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2022, 29 de octubre | Parte III

2022

Dieciséis años parecen más cuando dos tercios de ellos te los has pasado entre cárceles, literales y simbólicas.

Volver allí, al lugar donde trabajé durante ocho años para la persona que más me ha marcado es... doloroso.

No encuentro otra forma de definirlo.

Sospecho que aparecerme en los alrededores del castillo sería como meterme delante de la lente de un francotirador, por lo que opto por entrar directamente en la boca del lobo. Lo hago con las rodillas temblándome más de lo que recuerdo que podían y con el corazón palpitándome tan fuerte que siento que cualquiera podría oírme.

Piso la roca fría y oscura ya acuclillado. Me encuentro agazapado en la esquina del fondo de una de las celdas, las mismas en las que encerraron a Uf-Tá, a Patamon, y quién sabe si también a Takeru. Por un momento me arrepiento de haber venido, pero enseguida me deshago de esa sensación, justo cuando el Takaishi de catorce y quince años se me pasa por la mente.

Siento que se lo debo, al de esas edades y al actual.

Es posible que además me lo deba un poco a mí.

Si he podido llegar hasta una celda es porque nadie está usando un zólov para protegerlas de los sombra, así que por ese lado no hay peligro.

El aire no me parece frío como en Japón, sino tan gélido que me duele la piel de las mejillas. Sin embargo, tardo algunos segundos en sentirlo. Primero me tengo que acostumbrar a la penumbra y saber exactamente qué tengo a mi alrededor para, ya una vez sintiéndome un poco menos vulnerable, advertir que la piel del rostro se me acartona.

La oscuridad me resulta tan densa que no puedo evitar preguntarme cómo mis ojos se habituaban tan rápido cuando tenía seis, nueve, trece años.

Trago saliva sin hacer ruido. No soy capaz de moverme ni un ápice en, tal vez, cinco minutos. Controlar la respiración se vuelve realmente complicado. El silencio es tan denso como la oscuridad, y tan solo se ve roto por el goteo pausado de alguna fuente pobre de agua.

Una diminuta rendija de luz tenue se cuela por detrás de mí, sobre mi cabeza. Llega hasta el pasillo. Sé que proviene de un ventanuco, un pequeño tragaluz que tienen estas celdas, aunque creo recordar que era más grande.

La celda está vacía y abierta.

Cuando mi cuerpo se atreve a aceptar que es hora de moverse, giro el cuello para mirar al ventanuco, que tiene el mismo tamaño que recuerdo pero que está tapado casi por completo por una densa capa de vegetación que proviene de fuera.

Me pongo en pie lentamente, como si hubiera algo escondido que pudiese atacarme si me moviera con brusquedad.

No ocurre nada.

Despacio, doy los primeros pasos y, con todo el sigilo del que soy capaz, me asomo al pasillo. La oscuridad se extiende de un extremo a otro, aunque se aclara un poco frente a las celdas que parecen conservar sus ventanucos con alguna rendija hacia el exterior.

Fuera es de noche, como la mayoría del tiempo en este lugar, por lo que la luz debe provenir de uno de los dos satélites.

No veo a nadie ni escucho nada. El silencio lo llena todo. Lo único que veo son las escaleras al fondo. El aire está tan viciado que no soy capaz de identificar todos los olores. Huele a cerrado, a humedad, a vegetación y a algo apestoso que me recuerda a podrido.

Con el corazón en un puño, me atrevo a salir. Recorro el pasillo cautelosamente, asomándome con cuidado a cada una de las celdas, hasta que doy con la que reconozco que fue de Patamon. La encuentro cerrada, vacía, y sin el zólov que había estado robándole energía dieciséis años atrás.

Vuelvo a tragar saliva. Supongo que las autoridades de Ofiuco pasaron por aquí antes de los juicios y se lo llevaron.

Sigo recorriendo el pasillo y llego hasta la celda de Uf-Tá, donde reina en su centro una enorme mancha oscura que sospecho que se trata de su sangre seca mezclada con sus propios fluidos. Uf-Tá pudo salvarse en su día, pero murió un par de años más tarde, en la cárcel.

Sigo adelante, hacia las escaleras. Mientras las subo, tengo que sostenerme a la pared con una mano, a la vez que me concentro en que las piernas respondan a mis órdenes y no decidan salir corriendo hacia atrás.

