Capítulo XII (Parte II)
Souta Yagami lanzaba el balón de fútbol al aire, caminando varios pasos por delante de su padre. El hombre, con la pequeña mochila de su hijo colgando del hombro izquierdo, miraba al niño de pelo castaño tararear una canción a poco menos de metro y medio de él. El sol había comenzado a ocultarse por detrás de los edificios, como si quisiera esconderse de Tai y de Souta, iluminándolo todo tenuemente con una luz anaranjada. Tai se detuvo de pronto y miró la espalda del pequeño de diez años, que se alejaba con tranquilidad y alegría, ajeno a cualquier mal que pudiera existir en ese mundo y en el otro. Tras varios pasos más, Souta se giró y vio a su padre parado.
-¿Papá?
El hombre lo miró unos segundos más en silencio hasta que bajó el brazo izquierdo con la mochila en la mano y la dejó a un lado. Después, dio dos palmas y se inclinó un poco. Souta lo entendió al instante: su padre quería jugar al fútbol. Con una enorme sonrisa que dejaba entrever sus diminutos dientes de leche, el niño dejó la pelota en el suelo y, sin usar nada más que la agilidad de sus piernas, la llevó hasta donde estaba su padre. Tai hizo un pequeño amago de quitarle el balón, pero Souta lo esquivó con soltura y terminó marcando gol en la portería que ellos mismos habían improvisado en su imaginación. El pequeño, con un grito de victoria, llevó la parte baja de su camiseta del equipo de fútbol hasta su cabeza y corrió feliz, con los brazos extendidos, imitando a los jugadores que él y su padre habían visto en más de una ocasión. Souta se sintió entonces un verdadero futbolista de élite.
Cuando el niño se detuvo y se quitó la camiseta de la cabeza, se encontraba por detrás de su padre, cerca de donde había caído el balón, y este no se había girado ni un centímetro. La sonrisa del niño no se desdibujó de su cara en ningún momento y, cogiendo la pelota, regresó con su padre, esperando que le pidiese una revancha. El padre lo miró cuando se puso justo delante de él y, al momento, sonrió y se agachó para ponerse a su altura. Con una mano le despeinó aún más el pelo.
-¿Quieres la revancha? –Le preguntó Souta, entusiasmado.
-Pues claro, esto no se va a quedar así –bromeó, provocando una risa en el niño–. ¿De mayor vas a ser jugador de fútbol?
-Por supuesto que sí –aseguró, como si no estuviera más convencido de otra cosa en el mundo.
Tai atrajo al niño hacia sí y lo abrazó con fuerza. Sabía que había posibilidades de que ese día fuera el último que pasase con su hijo porque no sabía qué podían esperar del fin de semana entero que se les venía encima a los elegidos, pero por otro lado tenía claro que su vida había comenzado una especie de cuenta regresiva que culminaría inevitablemente en su muerte temprana. Obviamente, su hijo no sabía nada de esto, pero pronto tendría que contárselo a su madre, de la que se había divorciado hacía ya dos años.
El pequeño se agarró con fuerza al cuello de Tai y el elegido del Valor tuvo la sensación de que, por extraño que pareciera, Souta había llegado a sentir algo, de que sabía, en cierto modo, que su padre lo iba a abandonar para siempre.
Cuando la esfera de luz y oscuridad desapareció, Coronamon era el único que continuaba siendo Coronamon. Monodramon y Lopmon se habían convertido en Hopmon y Kokomon respectivamente.
-¿Pero por qué? –Preguntó Jake.
-Coronamon se ha quedado casi un día entero en el Mundo Real, ha descansado y ha comido como es debido. Eso es tremendamente importante, como estarás comprobando –respondió Gatomon, que se encontraba a poco menos de dos metros de los elegidos.
Hopmon y Kokomon abrieron los ojos con dificultad y cada uno pronunció el nombre de su compañero. Coronamon consiguió ponerse en pie durante un momento, pero pronto cayó de rodillas y cerró los ojos, dolorido.
-¿Todavía aguantan? –Preguntó Lucemon– Veamos si a la tercera va la vencida.
Pero antes de alzar la mano derecha por tercera vez, Tami se acercó a Coronamon y lo abrazó con tranquilidad.
-Tami... –Susurró su compañero.
-¡Tami! –Gritó Jake.
Con Coronamon en brazos, la niña se puso en pie y miró a Lucemon de frente.
-Chika tiene razón –dijo, hablando para todos– y Tai también.
Al escuchar ese nombre, los ojos de Gatomon se abrieron como platos.
-Es hermoso –añadió Lucemon–. Cuánto valor tienes para ponerte delante de mí pretendiendo vencerme.
-En realidad estoy luchando con todas mis fuerzas para no ponerme a llorar y salir corriendo –sonrió, nerviosa–. Pero alguien tenía que hacer algo, y ese alguien tengo entendido que somos nosotros. Por eso mismo... no pienso dejar que ganes –apretó el puño que tenía libre–. ¡No podemos dejar que el miedo sea más fuerte que nosotros!
En ese momento, el dispositivo digital de Tami comenzó a brillar con una intensa luz. Sorprendida y con su mano libre, lo sacó del bolsillo trasero de su pantalón. Al instante, una luz de color naranja comenzó a brillar en su pecho, con la forma del emblema del Valor.
-Eso es... –Susurró Jake.
-El emblema del Valor –concluyó Gatomon.
-¿El emblema del Valor? –Habló Tami para sí misma.
-¿Lo sientes? –Le preguntó Coronamon, sonriendo y notablemente mejor que hace dos segundos.
El digimon de fuego saltó de los brazos de Tami y se colocó justo delante de ella, de nuevo frente a su enemigo.
