capítulo | 07
A LOS CINCO DÍAS de haber metido al pobre Tomas en un calabozo, bien temprano por la mañana se paraba en cada esquina de las calles de Manzanillo, un pregonero mandado por el Tribunal de la Ley y por el Jefe Militar de la Plaza, quien decía escandalizado.
—¡Pueblo de Manzanillo! el bárbaro delincuente que asesino a don Valeriano Larrea, dándole trancazos en la cabeza a tan buen hombre hasta atarlo, ha sido sentenciado a muerte. Pasado mañana, jueves quince de febrero, será ejecutada la sentencia de muerte entre las diez y once de la mañana en la Plaza de Fuerte. Las autoridades invitan al noble pueblo manzanillero a que concurran al acto y que todos vean, por sus propios ojos, que aquí se cumple la Ley haciendo justicia. ¡Viva la Ley1 ¡Viva España!
—¿Lo sentenciaron a morir en garrote, Liberio?
—No, amigo Diego.
—Entonces ¿qué? ¿a morir en la horca?
—Tampoco en la horca, estimado Diego.
—¡Ah! Ya ¿a cuatro tiros en la cabeza y otros tantos en el pecho?
—No señor —respondió Liberio— Lo condenaron a un verdadero suplicio. Ya verá usted, amigo Diego, hasta donde llego la crueldad de la sentencia. Ese jueves quince de febrero, temprano por la mañana, una compañía del ejercito mandada por un Teniente, comenzó a marchar marcando el paso al compás del repiqueteo de redoblantes y cornetas por algunas calles del pueblo. Aquel jueves amaneció en Manzanillo con aire festivo en el ambiente. La mañana, clara y fresca.
—Un airecillo suave y juguetón del Golfo de Guanacayabo levantaba papeles y polvo de tierra de las calles. Desde temprano las mujeres, muchachas y niñas se dieron su baño con agua de pozo y "jabón de olor." Algunas dejaron sueltas la cabellera: otras hicieron trenzas con ellas y muchas se peinaron un mono alto en la cabeza y lo sujetaron con ganchos, cintas o con tiras de telas de colorines. Todas se vistieron con la mejor tela que tenían y se empolvaron cara y brazos con cascarilla.
—Los hombres, libres del trabajo en ese día, por orden o decreto del Alcalde, se pusieron sus trajes de casimir, unos: otros, de dril y, aquellos que no los tenían, lucieron pantalones y camisas almidonados y planchados. Los muchachos, despertados y en pie ya por los toques de cornetas y redoblantes, se sumaron a la marcha marcial. No puedo decir, amigo Diego, que el uniforme de la tropa era de campana, de asueto o de gala, pero si diré que los soldados, y el Teniente que la comandaba, lucían bien. Algunos dijeron que era una Compañía, yo puedo asegurar que la tropa estaba compuesta por más de sesenta hombres.
—El Teniente la condujo a la Plaza del Fuerte y allí ordeno: "¡Compañía, en descanso!"
Un batallón que siempre estaba acuartelado en las bajitas y feas barracas que habían en la Plaza de Fuerte, y que comenzaban casi la calle de La Marina y se extendían a unos pesos del terreno alto enfrente al mar. Aquel triste jueves no estaba allí ese batallón en su cuartel, porque había ido de simulacro de guerra o a ejercitarse a La Sal, extensa sabana que hay entre Manzanillo y Beyamo.
Como a las ocho de la mañana comenzó a llegar gente: hombres, mujeres y hasta muchachos. Muchos se preguntaban entre ellos que para que sería aquel feo patíbulo. Este, formado por una plataforma o piso de madera suspendió a nueve pies del suelo por gruesos horcones, tenía una escalera, de madera también, y con diez escalones, a la derecha.
