La Turca de la botillería
El niño no volvió a ser visto. Su abuela lo envió donde otros familiares, por seguridad. No le gustó para nada la actitud del viejo que, según ella, andaba persiguiendo a su nieto. Claro que, el pequeño, no le contó lo que había hecho, ni que le habían regalado unas cuantas monedas; tampoco que el turco estaba involucrado en esto. Feliz aceptó irse de la casa de su abuela porque casi no soportaba el genio que ella tenía. Así, una tía abuela se encargó de llevárselo, lejos.
Pedro Pablo puso el colmillo de oro en una pequeña botella de vidrio trasparente y de vez en cuando lo miraba con cierta reticencia, algo de duda y, por sobre todo con rabia; pensando que alguien del pueblo debería tener el resto de los valiosos dientes. Eso sí, jamás sospecharía del turco Rissit (de don Rissit, como le decía él). Es más, confiaba mucho en él. Y, hasta lo consideraba su amigo porque, últimamente, le había regalado dos botellas de vino añejo y, además, lo atendía muy bien, siempre con una sonrisa y preguntándole por su salud. Sin duda, el dueño de la botillería Estambul era la persona indicada para contarle lo que le había pasado con el perro negro. Nadie más le creería. Nadie, en su sano juicio. Pero se lo contaría otro día. Y, los días fueron pasando. Estaba indeciso, si hacerlo o no. No era fácil tal cuestión.
Ömer Rissit, el turco, vivía con una tía, casi anciana, medio loca y, además, alcohólica. Por una pequeña ventana de su habitación, ella vio todo, o casi todo aquella noche, cuando el hombre le destrozó el hocico al animal para sacarle hasta el último diente de oro. (Cuarenta y dos en total: 12 incisivos, 4 caninos, 16 premolares y 10 molares).
Al día siguiente, cuando le preguntó a su sobrino por lo acontecido, Ömer, el turco, quiso evadir toda respuesta y hacerle cree que ella lo había soñado. No obstante, en el patio estaba toda la evidencia, el perro muerto y la cabeza destrozada. Sin dientes.
El hombre no tuvo más que reconocer los hechos, pero le contó una versión heroica: Que él, regresando de arriba, se había encontrado con el mismísimos diablo, quien quería adueñarse del caballo colorín. Al oponer resistencia, el diablo se enfureció y lo botó del caballo; se agarraron cuerpo a cuerpo, rodando por el suelo, hasta que él, de un solo puñetazo lo aturdió; y antes de que recuperara el conocimiento, tomó una piedra grande golpeándole en la cabeza; lo había matado. Fue entonces que oconteció algo extraordinario. Según él, el diablo, poco a poco se fue convirtiendo en ese perro negro que, al morir con el hocico abierto mostró sus dientes de oro. Y, claro, lo puso sobre las ancas del caballo, llevándoselo antes de que la noche le dificultará el paso
La mujer, de nombre Dafne Rissit, se lo creyó todo, pero no se inmutó. Ella era hermana del hombre que vivía, literalmente, en la punta del cerro, de nombre Yusuf Rissit. Es más, se alegró que su valiente y corpulento sobrino matara al demonio, porque su hermano Yusuf tenía una cuenta pendiente con el diablo, desde hacía muchísimos años; era más bien un pacto... y había que pagarlo.
Un día, bajo los fuertes efectos del alcohol, la mujer (a quien todos conocían, como La Turca de la botillería), salió a caminar trastabillando con cada paso que daba. Murmuraba y movía los brazos como si estuviese espantando invisibles mosquitos. Pronto se encontró con gente en la calle. Algunos la evitaban, guardando cierta distancia. Otros, más amables, se detenían cuando ella quería decirles algo. Algo que no se entendía muy bien, pero que no guardaba relación con la realidad. Aquellos que la escuchaban con mayor atención, se reían de ella. Sin duda, borracha y medio loca, nadie le hacía caso. Sin embargo, con el pasar de los días, la gente hizo crecer el rumor. La mujer contaba que su sobrino había matado al diablo y que este demonio se había convertido en un gran perro negro, con dientes de oro puro. Todos la creían aún más loca que antes. Y no cabía dudas, ya que comenzó a salir por las calles del pequeño pueblo con los zapatos cambiados; uno de un tipo y el otro distinto. Las habladurías fueron creciendo de boca en boca. Algunos más supersticiosos y crédulos, afirmaban que no hacía mucho se habían topado (en la noche) con el diablo, pero, como llevaban una cruz colgada en su pecho, el diablo bajaba la cabeza y pasaba rapidito.
Todos en el pueblo comenzaron a preocuparse. Pocos iban a la botillería del turco. Es más, en la calle le sacaban el quite. Incluso, había mujeres del pueblo que se hacían la señal de la cruz cuando lo veían. Y, antes de anochecer, la gente se encerraba en sus casas, sin saber bien por qué lo hacían. Tal vez por miedo. Quizá un miedo infundado. ¿Miedo al turco Rissit? ¿Miedo a la venganza del diablo? Porque, una cosa es cierta: el diablo no podría estar muerto. Ningún humano podría vencerlo en una pelea, ni mucho menos matarlo de un solo puñetazo, como contaba la tía de Ömer Rissit, el turco.
Y fue así como el rumor llegó a oídos de Pedro Pablo Vilches Carmona, hombre pobre pero honrado. Su rabia se convirtió en ira. Con paso firme, se fue derechito a la botillería Estambul. El cielo estaba nublado, amenazante, tormentoso, previsible. Era media tarde. Algunas personas, que lo vieron, quedaron sorprendidas por lo rápido que caminaba.
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