Difusa.
Un respiro: las luces se encendieron.
Segundo respiro: la música retumbó entre los recovecos del teatro.
Tercer respiro: que comience el show.
Caminé en el camerino de mala muerte que tenía por hogar y tomé la primer máscara cambiaformas que encontré: la mueca más perfectamente hermosa y sonriente del estúpido teatro, y salí al público que me recibió con las mismas dagas de siempre.
Sus palabras filosas dieron en mis pies y se incrustaron en la madera fina de mis dedos. Era cara, mi cuerpo era hecho de los más selectos troncos de las más exóticas tundras, pero eso no importaba ya. Al final siempre terminaba en hogares basuras como aquel lugar. Aún así sonreí, mientras mi piel debajo de la máscara se fraqueló como un yeso mal colocado.
Dolió. Dolió como un infierno, pero no importó. No puede importar cuando el show debe seguir.
Mis pies heridos y sangrantes me sostuvieron en sus puntillas mientras los hilos bajaban y eran atados a mis extremidades para hacerme bailar en la plataforma.
Una mano invisible guió mis pasos mientras ojos desconocidos recorrían mi cuerpo como un trozo de carne. Era madera, era perfecta, ¿por qué no podía gritar que no era solo carne?
Ah, cierto, la cuerda en mi garganta que me impedía gritar.
Cuarto respiro: me estaba ahogando.
Quinto respiro: estaba volando.
Sexto respiro: No era nada más que una difusa sonrisa en un show lleno de la sangre en mis pies.
Las cuerdas me guiaron al compás de una vieja melodía que todos odiaban pero no podían dejar de recitar. Voces mordaces llenaron el podio elevándose mientras mi grito silencioso desgarró mi traquea.
La madera de mi piel recordó las tiernas brisas que había sentido en su juventud, cuando el viento jugaba con ella en una bella danza y no solo congelaba su piel como si no poseyera nada más que un instinto asesino.
Las cuerdas se tensaron, la mano invisible se volvió enemiga de mi voluntad, me guió hacia las rosas que no habían perdido sus espinas y me hizo caminar por ellas. Mis pies llenaron de tinta roja y espesa el suelo. Era el pincel más cruel de un sádico artista.
La máscara siguió sonriendo. Una risa afable salió de sus labios carmín.
Séptimo respiro: el público aplaudió. Por fin estaba aceptando el escenario.
Octavo respiro: el telón se cerró.
La mano invisible me guió a través de una abandonada carretera a mi hogar. El olor a alcohol barato, a cigarro y a historias antiguas de una verdadera sonrisa me recibió al abrir la puerta.
Noveno respiro: un nuevo show.
Tomé la máscara más cercana que encontré y me topé con una de ojos de llamas azules y sonrisa inocentemente malvada.
Una falsa fachada ingenua se presentó ante el público al décimo respiro.
Una balada de amor que se había perdido en el tiempo comenzó al onceavo respiro.
Un vals que parecía más un tango en medio de una batalla guió mis pasos al doceavo y treceavo respiro.
Las balas perdidas de una tormenta de palabras disparadas por labios venenosos hirieron al mundo que admiraba embelesado la muerte de mi alma.
No parecía importarles a ellos. No parecía importarme a mí.
Al catorceavo respiro, la respiración se volvió dificultosa.
Quinceavo respiro: caí de rodillas aún cuando la mano invisible me forzaba a levantarme.
Dieciseisavo respiro: La mano enemiga arrancó mi máscara dejando el rostro difuso de una muñeca muerta.
Mi esencia había quedado difusa ante un mundo que siempre admiró la forma en que me mataban ante sus ojos.
Había ganado: la muerte me había salvado de la vida que siempre había acabado con mi tonta tinta.
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