewomon y la estaba asfixiando con las dos manos.

—Ve, tranquilo.

Me soltó. Me quedé un instante observando aquella limpieza de sus ojos antes de sonreírle, no sé si buscando tranquilizarla, tranquilizarme, o como una forma de escupir los nervios por lo que se avecinaba.

Se me ocurrieron mil cosas, y sin embargo solo pude decir una.

—Muchísimas gracias, pequeño saltamontes.

Dejé a Ari atrás.

Angewomon terminó por doblar las rodillas; estaba perdiendo fuerza. Régar la tumbó, se sentó sobre sus costillas sin dejar de apretar ese cuello que parecía tan frágil pero que no lo era en absoluto. El ángel aguantó mucho mejor de lo que cualquiera hubiera aguantado.

Me acerqué a ellos por la espalda de Régar mientras sacaba el aparato para manipular mentes del bolsillo del pantalón; luego pasé el brazo derecho por su cuello y el izquierdo por debajo de su axila. De esta forma me aseguré de que no se moviera más de la cuenta. Mantuve el aparato al resguardo de mi mano.

Lo pillé por sorpresa.

Régar empezó a quejarse, pero terminó soltando a Angewomon y levantándose conmigo. Su cuello era tan grueso y estaba tan fuerte que a mi brazo, aún no del todo formado, le costaba rodearlo por completo. Por eso me ayudé como pude para hacer palanca con la otra mano. Él forcejeó.

—Suéltame, mestizo.

Apreté más.

—Ordena a tus hombres que se detengan —dije.

—Ni lo sueñes.

Angewomon se puso en pie, debilitada, y preparó el arco con la punta de la flecha dirigida a su cráneo. Angemon le amenazó con su báculo desde otro ángulo. Tragué saliva y me acerqué a su oído.

No recuerdo cuándo dejé de temblar. Solo sé que lo estaba sosteniendo con una firmeza que nos estaba asustando a ambos.

—Tienes todas las de perder ahora mismo, Régar —murmuré—. Ordénales que se detengan o le diré a Ari que rompa tu juguete, los digimon te matarán y todo tu esfuerzo no habrá servido para nada.

No respondió. Movió la mandíbula con los dientes castañeando de puro nervio. No era solo la posición en la que lo estaba dejando delante de los digimon y de sus propios esbirros, sino que, además, el efecto de aquella cantidad de droga que se había tomado se le estaba pasando desde hacía rato, y su cuerpo empezaba a requerir de un descanso inminente. El calor que desprendía su piel me hacía sudar a chorro por debajo de la tela de la camiseta, aunque no estaba del todo seguro de qué cantidad de sudor era mía y cuál suya. Estaba hirviendo en fiebre, más que yo; sus reflejos fallaban, su templanza estaba desapareciendo y todo lo que era Régar estaba quedando por debajo de todo lo que la droga dejaba después en él: un cuerpo exhausto y fuera de control.

No había contado con que los digimon fueran tan fuertes ni con mi traición.

Lórman y Pyrus hicieron amago de moverse, pero Lilimon y Digmon los detuvieron.

Apreté aún más su cuello, le coloqué la cabeza en una posición que rozaba lo imposible, y comenzó a hiperventilar.

—¡Alto! —ordenó como pudo—. Deténganse todos.

Obedecieron. Tigasde se mantenía en un extremo de la cúpula, observando con el ceño fruncido. Pesbas parecía tan sorprendido que no tenía claro cómo reaccionar, mientras Lórman apretaba los puños a los lados de su cuerpo con una expresión evidente de indignación. Pyrus, en un estado deplorable, me miraba con la misma repudia de siempre.

Busqué a Ari con la mirada. Continuaba en su sitio. No fui capaz de pararme a ver su expresión. Miré a los elegidos que gritaban al otro lado de la cúpula.

¿Cuántas probabilidades había de que unos chicos humanos, dispuestos a dar su vida por dos mundos cuando uno ni siquiera era suyo, me dieran permiso para asesinar a un ser de otro mundo a sabiendas de que aún existía la esperanza de no tener que hacerlo? Lo más probable es que, si hubieran podido decidir por sí mismos, ni siquiera se les hubiera pasado por la cabeza la idea de que matarlo fuese una opción a contemplar, a menos que la situación se volviera desesperada. En cambio, ahí estaba yo, un mestizo de catorce años dispuesto a decidir por todos ellos que no era posible contemplar más opciones.

Sin quererlo, sin decidirlo, sin darse cuenta los obligué a volverse cómplices.

Todo fue decisión mía.

Régar me había pedido que asesinara a tres personas a lo largo de mi vida, pero solo había sido capaz de matar a dos. Quizás era una ironía del destino o un capítulo que debía cerrar quisiera o no quisiera. Fuera como fuese, terminé matando a una tercera persona, tal y como me había pedido.

No sé si soy capaz de explicar lo que su muerte significó para mí.

El caso es que hice decidir a los elegidos, humanos y digimon, que lo mejor era matarlo en ese preciso instante.