En el centro de la plataforma habían fijado con clavos las patas de una silla o taburete ancho y feo, de espaldar un poco alto. En las patas delanteras, y en los brazos del siniestro asiento, se veían ocho correítas con hebillas de metal, dos en cada pata y dos en cada brazo. A las nueve era bastante ya el gentío que miraba, unos de cerca, otros desde lejos al fatídico cadalso.
Poco tiempo después empezaron a llegar grupos de esclavos, cada grupo con su Mayoral, obligados por sus amos, según habían dispuesto las Autoridades. Don Fermín no hizo caso a dicha orden y no mando a ninguno de sus esclavos a presenciar el suplicio del infeliz condenado a muerte. El Teniente ordeno a los Mayorales que pusiesen los negros en primera fila, y como eran muchos, que se pararan de ocho de fondo.
Luego el Tendiente se acercó a uno de sus Sargentos y hablo con él en secreto. El Sargento lo escucho atentamente, cuadrado y en atención. Cuando el Tendiente termino de darle la orden el Sargento le hizo la venia al superior y se unió a la Compañía. A eso de las diez hubo movimientos de cabeza en la multitud y también entre los esclavos. El Teniente dio una orden con voz fuerte de mando y el Sargento con veinte soldados se situó de frete a los esclavos, quedando detrás de él y de sus hombres, como a quince varas de distancia, el temible patíbulo. Volvió a producirse otro movimiento de cabeza y a oírse un murmullo entre el gentío.
En los esclavos hubo como un estremecimiento. Y, a una orden del Teniente, y otra del Sargento, los veinte soldados apuntaron con los fusiles, con bayonetas caladas, a los inquietos negros esclavos. Como a dos cuadras de distancia, por el lado derecho, venia ya acercándose la comitiva judicial, del crimen y la muerte, con el verdugo al frente.
Esta con camisa ¡sin mangas! pantalones cortos, pantuflos de lona calzando sus pies, un capuchón largo y negro cubriéndole la cabeza y la cara, con dos aberturas pequeñas cerca de los ojos para que pudieran ver y con dos zapatones de hierro colgándole de un cordel agarrado por su mano derecha.
El verdugo, quizás si por los pantuflos que calzaba, venia caminando de modo no natural entre los hombres. Un fuerte grito, imitando la voz atiplada del verdugo, se oyó claro y burlón.
—Oye, Felipa, verdugona, tu no eras hombre: tú eres, mari...mari...Y como no me gusta decir indecencias ante las damas, como tú, a ustedes les digo, gente del pueblo ¡quien quiera que completa la palaba!
—¡Con!
—¡Con!
Gritaron muchas voces desde varios lugares del gentío. El Teniente enfurecido, ordeno un toque de silencio. Cuando el clarín ceso de sonar el Jefe de la Compañía dijo— ¡Atención, me dirijo ahora a todos, sin distinción de personas, a todos! Si no guardan compostura ordenare que sean desalojados de la Plaza.
Al llegar cerca la comitiva todos pudieron ver bien como estaba compuesta. Algunos del gentío se empinaban en puntillas de sus pies y miraban por encina de hombros y cabezas que les estorbaban la visión. Delante venia el verdugo, dándose importancia, como quien va a ejecutar algún heroico o alguna hazaña deportiva.
Detrás del odiado y repugnante personajuelo venia Tomas, serio y sereno, con las manos amarradas detrás de la cintura y entre dos soldados con fusiles sin bayonetas. Siguiendo al reo de muerte caminaba, dando traspiés, el pobre y nervioso sacerdote Padre Manuel, en cuyas manos a la altura del pecho, le temblaba, como una rama movida por el viento, una cruz de madera, pintada de negro con un Cristo de plata.
La palidez del piadoso cura, su nerviosismo y el azoro con que miraba a la gente hacían de el el vivo retrato del espanto. Caminando con aire de satisfacción y como queriéndose lucir ante la multitud, venían detrás del sacerdote el Juez que presidio el Tribunal con todos sus miembros y, delante de ellos, el médico, muy blanco, muy flaco y muy encorvado. A la izquierda de tan importante y jactancioso grupo caminaban los hombres más importantes del pueblo. El señor Jefe de la Plaza Militar, con los oficiales subordinados suyos. El alcalde con los empleados en sus oficinas y los ricos comerciantes y terratenientes amos de negros esclavos.