Me detengo en el último escalón.

Enfrente tengo otro nuevo pasillo, más amplio y menos sucio, aunque igual de decadente. Hay una fuente de luz al fondo, pero no me asusto. Sé que, una vez más, se trata de la luz de alguno de los satélites, que se cuela a través de los huecos que dejan las paredes caídas y la ausencia de algunas puertas en las salas que dan al exterior.

No escucho nada. La fuente pobre de agua ha debido de quedarse atrás, en alguna de las celdas.

La sensación que me producen estas ruinas aparentemente abandonadas es tan turbia que siento pinchazos en el pecho y el abdomen. Cierro la mano que tengo apoyada en la pared, en un intento por infundirme la fuerza que no creo tener ahora mismo. Luego inspiro hondo, tratando de calmar los latidos que me bombean el pecho. Al exhalar, el aire sale convertido en vaho.

Subo el último escalón como si diera el último paso en un pelotón de fusilamiento.

A mi alrededor está todo tan vacío como en las celdas. Otro pasillo se extiende a mi derecha, esta vez más amplio que los otros dos. Decido recorrer este primero porque aún no me atrevo a ir por el otro.

En él encuentro varias salas que conozco de sobra; un par de ellas que usábamos de entrenamiento, las que usaban para dormir... Todas vacías, tan solitarias y tranquilas que me cuesta no sentir alguna presencia detrás de mí, como si sus fantasmas estuvieran acechándome.

Sé, o quiero pensar, que está todo en mi cabeza, que estoy completamente solo. Yo, el silencio, la oscuridad, mi corazón martilleándome el pecho y el miedo que me estremece casi a cada paso.

Nadie más.

Pronto llego a la sala que es mi objetivo, aquella en la que vi a Takeru por última vez antes del final. A través del hueco que deja la puerta entreabierta se percibe la misma luz grisácea que proviene del exterior, y a una parte de mí le cuesta creer que al otro lado no hay nadie esperándome.

Por eso me detengo, casi paralizado, a escuchar con atención.

Nada.

Tan solo el eco lejano de las palabras que dejaron de pronunciarse dieciséis años atrás.

Pero es probable que eso solo esté en mi cabeza.

Trago saliva e intento asomarme sin mover la puerta carcomida. Donde antes había un ventanal ahora encuentro un enorme espacio vacío, que es desde donde se cuela la luz. Los cristales están en el suelo, hechos añicos, esparcidos sobre la roca irregular. Me muevo para poder mirar hacia el otro lado, por la rendija diminuta que hay entre las bisagras, y entonces atisbo a percibir unos grilletes en la pared del fondo.

Noto un sarpullido en la piel de los brazos. No sé si hay algún insecto que me ha picado o si los nervios por estar aquí empiezan a manifestarse de formas que hasta ahora no conocía.

Sea lo que sea, sé que debo seguir.

Apoyo una mano en el picaporte oxidado y empujo la puerta, que se desplaza hasta abrirse del todo con un chirrido que llena el lugar. Observo mi alrededor, nervioso, en busca de alguien a quien esté molestando. Lo único que encuentro es algo correteando al fondo de la sala, que ahora está abierta de par en par, y que desaparece en algún lugar entre los huecos de las rocas. Me consuela saber que lo único que parece darse cuenta de que estoy aquí cabe por sitios tan pequeños.

La sala está completamente vacía. Lo único que hay en ella, aparte de cristales rotos, rocas caídas y grilletes con los que alguna vez estuvo atado Takeru, son manchas oscuras, parecidas a las que hay en la celda de Uf-Tá y... huesos.

Me muerdo el labio y observo el pasillo, para asegurarme de que sigo solo, antes de adentrarme en la sala. Me acuclillo para verlos. Están reposando justo bajo los grilletes, sobre una mancha negruzca en el suelo de roca de la que ya ni los insectos pueden sacar provecho.

Aquí alguna vez estuvo atado Takeru, yo recibí un par de palizas, y el dueño o la dueña de la voz misteriosa tuvo, al menos, una conversación rarísima con Régar.

