Capítulo 1
¿ Qué hago aquí? ¿Qué motivo me impulsó a salir? A dar los diez mil pasos, según Wendy. Pasos más, pasos menos, y con los pies descalzos. Es obvio, o debería serlo que no son los qué la respuesta, sino el quién, y ahí entra él, Azazel.
Cuando era niño jugaba a un juego que me divertía y me aterraba a la vez, Simon dice. Le temía porque mis amigos tenían cierta crueldad inocente que dejaban salir cuando se trataba de ese juego, y de mí. Simon dice da veinte saltos, y yo, el obeso del grupo, me ponía a sudar de antemano. Mi corazón parecía estallar a los diez, y claro, esa era la gracia.
Siendo adulto perdí los kilos de más, pero no el miedo a que me hagan hacer lo que no quiero. Y ese temor renació con él, y con dos palabras que sellaron a fuego mi camino, que de derecho terminó torcido, dice Azazel.
Dia 1
—¿Dudas de último momento?
—No—respondí sin titubear—Solo pensaba.
—¿Necesitas unos momentos más, Christopher o...?
Busqué los ojos azules del cardenal antes de reiterar mi convicción absoluta.
—Estoy bien, cardenal. Le agradezco su preocupación...
—Ni lo digas, sabes cuanto te aprecio, ¿no es verdad?
—Lo sé. Y por eso que quiero que tenga paz. Esta es mi vocación y mi elección. Estoy preparado... Cuando usted diga.
El anciano sacerdote solo me sonrió con esa calidez que lo caracterizaba. Era un hombre bondadoso y franco; una bonita combinación de cualidades.
Me hice a un lado cuando él se adelantó y puso una mano en el pomo de la puerta. La giró e hizo un sonido metálico. Se adentró primero y yo lo seguí conteniendo el aire.
La parroquia en la que entramos tenía una singular similitud con aquella en la que yo había servido en mis primero años, en aquel pueblo de Italia llamado Furore. Era bonita y clásica. En el altar un cruz de madera oscura se elevaba en el presbiterio. Había poquísimas bancas, y las ventanas estaban bastante más bajas de lo habitual. No parecían hechas para que entrara la luz sino para que se pudiera mirar hacia el exterior, algo innecesario en un lugar donde las puertas siempre estaban abiertas. Un cortinaje pesado y grueso las cubría. Sabiendo lo que había afuera no se me hizo extraño.
—Sé que no me queda nada por explicarte o enseñarte—escuché la voz del cardenal a mis espaldas—Además de haber aprobado tu instrucción con excelencia, te he visto releer tus apuntes sin descanso. También sé que has investigado por tu propia cuenta entrevistando a tus predecesores. Ahora todo se trata de hacer tu propia experiencia.
Asentí suspirando.
—Aun así quisiera poder prepararte más. Escarbar en mi desgastada memoria hasta el último gramo de información para que no tengas que sufrir el aprendizaje, pero los años han hecho su trabajo en mí.
—Lo hacen en todos.
—Solo tienes veintiséis años, Christopher, ¿tú que sabes?
Los dos reímos por sus quejosos modos.
—Por milésima vez cardenal, estoy bien. Sé lo que sé y lo demás lo aprenderé. Si la lección me la da el padecimiento cuanto mejor, el fuego sella mejor que las palabras.
El sacerdote exhaló derrotado. Alzó sus manos hacia mí. Sus ojos estaban aguados.
—Ven, y abraza a este viejo sentimental, muchacho.
Él era como un padre para mí, así que aquel abrazo fue reconfortante.
Su sotana oscura, su espalda encorvada, el sonido áspero de sus pisadas, serían lo último conocido y familiar que vería en los próximos treinta días. Lo demás sería antónimo de lo primero, desconocido, ajeno.
Cerré los ojos y exhalé despacio. Traté de poner mi mente en orden y de tranquilizarme, pues sí, ahora que había quedado solo, ahora que era real, sentía al temor reptando por mi columna vertebral como una serpiente que siseaba horrores, apresurándose a alcanzar mi oído.
Por eso es que allí donde estaba me arrodillé y comencé a rezar. Sentí frio, aunque sabia que era imposible, que donde residía aquella iglesia solo había grados de calor que iban desde el agobio hasta la calcinación, literalmente. Igualmente lo sentí. Pero reconocí esa gelidez brotando de mí, enredándose en mi corazón, intentando devorarlo a mordiscos helados.
—Padre nuestro...—continúe, mientras mi voz vibraba extraña y lejana, como si fuera el eco de alguien más perdiéndose en el aire. Desoído y abandonado.
Llevaba minutos en la Parroquia de la Sagrada Redención, pero percibía con una terrorífica nitidez a cada segundo apilándose sobre el otro, dilatándose.
Con un solo movimiento me puse de pie y un poco a tientas me dirigí al baño. Viendo sin ver y escuchando el martillar de mi corazón en los tímpanos, queriendo correr y gritar con un angustia atroz, sintiéndome como nunca, carne.
—Soy el padre Christopher Simons. Comisionado a la Parroquia de la Sagrada Redención por el Santo Pontífice, elegido por Dios para llevar a cabo su tarea de liberación de las almas—recité mirándome en el espejo redondo sobre el lavabo—Él está conmigo, es mi fortaleza y mi refugio. Y aunque un ejercito acampe contra mí, no temeré... No temeré.
Lentamente mi pulso volvió a su ritmo normal, mi respiración dejo de ser rápida y superficial; la calma regresó, la fe.
Sali del baño y caminé sin prisas hacia la cocina. Era pequeña, pintada de blanco y con un azulejado peculiar; cerditos vestidos de chef cuchara de madera en mano. Por un instante pase de la claridad absoluta a la irrealidad. Todo me pareció tan hilarante como aquel diseño de comida cocinando y pensé en ese tris, que todos éramos eso, comestibles y voraces al mismo tiempo, el vello de mis brazos se erizó... Respiré.
Debía verificar que todo estuviera en orden. Habían abastecido la despensa, limpiado el filtro de agua de la dispensadora, provisionado la alacena de limpieza y... Debía...
Las lágrimas brotaron de mis ojos sin permiso, y rebeldes corrieron por mis mejillas. Me dejé caer en el piso de cerámico, cerré los ojos y me empecé a adormilar arrullado por la tristeza más demoledora que había experimentado en la vida. Y me dormí, en mi iglesia nueva y chiquita, temblorosa, impregnada de los dolores del mundo exterior, sollozante por sus penas, lacerada por sus torturas y remordimientos, allí, en la Parroquia de la Redención, una luz entre tantas tinieblas, con dirección fija en el infierno, donde yo seria el párroco de los condenados, otros trescientos sesenta y cuatro días más.
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