Total, amigo Diego, una fiesta, o mejor, un fiestazo para atar a un pobre ser humano y que, más que castigo, merecía un premio por haber matado a un asesino y criminal como Valeriano Larrea. El primero que comenzó a subir por la escalera fue Felipe, el verdugo.
—¡Felipa, asesina, verdugona, tú no eres hombre! —grito una voz ronca desde lejos entre la muchedumbre.
Comenzaron a subir también Tomas, seguido por sus dos custodios, y, finalmente, quien iba a prestarle piadoso servicio religioso de absolución de sus pecados: el nervioso, compasivo y azorado Padre Manuel. Cuando llegaron a la plataforma los cinco hombres, a una señal hecha con un movimiento de la cabeza encapuchada del verdugo, ambos custodios se acercaron más al reo.
Entonces Felipe se acercó más al condenado a muerte y le desamarro las manos y, como quiso llevar a Tomas sujeto por un brazo hasta la siniestra silla, este sacudió el cuerpo y le dijo— ¡A i no me tocas tú, basura de gente! Ni siquiera eres hombre. Yo sé y puedo ir solo y sentarme en esa silla.
Dio dos o tres pasos y se acomodó en ella como si se hubiese sentado en un trono. Entonces se le acerco el verdugo y le sujeto el brazo derecho con las dos correítas. Una cerca de la muñeca, la otra casi junto al codo. Lo mismo hizo al brazo izquierdo. Después puso las correas a las dos piernas asegurándolas en los tobillos y junto a las rodillas y se apartó del reo para dejar que hablase con Tomas el tembloroso sacerdote a quien le temblaba en las manos el crucifijo.
—Hijo mío —le dijo este a Tomas— arrepiéntete de tus pecados para darte la absolución de ellos y que alcenses el perdón de Dios, nuestro Padre Celestial.
—Mire —le dijo Tomas— el único pecado que he cometido en mi vida es que, teniendo a mi mujer tuve también una concubina. Pero he leído en la Santa Biblia que el rey David tuvo a la vez a muchas mujeres y que, habiendo interesado por la esposa de uno de sus generales, mando a este a una misión de la que sabía muy bien el Rey que su general no volvería. Y cogió para si a la viuda del general. También sé que Salomón, hijo de David tenía cientos de mujeres y que tuvo un hijo con la Reina de Saba, porque quedo embarazada cuando esta visito a Salomón.
—Y un hermano del sabio Rey Salomón, envidioso y lleno de odio, porque a él le pertenecía la corona y el reino y su padre David prefirió a Salomón, secuestro al hijito de la Reina de Saba, cuando este, niño de pocos años y príncipe, visito al rey Salomón, su padre...Entonces el Rey ordeno que mataran al envidioso, conspirador y maligno hermano. Y ambos, David y Salomón, fueron perdonados por Dios, el Altísimo.
—Muy mal hecho, hijo mío, eso de que leyeras el Santo Libro, y cometió pecado quien lo puso en tus manos, porque toda la gente no puede interpretar bien lo que contienen sus páginas.
—A usted —le dijo con calma Tomas— yo lo respeto y lo quiero porque se, conozco la clase de persona que hay debajo de esa sotana. Usted es muy buen hombre y un santo sacerdote, pero debo decirle que yo si he interpretado bien eso que leí y, como Dios perdono a los dos Reyes, espero ser perdonando también por El. Ese ha sido, padre, mi único pecado.
—¡No, no, hijo mío, no digas eso! Estas en pecado mortal por haber matado. "!No Mataras!" es uno de los mandamientos del Decálogo y tu mataste a un hombre bueno, a don Valeriano Larrea.