No obstante, nada de eso explica que haya restos de algo que claramente se descompuso aquí. Escudriño el cráneo con el corazón en un puño. Podría ser tanto un humano como un sombra como un digimon con una estructura muy parecida a la de un ser humano. Esta última teoría es la que menos me convence.

Pero, si las autoridades de Ofiuco pasaron por el castillo hace dieciséis años, se llevaron los zólov y cualquier pista que les ayudase en nuestros juicios, y no sacaron de aquí a quien estuviera atrapado... es porque no estaba. Lo que significa que alguien pasó por el castillo después de nosotros y lo usó para atar a otro alguien.

La composición de las criaturas que viven en este mundo es muy diferente a la de los humanos y los sombra, por lo que es evidente que quien pasara por aquí tenía la habilidad de teletransportarse o la capacidad para viajar entre mundos de alguna otra forma. Y, claro está, quien estuviera atado no la tenía.

Inspiro hondo mientras echo un vistazo en derredor sin levantarme. Si no hubiera restos delante de mí, hubiera pensado que nadie había pasado por aquí desde que nos fuimos. No encuentro ni un solo rastro más que lo indique; ni huellas, ni cambios en el lugar aparte del cristal roto, ni marcas nuevas salvo la que dejaron los órganos de quien ahora no es más que un montón de huesos.

Me pongo en pie y examino el lugar con minuciosidad antes de salir para continuar recorriendo el pasillo.

Paso por más instalaciones que usaban como baños, como salas de interrogatorio, como lugares de almacenamiento... y, con las manos temblando como si estuvieran hechas de gelatina, me detengo frente a una puerta que se encuentra en la zona más profunda del castillo.

Está abierta y casi en completa oscuridad.

De pronto advierto que me cuesta respirar, que el aire me hace daño en los pulmones, aun cuando siento que no llega del todo hasta ellos.

¿Qué demonios estoy haciendo aquí?

¿Cómo se me ocurre haber venido?

El vaho me dificulta la visión cuando no puedo evitar respirar por la boca. Creo que voy a empezar a hiperventilar en breve, así que me doy una cachetada. Es una manía terrible que arrastro de aquellos días, pero que en momentos extremos me es útil.

El dolor me devuelve al presente, al menos un poco. Lleno mis pulmones de aire y me adentro, sintiendo que puedo desplomarme de un momento a otro. Hay varias mesas vacías. Me consta que alguna vez estuvieron casi todas llenas de cargamentos de diferentes drogas que yo mismo traía y depositaba en ellas.

No sé cuándo he empezado a llorar. Me doy cuenta cuando doblo las rodillas y las dejo caer al suelo, como si hubiera vuelto a ser el crío que sentía que no podía más, pero que pudo.

Intento enjugarme las mejillas, pero las lágrimas vuelven a mojarlas cada vez, así que desisto al segundo intento.

No obstante, no quiero permitirme el quedarme estancado en este lugar.

Me levanto y me marcho. No sé por qué estoy enfadado ni por qué me frustra seguir derramando lágrimas y luchando contra mis rodillas para que me sigan manteniendo en pie. Solo sé que, de pronto, hay muchísimo ruido mientras atravieso el pasillo, paso por delante de las escaleras y continúo por el otro pasillo hasta llegar a la sala principal.

Allí me detengo. El ruido no cesa. Sé que está todo en mi puta cabeza, pero no puedo detenerlo. Las voces, los golpes, las risas, todo duele como si estuviera pasando justo en este momento.

Miro el trono. Hay gotas de sangre seca en el suelo que sé que me pertenecieron. Me llevo una mano por detrás del hombro sin darme cuenta, como si me picaran las cicatrices de los latigazos, al mismo tiempo que escucho a Régar gritarme una y otra y otra vez que soy un puto traidor con sangre diluida en agua de cloaca que debería estar muerto.

Me dejo caer de cuclillas con las manos en la cara, frente al trono. Oigo la voz de Prus suplicándonos que no lo matemos, la de Pyrus gruñéndome, la de Nedrogo ordenándome que lo siga, la de Lórman riéndose de alguna broma de Régar, y la de este último...

«Bien hecho, Nilal».

Me estremezco de arriba abajo. Niego con la cabeza. Me llevo las manos al pelo, frustrado, y me lo agarro con fuerza. Trato de respirar con normalidad.

«Uno. Dos. Tres. Cuatro», y vuelta a empezar.