Taichi Yagami asintió. Me tomé su confirmación como un mero trámite, algo por lo que debía pasar aunque la decisión viniera, literalmente, de mi mano.

—Suéltame —me dijo Régar—. Ya se detuvieron.

Tragué saliva. En ese momento me sentía tan decidido a hacerlo, tan cabreado con él y con todo lo que me había hecho a lo largo de los años, que llegué a pensar que estaba en todo mi derecho de tomarme la justicia por mi mano. Sentía tanto rencor y tanta ira acumulados que incluso estaba deseando escuchar el crujido de su cuello, tal y como había escuchado el de Prus un año antes.

Creí que sería liberador, que en esa ocasión resultaría placentero.

Y estaba equivocado.

—Una de las muchas cosas que me enseñaste en todos estos años bajo tu mando es que no debo confiar en la palabra de un hombre que está a punto de morir y que lo sabe —murmuré. Forcejeó, apreté más, Angemon y Angewomon afianzaron sus amenazas y se detuvo. Temblaba. Por primera y última vez, Régar temblaba entre mis manos—. Me enseñaste que un trabajo bien hecho es aquel que está terminado, y que no debo dudar a la hora de asesinar a alguien que se interponga en mi camino. —Hice una pausa, cayendo entonces en la cuenta de lo que estaba a punto de hacer, en todo lo que eso implicaría. Se me quebró la voz cuando continué—: Tú siempre has estado en mi camino, Régar.

—Ni se te ocurra, mestizo —susurró.

Aun en esa situación, me aterrorizó su amenaza.

Chasqueé los dedos y los digimon no se lo pensaron: lo atacaron a la vez para debilitarlo. Recibí algún daño que me quemó la piel, pero no sentí el dolor en ese momento ni en las horas siguientes.

Lo solté y cayó bocabajo, prácticamente inconsciente. También me guardé el aparato para controlar mentes. Después me senté a horcajadas sobre sus omóplatos, dispuesto a agarrar su cabeza. Sin embargo, me detuve antes de rozar su piel.

Me temblaban las manos y el labio inferior. Los ojos se me llenaron de lágrimas que evité que salieran.

Recordé su amenaza implícita en aquellas últimas palabras, e imaginé sus ojos plateados ardiendo en frío mientras me lo decía. Era absurdo tenerle miedo en ese estado. No tenía sentido.

No obstante, si yo estaba temblando no era solo por verme incapaz de matarlo.

Inspiré hondo.

No me atrevía. Pensaba que no sería capaz de hacerlo, que me había equivocado en todas y cada una de las decisiones que había tomado desde que Régar llegó a mi vida. Me sentí un cobarde y un fracaso por dudar, como si todos los sacrificios que había hecho hasta entonces se hubieran echado a perder a pesar de que dudar era lo más humano que tenía.

Miré en derredor. Los digimon sosteniendo a los sombra, los elegidos expectantes tras la cúpula.

—Nadie viene a ayudarnos —dijo Angewomon, que seguía con la línea de pensamiento que yo mismo le había metido en la cabeza—. No podemos esperar más.

Parpadeé varias veces para no llorar.

«No puedes llorar», me dije. Y no lloré.

Miré a Ari en busca de la fuerza que no tenía.

«Yo te apoyo», me había dicho. ¿Hasta qué punto? ¿A qué coste?

Se puso en pie. Ese cuerpo pequeño, delgado, con el cabello demasiado lacio para su gusto y aquellos ojos nunca demasiado nada para el mío. El miedo en su mirada franca; el apoyo, la lealtad, la confianza en mí, en un chico destrozado hasta el tuétano que no era capaz de ver una mísera mota de algo que valiera la pena en sí mismo. Toda la confianza y el valor que yo no tenía los portaba ella, y tan solo había necesitado unas pocas frases para hacérmelo ver.

Las comisuras de sus labios dibujaron una sonrisa, tranquilizadora pero honesta, que parecía decir algo como «lo que vas a hacer es horrible, espantoso, y aun así estoy contigo. Estoy de tu parte. A tu lado. Todo irá bien».

Era la única que lo decía en serio, sin aparatos interfiriendo, porque lo pensaba de verdad.

No necesité nada más.

Aferré con fuerza la cabeza inmóvil de quien había sido mi maestro durante más de media vida, y me humedecí los labios.

Volví a mirar a Ari. Entendió que no tenía por qué presenciar aquello. Apartó la vista de nosotros y yo la devolví a Régar. Al tipo grande y tosco, fuerte y violento que me había enseñado, amaestrado, manipulado, maltratado, cuidado y guiado a lo largo de ocho años enteros.

Se me volvió a empañar la mirada con la amenaza de mis propias lágrimas, pero me juré, por lo más sincero que me quedaba, que no derramaría una sola lágrima más por la persona que más lágrimas me había quitado.

Ni una sola lágrima quería él cuando maté a otros; ni una sola lágrima quise yo al matarlo a él.

Aun así no pude evitarlo:

—Lo siento —susurré con un hilo de voz—. Lo siento muchísimo, Régar. Lo siento. Perdóname.

Y le partí el cuello.











Sombra&Luz

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