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Capítulo 20

Al día siguiente fui al instituto. Mi madre no intentó detenerme, aunque en el fondo estaba deseando que lo hiciera.

Fui a clase, fingí que no pasaba nada, puse mi nombre en el examen de Historia, evité todo lo posible a Ari y a los niños elegidos, y por la tarde entré en casa con las llaves y por la puerta, en un intento por deslavazarme todo lo posible de cualquier cosa que me recordara que había nacido siendo mitad sombra.

Por eso sentí que el mundo se me venía encima cuando vi a Régar postrado en el sofá de mi casa, con los brazos cubriendo el respaldar en toda su extensión. Sonrió al verme llegar, pero sus ojos plateados destilaban tanta ira que creí que se levantaría para pegarme sin decir nada.

No lo hizo.

Advertí su mandíbula bailando por la rabia contenida, y casi pude ver una vena hincharse en su cuello.

—Bienvenido a casa, mestizo.

Puse las llaves sobre la mesa y dejé caer mi mochila hasta que pude soltarla al lado de las llaves.

—¿Me necesitas hoy? —pregunté mientras me ponía a buscar la capa negra y la máscara de repuesto entre los libros. Aunque evitaba mirarlo, terminé haciéndolo al escuchar su risa ahogada.

—¿Y me lo preguntas ahora? ¿Dónde mierda has estado este fin de semana?

La segunda pregunta tenía un tono diferente a la anterior; más tosco y menos irónico.

—No sabía que me necesitabas.

—¿Dónde está tu madre?

Tardé en responderle. Me entretuve rebuscando en sus ojos el motivo por el que quería saberlo, pero tan solo se me ocurría que sería para hacerle daño o, más concretamente, para hacerme daño a mí.

—No lo sé.

Se puso en pie con el cuello estirado hacia delante. Régar no necesitaba de muchas armas para resultar amenazante, teniendo en cuenta su cuerpo robusto, su fuerza y su actitud segura de sí mismo, pero cuando se enfadaba se le rebosaban las advertencias de peligro por los poros. Era como si su piel comenzase a chillarme que debía salir corriendo antes de que le diera tiempo a ponerme una mano encima, y cuando eso pasaba yo solo podía tensar el cuerpo y esperar.

—¿Me estás mintiendo, mestizo?

—No, no sé dónde está. Acabo de volver del instituto. No la he visto desde esta mañana.

Me rodeó el cuello con una mano y me tumbó con brusquedad sobre la mesa. Aunque los libros se me clavaban en la espalda, estaba más pendiente de intentar respirar que del dolor. Llevé las manos a su muñeca gruesa.

—No es la primera vez que no te aviso de que vayas, pero sí es la primera vez que tú no vas para comprobar si te necesito o no. ¿A qué juegas, mocoso? ¿Intentas librarte de mí?

Negué con la cabeza como pude. La presión sobre mi cuello no dejaba pasar el aire, y no me atreví a forcejear para librarme de él. De todas formas no hizo falta, porque me soltó en cuanto escuchó la puerta abriéndose. Tosí y me incorporé sin bajarme de la mesa. Mi madre cerró detrás de sí con lentitud, sin quitarnos la vista de encima.

—No intento librarme de ti —dije a duras penas.

Mi intención real, la de distraer a Régar de ella, no surtió efecto. En una milésima de segundo se encontraba haciéndole lo mismo que me había hecho a mí momentos antes. Mi madre soltó las dos bolsas de compra y empezó a boquear con los ojos muy abiertos. Sus extremidades delgadas se movieron por el aire antes de centrarse en el brazo musculado que la distanciaba de su opresor, del que intentó deshacerse sin éxito, justo mientras yo me teletransportaba a ese hueco que había entre ellos. Clavé los dedos en el brazo de Régar, aunque sabía que no serviría para apartarlo, y lo miré a los ojos.

—Suéltala —le supliqué—. Por favor, sea lo que sea que haya pasado, págalo conmigo.

Como ya expliqué, una de las características de los sombra es que tenemos mayor resistencia física. Palizas como las que yo recibía de forma semanal seguramente servirían para enviar al hospital a cualquier humano o, en los casos más graves, matarlo. Por eso sabía que mi madre no soportaría más que un par de minutos así, y también por eso prefería que se desquitara conmigo antes que con ella.

