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capítulo | 05

A LUZ DE UN candil miro Diego su reloj.

—Ya es tarde, casi de noche. ¡Hasta mañana, Liberio!

—Hasta mañana, amigo Diego. ¡Que descanse y suene bonito!

—Gracias, Liberio, lo mismo le deseo.

Al día siguiente no pudo Diego ir por la mañana. Fue después de las tres de la tarde.

—Parece que usted no pudo venir temprano. Me extraño bastante.

—Efectivamente, Liberio, me fue imposible venir como yo lo deseaba, pero aquí me tiene ahora.

—Pues bien, venio aquí, como siempre, Diego.

—¿Por dónde quedamos ayer, Liberio?

—Déjame pensar a ver si lo recuerdo. ¡Ah! Ya, ya lo recuerdo. Cuando el Cabo y sus soldados quisieron echar un sueñecito.

—Entonces Pino, el mayoral —comenzó a decir Liberio— con los dos esclavos perreros, ¡y maldecidos perros! Ellos también, siguieron en la persecución del fugitivo. Los perros atesaron con más fuerza las cadenas tirando de ellas y entraron al bosquecito donde dormía Tomas.

—Una advertencia les hago a los dos: no deben matar ni golpear a Tomas —le dijo bajito, muy bajito, a los dos esclavos, pensando en la andaluza Manuelica.

—¡Ya lo tengo, Mayoral! ¡Aquí esta! ¡No te muevas, cono o disparo!

La escopeta de "El Gato" presionaba fuertemente en un costado del cuerpo de Tomas.

—Tu, "Dama," metete ahí y ayuda al "Gato" a sacar de ese matojo al asesino.

—Si, señor Mayoral, enseguida.

Poco tiempo después salieron sujetando entre los dos al pobre Tomas. Le amarraron las manos detrás de la cintura y dejaron un tramo de la soga para llevarlo sujeto por uno de los esclavos, en prevención a que intentara escaparse. Unas horas después, ya de día, llegaron a "La hacienda" con el prisionero. Pino se acercó a la campana y la hizo sonar repetidas veces. A Tomas lo tenían amarrado en un horcón cerca al de la campana. El malvado Pino, mirando sonriente al apresado, con la alegría natural de un muchacho con juguete nuevo, le dijo.

—Te agarramos, Tomas. ¡Ya tu sabes lo que te espera! ¡Estas salao!

El Cabo despertó estirándose, y, después de un bostezo, largo y sonoro, dijo— ¡Vamos, en pie todos! Parece que ya lo apresaron. ¿No oyen las campanadas?

Los otros dos grupitos de los durmientes soldados también despertaron.

—Martínez —dijo uno de su grupo— ¿No oye usted el alboroto de la campana y de la gente? Me parece que ya. Debe de ser que lo tienen agarrado. ¿Nos vamos, Martínez, o, qué?

—Alla sabremos —respondió el Martínez.

Los tres grupitos de militares convergieron, casi al mismo tiempo, en el mismo lugar que fuera su sitio de partida.

Al llegar el Cabo con los soldados vio a Tomas, amarrado por las piernas y por el tronco al horcón. Se acerco a él y le soltó una carcajada.

—Ni me alegro, ni lo siento, porque sé que es la vida. Y se también que cada cual tiene lo suyo. Ese que mataste ya lo tuvo. ¡Y se lo merecía! —le dijo bajito.

Tomas le sonrió al Cabo. Fue una sonrisa de alegría y de tristeza. Alegría por la muerte del maldito amo y de tristeza por su propia derrota y por lo que sufrirían Justina y la nietecita.

Las campanadas y las voces alborotaron a los que estaban en el barracón. Algunos esclavos se acercaron al grupo que había cerca del horcón y de la campana. Dos de ellos corrieron enseguida y entraron al barracón.

—¡Justina, Justina! y también, Justinita. Tienen amarrao Tomas en el palo grande que hay junto al de la campana —dijo de los dos.

Justinita abrazo a su madre gritos y, ambas gritaron abrazadas, llorando llenas de terror.