—¿Dice usted, padre, que el tal don Valeriano era un hombre bueno y mato a latigazos a mi hijo Juan, ha matado a muchos esclavos, ha violado a muchas pobres esclavitas y quiso violar también a mi nietecita Justinita de menos de catorce anos? No, padre, ese hombre bueno que ha dicho usted, si es verdad que hay un infierno, para el ira.
—Hijo mío, por ¡Dios te lo pido! Di alto, de modo que seas oído por todos: ¡Yo, "Tomas el Negro" me arrepiento de haber matado a don Valeriano Larrea! Y así tendrás mi absolución.
Entonces Tomas grito— ¡Noble pueblo de Manzanillo, y ustedes también, mis pobres hermanos por parte de raza y por la esclavitud, sepan que respeto y quiero a este sacerdote que tengo a mi lado, respétenlo y quiéranlo también ustedes, porque no hay ni habrá otro como el! Pero he de decirles con pena, que no puedo complacerlo y arrepentirme por haber matado al facineroso Valeriano Larrea. Sepan que no tengo miedo a morir y que muero contento por haber cumplido con mi deber al hacer justicia yo mismo ¡ya que no teneos aquí ningún tribunal que sea justo con los infelices!
—Y sepan ustedes, esclavos negros, que todo tiene su fin en este Mundo y que algún día se acabaran los amos de carne y hueso. Pero surgirá otro, tan poderoso y malo como estos. Ese nuevo amo será Don Dinero, por el que habrá trabajar todo infeliz desde la mañana hasta la tarde o la noche, sin que le alcance, con lo que gane, ni siquiera para fumar. Pero entonces el trabajador comprenderá que él puede ser dueño de su destino ¡y del destino del Mundo!
Mientras hablaba Tomas, el sacerdote, con el crucifijo, entonces en la mano izquierda y santiguándose con las diestras, iba bajando con mucha dificultad por los escalones de la casi vertical escalera, la que no tenía barandas ni pasamanos. Parecía que iba rezando, por los movimientos de sus labios. Y comenzó, con torpes movimientos, abriéndose pasa entre la gente, a retirarse del patíbulo.
Un viejito bajito, muy blanco, muy flaco y muy arrugado, le salió al paso— ¿Usted se retira ya, padre Manuel?
—Si, hijo, me voy.
—Y ¿Por qué no espera el final de todo esto?
—Pues se lo voy a decir —dijo el cura— Me voy porque no me gustaría ser testigo presencial de la comisión de un crimen legalizado.
—¿Un crimen llama usted, padre Manuel, a eso de que maten a un negro asesino?
—Sepa usted —le dijo el piadoso cura— Primero: que no es tan negro el condenado a muerte, y, aunque lo fuese, voy a decirle palabras de Nuestro Santísimo Señor Jesucristo "Todos somos hijos del Único Padre, nuestro Padre Celestial."
—¡Vamos, padre Manuel, cuando Él dijo eso se refería a los blancos!
—¿Y quién le ha dicho a usted —dijo visiblemente molesto el cure— que los blancos somos mejores que los hombres de otras razas? Y otra cosa he de decirle ahora, y que también son palabras de Jesús: "Misericordia pido y no sacrificios." Y, además, a Tomas le sobraron razones y motivos para matar a don Valeriano.
—¡Tenga cuidado con lo que dice usted, padre Manuel! Si las autoridades se enteran de lo que ha dicho usted...
—¡Lo que dije se lo digo yo hasta a su misma majestad, al Rey de España! —exclamo, casi gritando el sacerdote. El buen cura siguió andando con sus pesos entorpecidos por la emoción y rechazando la injusticia humana.
Las autoridades militares y civiles comenzaron a impacientarse oyendo a Tomas. Ellas esperaban otras palabras del condenado a muerte. Porque les había asegurado el sacerdote que el conseguiría de Tomas el público arrepentimiento.