Vi la ira fulgiendo en sus ojos plateados, primero dirigidos hacia mi madre como si estuviera fuera de sí, y después hacia mí.

Pero yo sabía que no estaba fuera de sí. Conocía esa mirada. Sabía que podría parar en cualquier momento y que todavía tenía margen de descontrol, por lo que apelé a esa poca capacidad racional que le quedaba para convertirme en su objetivo.

Noté que tensaba más la mandíbula, el brazo y, por lo tanto, también la presión sobre el cuello de mi madre. Los quejidos ahogados en mi oído me estremecieron, pero no me bloquearon. Cerré la mano derecha en un puño que asesté de lleno en el estómago de Régar, con toda la fuerza que pude. Él se quejó y dobló ligeramente el cuerpo. Mi madre pudo encontrar algo de aire que aspiró en una bocanada.

Después supe lo que venía. No quise evitarlo; recibí su puño en mi pómulo. El dolor en los huesos de las mejillas se trasladó hasta mis dientes y me retumbó en la cabeza. Régar soltó a mi madre, me agarró a mí del cuello y me estampó contra ella varias veces hasta que, furioso, me apartó de aquel rincón y me lanzó con fuerza contra la mesa. Me desplacé sin quererlo sobre su superficie lisa hasta que caí al otro lado junto a mi mochila, de la que se desprendieron los libros abiertos por páginas al azar.

—¡¿Te estás burlando de mí, mestizo?!

Vi sus piernas por entre las patas de madera. Mi madre, agazapada al fondo, todavía trataba de recuperar el aire. Régar llevó las manos debajo de la mesa, así que me puse en pie para apoyar las mías en su superficie.

—¡No me estoy burlando de ti! ¡Escúchame! ¿Por qué piensas que estoy tramando algo?

—Te encomiendo que vayas a por el cargamento a Trohnad, lo dejas en su sitio sin darme aviso y con uno de los paquetes abiertos y usados; lo reviso y me encuentro con que falta, además, otro paquete, y encima desapareces durante dos días más y no pasas por el castillo ni para asegurarte de que no me hayan entrado ganas de reventarte la puta cara durante ese tiempo. ¿Todavía me preguntas por qué lo pienso?

Alcé una mano para intentar tranquilizarlo.

—El cargamento estaba completo cuando lo dejé. Me aseguré de llevarte los seis paquetes que te llevo siempre.

—¿Y por qué me falta un saco, mestizo?

—No lo sé.

Apretó los músculos de la cara antes de elevar los brazos con fuerza para lanzar la mesa, que dio un par de vueltas en el aire, me golpeó el mentón con una de sus esquinas y cayó al suelo patas arriba y con un estruendo. Mi madre se sobresaltó, pero no se movió de su sitio. Régar se acercó para agarrarme de la pechera de la camisa.

—No me gusta que jueguen conmigo, y menos un maldito mestizo con sangre diluida en agua de cloaca, ¿me entiendes?

No me dio tiempo a responder. Volvió a lanzarme y esta vez caí entre las patas de la mesa.

Mientras empezaba a recordar lo que había ocurrido con Nedrogo el viernes, también empezaba a enfadarme. Los golpes que estaba recibiendo no eran culpa mía, y aunque el viernes todavía estaba algo confuso en mi mente, tenía la certeza de que Nedrogo me había asegurado que tan solo estaba ahí para supervisar que hacía lo que Régar me había encomendado. Por eso, y por la rabia que ya había estado envenenándome durante todo el fin de semana, fue por lo que empecé a notar que el miedo y la cautela dejaban paso a un descontrol que esta vez no venía por parte de Régar.

—¡¿Qué es lo que no estás entendiendo?! —grité—. ¡Dejé los seis sacos de droga donde los dejo siempre!

Hinqué una rodilla en la madera y él se acuclilló frente a mí mientras hacía movimientos con la boca que delataban sus ganas de golpearme.

—Entonces, ¿dónde está el paquete que falta? —masculló.

—Pregúntaselo a Nedrogo.

—Nedrogo me dijo que te lo preguntara a ti. —Entornó los ojos—. ¿No fuiste tú el que se encargó de ellos?