El Cabo se acercó a Hilario y le dijo— Señor Fonseca, ha llegado el momento en el que yo, con mis soldados, regresaos a Manzanillo llevando al prisionero.

—Hágame el favor, Cabo, venga conmigo para que conozca, y hable con él, al señor Pino, primer Mayoral.

—Si señor, con mucho gusto. Vamos.

—Mire, Cabo, acá es el primer Mayoral —dijo Hilario.

—Mucho gusto en conocerlo, señor Pino. Hasta estoy a punto de pedirle perdón por haber pensado torcidamente referente a usted —le dijo el Cabo. El primer Mayoral miro, con gestos y mirada interrogativos a Hilario.

—Luego, señor Pino, le hablare de este asunto.

El Cabo tosió y, arrugándose y alisando su bigote con una mano, dijo— Señor Mayoral, ha llegado el momento de llevarme para Manzanillo al prisionero.

—Eso, Cabo, no va a poder ser así. De un momento a otro llegaran aquí el señor Juez y el médico, habrá que esperar que decide el Juez.

—Lo siento mucho, señor Pino: esos dos señores que acaba de mencionar usted, son civiles y yo soy militar y tengo, estoy obligado, a cumplir la orden que me dio mi Jefe. Hágame el favor, señor Mayoral, de prestar un hombre y dos caballos para conducir al prisionero y que él y otro traiga para acá los dos caballos prestado. ¿Estamos? ¿eh, usted dirá?

—Está bien, Cabo —dijo el Mayoral.

Cuando un hombre rico, importante o con influencias, comete un hecho criminoso, amigo Diego, siempre se buscan un truco, una maraña, las autoridades de la Ley para darle largas al asunto y pasan meses y hasta años antes de que se celebre el juicio al acusado. Y este acusado, que siempre tiene un buen abogado defensor, va rechazando, una por una, todas las pruebas del delito enumeradas por el señor Fiscal y de los testigos que lo acusan.

Resultado del juicio: una sentencia ridícula de destierro a veinte leguas a la redonda de Manzanillo por unos anitos nada más. Aunque el acusado haya asesinado a su mujer, o a cualquier infeliz otra persona. Pero, cuando se trate de un desamparado como Tomas, no blanco y esclavo por añadidura, el juicio se celebra en calientico. Esto que voy a contarle ahora, estimado Diego, lo sé por boca de Armando. ¿Recuerda usted quien es Armado?

—Si, Liberio, ¡cómo no! Supongo que se trata del joven esclavo que don Fermín compro al facineroso Valeriano.

—Eso mismo. Pues bien, Armando me dijo que el Cabo José Viñas Garcias muchas veces hablo con el cada vez que se veían. Y que este le conto todo lo que hablo el con Tomas cuando lo conducía desde "La Hacienda" hasta Manzanillo. Le dijo, por haber sabido parte de la historia de Tomas, le cogió lastima y comenzó a sentir simpatía por él. "Yo le quite la soga que amarraban sus manos," me dijo Viñas. Y, ¡claro! por precaución de di el extremo del cabestro que pusimos al cabello que montaba Tomas, a uno de mis soldados que cabalgaba delante del prisionero. A derecha e izquierda de Tomas iban jineteando dos solados. Yo me acerqué a él y, sacando dos tabacos de un bolsillo de mi chaqueta guerrera, le dije.

—Toma este tabaco, Tomas: la mañana esta húmeda y fría y es mejor que vayamos fumando.

—Gracias, Cabo —me dijo.

—Ahora iré a buscar candela para encenderlo. Uno de mis soldados tiene piedra y yesca, con el encenderé el mío y tú, Tomas, podrás encender ese. —Después, fumando los dos le pregunte— ¿Cómo es que cuando el amo mato a latigazos a tu hijo, hace siete años, tu no tomaste venganza entonces y lo despachaste para el infierno?