Poco a poco, las risas cesan, los golpes desaparecen, las voces callan y el dolor disminuye.

Nada de eso está pasando. Todo pasó. Estoy a salvo, ya no soy un niño indefenso a las órdenes de nadie.

Sin embargo, aquel niño indefenso sigue tan herido que aún siento cómo sangra.

Suelto mi pelo y levanto la cabeza, con las lágrimas desplazándose a menor velocidad. El trono está vacío, yo ya no estoy atado a él, y Régar está muerto.

Me seco la barbilla sin dejar de mirarlo. Una parte de mí todavía puede verlo, con aquella piel morena, los dientes blancos y perfectos enmarcados en su sonrisa socarrona, la barba inmaculada y el tabique ligeramente pronunciado de su nariz; con esos músculos hinchados y sus poros supurando advertencias de peligro.

Pero sé que ya no está. Sé que, al igual que quien muriese atado a los grilletes de la habitación del fondo, Régar ya no es más que un montón de huesos.

Y nada de eso me alivia.

No obstante, hay algo en haber venido a este lugar que, de alguna manera, está calmando una parte de mí que no recordaba que estuviera tan inquieta. Tal vez necesitaba comprobar que realmente la vida aquí se había detenido.

He perdido la noción del tiempo. Me tomo algunos minutos más para serenarme y dejar que se me sequen las lágrimas. Luego me pongo en pie.

—No lo siento, Régar —murmuro, despacio—. No me puedo lamentar de que estés muerto. Solo... Admito que a mí también me hubiera gustado que fueras diferente. —Chasqueo la lengua cuando se me vuelven a escapar un par de lágrimas. Me seco las mejillas con la manga de la camisa y ya no salen más—. Ojalá lo hubieras sido.

A una parte de mí, o a todas, le hubiera gustado dejarle una flor. Solo una.

Sé que su cuerpo acabó bajo tierra y posteriormente convertido en abono para plantaciones en Ofiuco. Es lo que hacen con aquellos a quienes nadie reclama. Sus huesos, una vez sacados del compostaje, fueron enterrados en otro lugar, bajo un pedazo de roca diminuta con su nombre grabado que tarde o temprano se perderá para siempre.

Fui a verlo una vez. Ni le llevé una flor ni nadie lo había hecho antes.

Supongo que nadie cree que alguien que hizo tantas cosas malas merezca algo bonito, ni siquiera después de muerto.

Creo que yo también lo pienso.

Da-Ba'a ehn tume phazí —susurro, en voz tan baja que casi no soy capaz de oírme.

Luego me quedo mirando su trono en silencio durante unos minutos más, hasta que dejan de escocerme las cicatrices.

Me parece que comienzo a entender que, aunque su marca me acompañará hasta el fin de mis días, Régar ya no tiene poder sobre mí y nunca más lo tendrá.

Soy libre, aunque me haya costado casi toda la piel, noches y días de pesadillas, y toda una vida conseguirlo.

Lo soy, incluso a pesar de los traumas.

Y eso nadie me lo puede quitar. Régar el que menos.

Doy un par de pasos hacia el trono. Piso la sangre que me hizo derramar y ladeo la cabeza.

—La cabeza fría y la sangre caliente, Régar —musito—. Espero que estés descansando en paz.

Minutos después, voy a la sala donde escuché aquella voz. Agarro un par de huesos y regreso a casa de Izzy.

Estoy seguro de que querrán saber más sobre eso.



2022, 29 de octubre

Ninguno de nosotros es capaz de dar con alguna teoría que explique el origen de los huesos que Jake encontró, aunque me gusta pensar que son de alguien que no tuvo ninguna relación con algo que nos incumba.

Ha tardado más de quince minutos, más bien alrededor de cincuenta, pero no le culpo. Aunque estábamos todos taquicárdicos, entiendo que Jake se sintiera en la necesidad de explorar el lugar en el que pasó una buena parte de su infancia y su adolescencia. Ha vuelto con nosotros casi tan pálido como cuando Izzy mencionó la posibilidad de que alguien estuviera haciéndose pasar por Régar, aunque con la mirada más perdida y algún signo casi imperceptible de que probablemente estuvo llorando. Tiene los ojos un poco hinchados.

