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capítulo | 09

AL DÍA SIGUIENTE DE la ejecución de Tomas, bien temprano por la mañana andaba Pablo Bueno, a quien los manzanilleros habían bautizado ya con el sobrenombre de "Bueno del Diablo" caminando despaciosamente y abanicándose la cara y la cabeza con el sombrero. Le asombro e intrigo que muchas gentes, hombres o mujeres, cuando se veían se acercaban uno a otros y hablaban en secreto aprobando lo que se decían con movimientos de cabeza o con exclamaciones como estas.

—¡Muy bien!

—Eso me alegra, el pobre.

—¡Yo esperaba que sería así!

—Se pondrán furiosos.

—¡Que rabien hasta babear!

Pablo quiso saber de que se trataba y de ninguno de los que interrogo tuvo respuesta clara.

—No sé nada de lo que me pregunta —le dijo un hombre.

—¿Lo que pasa en el pueblo no me pregunta? —le respondió una mujer— pues mire, señor, a mí no me importa. Lo único que me interesa es lo que pasa en mi casa ¡y nunca pasa nada malo!

—Tu, muchacho, escúchame —le dijo a un jovencito que caminaba silbando y riendo— dime ¿que está pasando aquí que la gente habla secreteándose y con mucho misterio?

—A mí eso no me importa. Averígüelo por ahí...

Pero el "Bueno del Diablo" tuvo suerte, la suerte de que Pelayo Fuerte, español dueño de una tiendecita de víveres que había en una esquina de la calle de Batería, le dijese— A mí me parece, Pablo, creo yo, digo si no estoy equivocado como suele suceder a veces, que eso es por lo que le dije.

—A mi usted, Pelayo, todavía no me ha dicho nada.

—¡Ah! ¿No? pero usted, Pablo, ¿ha olvidado eso de que "al buen entendedor con pocas palabras le basta?"

—Pero es, Pelayo, que todavía usted no me ha dicho, no pocas, sino ningunas palabras.

—Bueno, bueno ¡vamos! ¿eh? Parece, Pablo, que eso que dijo usted de secretos y lo demás es por eso, por eso mismo.

—Bueno, Pelayo, acaba de aclararme que quiera usted decir cuando dice: por eso, por eso mismo.

—¡Ah, Pablo! Como no lo ha podido adivinar voy a decírselo, el bocado casi se lo doy masticadito. Se trata, al menos eso creo yo por lo que he sabido, de la tumba del hombre que mató ayer el verdugo. Perece, creo yo, digo, es una idea, que los cerdos y perros jibaros no han dejado el cadáver ni los huesos.

—¡Esa si es una buena noticia, Pelayo! ¡Se lo merecía ese asesino! ¿Usted lo vio o se lo dijeron?

—Ni lo vi ni lo ha dicho nadie. Son ideas, Pablo, pensamientos que le vienen a uno a la cabeza y se cuelan en ella como arrias de mulos galope.

—Y ¿qué pasa entonces con esa tumba, Pelayo?

—Eso, Pablo, yo no lo se. Usted puede averiguarlo por ahí y contarme luego lo que haya visto y lo que dice la gente.

—¿Sabe dónde sepultaron el cadáver?

—Si. Esos, ¿sabe? Lo conoce todo el mundo, me refiero al sitio o lugar donde le hicieron el hoyo.

—¿Dónde fue?

—Al pie del cementerio —respondió Pelayo— del lado de acá de la tapia, en el lado izquierdo, porque del otro esta la finquita de don Juan, el isleño.

A paso de marcha forzada se dirigió Pablo al lugar. Cuando llego su asombro no tuvo limite y, confundido, furioso, con los ojos muy abiertos y una fea mueca que descompuso su boca, exclamo.

—¡Increíble, increíble, lo nunca visto! ¡Que a un asesino ejecutado le hagan esto!

La tumba donde enterraron a Tomas estaba totalmente cubierta por coronas de rosas y por ramilletes de flores. Una crucecita de madera fijada en la tierra sobre la tumba, tenía clavado un pedazo de cartón en el que habían escrito estas palabras: ¡Que Dios te bendiga, Tomas, como yo te bendigo!

Personas de prestigio por ser formales y veraces, afirmaron que la cruz con el cartelito había sido puesta por el padre Manuel. Y que, aparte de dos ramilletes puestos, uno por la negra vieja Josefa Macaria y, el otro, por el liberto Nolasco, todas las coronas y demás flores, fueron puestas por manos blancas. ¡Así fue, es y será siempre el noble pueblo manzanillero!

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