—Porque no pude hacerlo. Usted sabe que los asesinos son cobardes. Después que mato a i hijo tuvo miedo de mí, y de los muchos esclavos que comenzaron a mirarlo con ojos torcidos. Y se fue, acompañado por el Mayoral y por "El Gato" a Manzanillo. Consiguió con el Jefe Militar que le mandasen dos militares vestidos de paisanos para que le guardasen las espaldas al cobarde amo.

—Ellos eran dos expertos tiradores: si volaba en lo alto algún pajarito, alguna yaguasa y otra ave cualquiera, sacaban de la funda rápidamente el revólver o la pistola y caía al suelo un montecito de carne y plumas ensangrentadas. Esto lo hacían para lucirse y también para que les cogiéramos miedo, pero no tenía arma de fuego para emparejar con ellos y decidí esperar hasta que yo tuviese la oportunidad de vengar la muerte de mi hijo.

—Y esa oportunidad, Tomas, la tuviste hoy ¿verdad?

—Lo de hoy voy a decírselo, Cabo. El maldito Valeriano abuso de muchas infelices muchachas esclavas. Cuando alguna iba a la Oficina del maldito demonio a pedirle permiso para casarse (ya casarse era echarse un marido, nada de sacerdote ni papelito escrito, ¿sabe?) Valeriano le decía: "Si, te casara dentro de tres días. Pero esclavita mía quien se case, el primer marido tengo que ser yo. Te espero esta noche aquí en la Oficina. Y si no vienes, mañana se te dará un bocabajo con cuero de manatí."

Eso mismo quiso hacer hoy el muy canalla, el uy maldito, con Justinita, que todavía no tiene catorce años y se la única nieta que tengo. Ella me lo dijo, me lo conto todo y yo cogí una tranca y le di, por la muerte de mi hijo, dos fuertes trancazos en la cabeza. Y, por mi nietecita, tres en l cara hasta dejarlo sin ojos, nariz, boca ni dientes. Lo deje, Cabo, muerto y tendido en el piso de la Oficina.

—Le voy a decir una cosa, Tomas, como usted ve, yo nada más soy Cabo ¡muy poca cosa! ¿eh? Y no tengo pode ni influencia para conseguir que se le haga a usted justicia teniendo en cuenta las circunstancias que pesan a su favor en un juicio. Pero tengo bastante amistad, y es masón como yo, con uno de los que serán miembros del Tribunal que lo habrá de juzgar.

—Le agradezco su buena intención, pero siendo yo hombre sin dinero, no blanco puro (mi madre era mulata) y esclavo por añadidura, estoy seguro de que sentencia del Tribunal será la peor.

—Ni la declaración, antes del juicio, amigo Diego, hecha por el bueno Viñas, el Cabo, quien suplico el Juez que se hiciese una investigación para que comprobasen que todo lo declarado por él era cierto y que él lo hacían asumiendo toda la responsabilidad que pudiese recaer sobre él. Ni el informe o declaración a favor de Tomas (cuatro pliegos de papel español escritos a dos caras y de puño y letra por la linda masita de la viuda Manuelica) pudieron salvar a Tomas.

Reunidos los que habrían de juzgarlo, el que fungía de Juez y seria Presidente del Tribunal, dijo— Claro que con todas estas pruebas y estas cosas que sabemos teneos que convenir en que Tomas tuvo motivos y razón para reaccionar como lo hizo. Pero, si tenemos en cuenta lo que significaría para los esclavos una pena no muy fuerte para el matador. Bueno...señores, ustedes comprenderán que a esos negrillos no se les puede dar alas...ni una alita de colibrí siquiera, porque entonces ellos se enfurruñarían con sus amos por cualquier cosa y podrían, incluso, llegar a la violencia. Y mi opinión, por eso es la siguiente, señores licenciados: ¡Pena de muerte!

—¡Seguro que si! ¡Pena de Muerte!

—¡Pena de Muerte!

—¡Pena de Muerte!

Exclamaron los jueces esclavistas "burlándose de la filosofía de la Ley" —como dijo el consciente, instruido y bueno Cabo José Viñas Garcias, cuando supo cuál había sido la sentencia.

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