Ari le da un beso en el hombro cuando piensa que nadie mira.

Durante el tiempo que Jake estuvo fuera, Tai se acercó a hablar con Izzy. Sospecho que fue por la tensión que se generó antes, cuando Izzy mandó a Jake a investigar. A Tai no le gustó la idea, y entiendo por qué, pero tampoco podemos tenérselo en cuenta a Izzy, con el año tan complicado que ha tenido.

Izzy se queda con los huesos que trajo Jake, para analizarlos y ver si puede sacar algo en claro con la ayuda de Joe.

Hablamos un poco más sobre eso hasta que, al cabo de un rato de no tener ninguna teoría factible, Yolei dice:

—Me pregunto, Jake, si tú y el resto de sombra pueden ir al Digimundo sin problemas, sin necesidad de abrir puertas o de que el Digimundo les deje pasar.

Jake se encoge de hombros.

—No he ido mucho, y nunca lo he intentado con la puerta cerrada, creo.

—¿Han podido averiguar algo sobre las profecías? —interviene Hawkmon desde la pantalla.

—Me temo que no —sentencia Gennai a su lado—. Tentomon y yo estuvimos buscando entre algunas ruinas y no encontramos nada de nada. Es posible que aún no se haya profetizado del todo la verdadera profecía, y que la parte del Monte Infinito la esté guardando alguien que no quiere que la encontremos.

El silencio cae con una densidad que me complica la respiración.

Todos estamos cansados de que el peligro no parezca acabarse nunca; de que, cuando parece que ha llegado el final, surja una nueva pista que nos lleve a pensar que hay algo acechándonos que aún no ha hecho aparición, como una última función estelar cuyos ensayos tan solo podemos intuir tras bambalinas.

Sospechamos, por ejemplo, que el hecho de que BanchoLeomon pareciera fuera de sí en 2006 podría tratarse de un hecho aislado sin mayor importancia. No obstante, que los digimon perdieran la memoria de esos días y que Gennai se encontrase, ya entonces, fuera de juego, no hace más que complicar la certeza en nuestras suposiciones.

Es imposible saber lo que ocurrió, aunque no quiero sacar el tema porque todos lo dieron por zanjado al no encontrar que aquello hubiese ido a más.

Sin embargo, ¿quién le borraría la memoria a Yung y a Nakano? ¿Sería, realmente, aquella criatura? A nosotros sabemos que nos la borró Ofiuco, pero ¿a Yung y a Nakano? ¿Qué sentido tendría que Ofiuco interviniera en eso? No se ha solucionado nada con esos borrados de memoria, ni siquiera la privacidad de los sombra.

¿Y si Izzy tiene razón, y lo que hicieron con Yung fue intentar lo mismo que hicieron conmigo? ¿Y si vuelven a intentarlo?

Los sonidos de la puerta principal cerrándose y de unos pasos me sacan de mis pensamientos.

La pequeña Katia esquiva a Jake, a Ari y a Tai, y llega hasta su padre, que le apoya una mano en la cabecita cuando la niña le abraza una pierna.

Cuando los señores Izumi empiezan a hablar, ya sé que la conversación se ha acabado. Mimi se despide tras algunas bromas con Palmon y Yolei, alegando que Michael está a punto de despertar y que no quiere que él y el niño se preocupen. Los señores Izumi se detienen a hablar con Sora y Matt sobre el bebé, que se ha despertado y pronto se convierte también en el centro de las atenciones de Yolei, Ken, Joe y Kari.

Tai se acerca a Jake y Ari, y empieza a intercambiar palabras con ellos. Los ojos de Jake parecen menos hinchados; su mirada, ligeramente más presente. Algo en ella me dice que también está más tranquilo. Cody e Izzy se les unen instantes después, con Katia persiguiendo al segundo.

Davis y yo intercambiamos miradas y algunas impresiones, él entre bocado y bocado, y yo escudriñando nuestro alrededor. Yung se mantiene a dos asientos de mí, escuchando a ratos nuestra conversación y observando a ratos la pantalla con los digimon.

No sé lo que nos deparará el futuro. Tan solo me tranquiliza saber que, sea lo que sea, permaneceremos juntos frente a todas las adversidades.

Como siempre lo hemos hecho.






FIN


Sombra&Luz

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