-¿Los emblemas de nuevo? –Sonrió Lucemon– ¿Y eso qué va a cambiar?
-Que te vamos a patear el trasero, maldito prepotente –dijo Coronamon–. ¿Tami?
La niña y el digimon se miraron sonriendo y asintieron con la cabeza al mismo tiempo. De pronto, la luz de la digievolución invadió a Coronamon y, al contrario que en otras ocasiones, no fue Firamon quien apareció ante todos, sino Flaremon.
-James, ¿quieres hacer el favor de comer algo? –Le preguntó Michael a su hijo de nueve años, al que últimamente le costaba una barbaridad probar bocado.
El pequeño niño miró al frente sin molestarse en quitarse el pelo castaño de la cara. A menos de tres metros, sobre una estantería que se encontraba frente a la mesa en la que estaba sentado, reposaba un marco con una foto suya, de sus abuelos y su madre en Japón, donde estos habían nacido. La mujer llevaba el largo pelo castaño recogido en una trenza que tenía descansando en su hombro derecho. A su lado, James, con siete años recién cumplidos, escondía las manos en su sudadera, sonriendo tímidamente debido al encuentro con sus abuelos japoneses, que se encontraban a ambos lados de él y su madre, extasiados. Sus abuelos se habían vuelto a mudar a Japón algo después de que él naciera, por lo que, debido a su timidez, no los conocía lo suficiente. Ese día los habían ido a buscar al aeropuerto y su madre llevaba, como siempre, más equipaje del que a él le hubiera gustado. Llevaba puesto un vestido precioso de color coral, y en su cara se dibujaba una curva perfecta, la curva que James consideraba la más hermosa del mundo: la sonrisa de su madre. Esa sonrisa que la caracterizaba tanto y que recordaría por siempre, aun a pesar del dolor que le provocaba.
Su padre suspiró y se marchó a trabajar, resignado. Comprendía a su hijo –o eso creía–, pero le costaba verlo sufrir, por lo que no podía evitar insistir para que lo superase a la mayor brevedad posible.
James soltó el tenedor sin dejar de mirar la imagen de su difunta madre y comenzó a recordar. No recordaba los largos momentos que pasaban viendo la televisión o paseando, sino los momentos fugaces. Como la vez en la que la ayudó a preparar el que ella había llamado el mejor pastel del mundo, asegurándole siempre que la comida sabía mejor cuando la hacían juntos. También recordaba sus estridentes "¡Buenos días, Jae!", acompañados por un fuerte abrazo y todos los besos que le dejara dar. Solía llamarlo Jae a menudo. Se acordaba de esas noches en las que llegaba tarde del trabajo y entraba en su habitación con mucho cuidado, pensando que estaría durmiendo y aprovechaba para darle algún beso que él no quería que le diera porque la consideraba una pesada. Y él en ese momento dejaba que lo fuera, y dejaba que pensara que estaba durmiendo, y dejaba que lo besara. Y entonces pensó en que no debería haberle negado nunca un beso, sino que debería haberle pedido muchos más durante todos los días en los que estuvo a su lado.
-Pero... no estoy segura de que podamos salvar el Mundo Digital.
Sora había conseguido tranquilizarse tras meditarlo durante un rato. Ver a sus viejos amigos vivos era algo que todavía no conseguía creer del todo y que una persona normal jamás hubiese llegado a pensar. Pero ella no era una persona normal. Ella era una de los antiguos niños elegidos. Los sollozos de Joe, en cambio, continuaban pero bastante más pausados. Llevaba un rato intentando tranquilizarse y todavía no conseguía calmarse del todo. Izzy le había asegurado que era normal, que TK había tenido una experiencia similar después de varios días de haber sido revivido. Con una taza de té en la mano, la anciana miró a su amigo preocupada.
-Sora –habló Izzy–, claro que podemos. Míranos, somos cuatro... Cuatro, Sora, cuatro. ¿Hacía cuánto que no éramos tantos?
-Mirarnos se me hace más extraño todavía. Míranos tú, Izzy. Yo con sesenta y nueve años y tú con sesenta y ocho. Joe tiene cuarenta y TK treinta y ocho. Joe y TK se llevan apenas dos años, y ni hablar de ti y de mí... Es que todavía no me lo creo –miró su taza–. De todas maneras solo somos cuatro... y ya no estamos en las condiciones en las que estábamos antes.
-Hay tres niños elegidos, entre todos podremos ganar.
Joe se acercó a su amiga.
-Sora –la mujer lo miró con ojos todavía vidriosos–, confía.
-Pero Joe, las cosas...
-Las cosas son muy distintas a como las conocimos en algún momento –la interrumpió–. Lo sé. Pero el Mundo Digital nos necesita y... es raro que lo diga yo, pero esta es nuestra lucha y tenemos que hacerlo. Hemos visto a esos niños y en cierto sentido me recuerdan a nosotros. Están asustados, Sora. Tienen más miedo del que cualquiera de nosotros pudo sentir alguna vez en aquella primera aventura. A veces me da la sensación de que lo único que quieren hacer es gritar, llorar y correr hasta casa para contarles a sus padres lo asustados que están y, sin embargo, están luchando.
A Sora se le volvieron a humedecer los ojos.
-Creo que solo necesitan a alguien que interprete el papel de padres, de adultos. Necesitan que alguien les quite esa responsabilidad que se les dio injustamente. Nos necesitan.
La mujer miró a Izzy, que no se creía que Sora estuviera dubitativa, y después a TK, que la apremiaba con los ojos a aceptar la propuesta de volver con ellos al Mundo Digital.
-Confía –repitió el rubio.
Sombra&Luz
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