Apreté los dientes. Me hervía la sangre, y sabía que era precisamente por eso por lo que, en el fondo, Régar empezaba a creerme. Estiré la mano para tocarle el brazo y me lo llevé de allí sin consultárselo.

Cuando aparecimos en el castillo, me puse en pie y busqué a Nedrogo por todas partes hasta que di con él. Entonces me teletransporté a su lado. Le hice una zancadilla rápida para obligarlo a apoyar una rodilla en el suelo y poder agarrarlo de la coleta castaña, con lo que lo obligué a mirar el techo y a escucharme con atención. No sabía cuántos sombra había a mi alrededor, pero no debían ser muchos.

—¿Qué le has dicho a Régar? —pregunté.

—Suélt...

—¡¿Qué le has dicho a Régar, maldita rata?!

En aquel entonces no fui consciente, pero se formó un silencio a mi alrededor que, si lo pienso ahora, puedo decir que casi sonaba a respeto.

—¡La verdad! ¡Fuiste tú a por la droga!

Volví a apretar los dientes. También apreté la mano con la que le sostenía la maraña de pelo y le arranqué algunos mechones.

—Yo fui a por la droga y tú me tendiste una trampa en el cuarto —mascullé—. Llevaste a personas ajenas, abristeis uno de los paquetes para drogarme y divertiros conmigo, y luego escapé y os quedasteis solos con la droga. ¿Le vendiste uno de los sacos a una de esas personas para no tener que devolver el dinero, Nedrogo? ¿Lo hiciste creyendo que podías culparme de todo para que yo me llevara el castigo? ¿Es eso?

—¡Yo no toqué la droga!

Le di un puñetazo en la cara. Después le di un rodillazo tras otro y tras otro. Lo estampé contra el suelo y continué asestándole patadas y golpes en el cuerpo y en la cabeza, sin detenerme a pensar en qué partes del cuerpo estaba acertando a dar.

Perdí el control.

Lo agarré de las orejas para levantarlo con la excusa de volver a darle un nuevo rodillazo. No me importó ver su sangre derramándose. Tampoco me importaron sus intentos de insulto ni sus quejidos casi suplicantes, y mucho menos la vergüenza que debía de estar sintiendo porque un mestizo como yo, un puto crío que no pertenecía del todo a ninguno de los dos mundos, estuviese dándole una paliza delante de otros sombra sin otorgarle la oportunidad de defenderse.

Me importó tan poco todo que yo mismo dejé escapar algunas lágrimas de impotencia.

Tardé en darme cuenta. Cuando fui consciente de lo que estaba haciendo, mis golpes comenzaron a perder fuerza y me sentí igual de miserable que el viernes anterior. Verlo en el suelo, con el rostro deformado por los golpes y el cuerpo en posición de defensa, en busca de una protección que de poco le había servido, me hizo sentir peor.

Me sequé con disimulo las pocas lágrimas que había dejado salir al recordar que Régar y algunos de sus hombres seguían ahí, y no dije nada cuando este pasó a mi lado, apoyó una mano en mi hombro y agarró a Nedrogo para levantarlo.

—Iba a darte yo, pero es mucho más divertido verte siendo ridiculizado por un pobre mestizo —le dijo—. Admito a mentirosos, estafadores, ladrones y asesinos entre mis hombres, Nedrogo, pero no admito que ninguno de ellos se vuelva contra mí. Tienes seis horas para devolverme mi mercancía y darme el dinero que ganaste con ella y con el mestizo, o eres hombre muerto. ¿Lo captas?

La cabeza de Nedrogo se balanceó hacia abajo y hacia arriba a duras penas. Luego, Régar lo dejó caer con brusquedad y volvió a apoyar una mano en mi hombro mientras me miraba y sonreía.

—Vas por buen camino, Nilal.

No respondí.

Las pocas veces que me había llamado por mi nombre sombra había sido en momentos en los que estaba demasiado cabreado con otras personas como para denigrarme más de la cuenta, tal vez casi orgulloso en ocasiones, por lo que su connotación denotaba que, en efecto, había logrado poner una esperanza en mí que yo no tenía, pero que me aterraba tener. Y me aterraba de tal manera que el estómago se me puso del revés y las piernas comenzaron a temblarme.

Sabía que, de alguna forma, ese día me había parecido mucho a ellos.






Sombra&Luz

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