Tomas siguió hablando con voz fuerte, clara y serena— Y a ustedes, mis queridos hermanos en el sufrimiento, en el dolor y en martirio de la esclavitud, les digo: ¡únanse! No solo en esta región, sino en toda la Isla. No tengan miedo y defiéndanse y hagan justicia por sus propias manos como yo la he hecho.
Hacía rato que las autoridades estaban haciéndole señas, con manos, brazos y gestos de cabezas y caras, al Teniente para que actuara. Pero este hundido en amoroso pensamiento trayendo a su memoria la sonrisa de la "mulata linda" como siempre llamaba de día y de noche, más de noche que de día, a Odilia, ni veía ni oía las aspaventosas señales y voces de las iracundas autoridades. Entonces mandaron a un soldado.
—Teniente —le dijo— por orden del Capitán que ordene usted a sus músicos que hagan bulla y ruido.
—¡Atención! Trompetas y redoblantes, ¡a tocar! —ordeno el Teniente, como saliendo de un dulce sueño y despertando en la terrible realidad.
Tomas siguió hablando hasta que comprendió que no podían oírle con tantos toques de cornetas y el redoblar ensordecedor. Mientras hablaba Tomas, el verdugo se había quitado los pantuflos y puesto los grandes y pesados zapatones de hierro. Caminando con ellos por el piso de madera producía un ruido como si diesen mandarriazos en las tablas. Se acercaron al mismo borde de la plataforma y, mirando al Teniente, levanto su brazo derecho
—¡Alto la música! —ordeno el Jefe. Y de la multitud surgió una voz gritando: ¡Felipa, mala hembra, asesina, quítate el capuchón negro y ponte en la cabeza una cinta roja con lazo!
En medio del momento dramático, patético, que tenía en tensión los nervios de los espectadores, atronaron risas y carcajadas, murmullos entre cortados por más risas, y hasta en el rostro atesado del Teniente, se dibujó una sonrisa. En las caras de las autoridades hubo también veladas sonrisas, aunque disgustados por la falta de respeto, según pensaban, a ellos.
Tomas permanecía serenos mirando el gentío y a los esclavos y sonreía también. El verdugo paso por detrás de la silla y se puso a la derecha de Tomas. No dijo como dicen siempre los verdugos a quien van a matar: "Perdóname, hermana." Sino: "¡Oye, tu, negro, quien te mata no soy yo, es la Ley!"
—Tu eres un degenerao ni siquiera eres hombre —le dijo Tomas— ¡Das asco! —y escupió con fuerza para el piso del cadalso.
El verdugo, parado ya detrás de la silla, puso sus dos manos en la parte alta de la cabeza de Tomas y, de un salto, quedo enjorquetado en los hombros del sentenciado y sentado en el espaldar de la silla, quedándole los pies con los zapatones de hierro en el mismo pecho del reo.
Y empezó el terrible suplicio de Tomas. Los tacones y talones de hierro comenzaron a golpear rápido, fuerte, seguía y despiadadamente en el pecho de Tomas. El continuo golpeteo sonaba como si un loco batiese con ambas manos el pellejo de un tambor.
Muchas mujeres cerraron los ojos o volvieron la cara para no seguir viendo aquel bárbaro martirio. Mas de cuatro minutos estuvo el verdugo golpeando sin cesar con sus malditos zapatones. Inclino la cabeza para ver. Borbotones y chorros de sangre y espuma salían por la boca y nariz del reo. Entonces arrecio los golpes, parecía un loco alegre que jugase con la muerte.
Cuando la cabeza de Tomas quedo inclinada sobre su hombro izquierdo volvió a mirarlo quien lo estaba matando. El pobre Tomas ya boqueaba, los hombros se le aflojaron. Y el Juez, gordiflón y colorado, se inflo más por haber hecho valer su condición autoritaria ante mucha gente.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro