Paseo diario
El mismo trayecto, todos los días.
Sigo la misma ruta, por la misma acera vacía,
llena de estructuras corroídas
por la brisa del mar.
Veo a los autos pasar,
cruzando el interminable pavimento
como balas aceleradas,
disparadas al ritmo
de una frenética batucada.
El cemento tiembla por su corrida,
y una bandada de gaviotas se levanta del puente,
—un arco oxidado y enclenque
que se extiende sobre la plomiza vía—.
Pasan más autos.
Más graznidos en lo alto.
Caen gotas de lluvia.
Yo sigo caminando.
Sigo contemplando,
este paisaje tan frío,
de tonos tan sombríos.
Esta atmósfera tranquila,
aunque triste y compungida.
Por la misma ruta de siempre,
con la misma rutina indemne.
Inmutable. Infinita.
Aburrida... tan, pero tan aburrida.
Tengo que hacerlo para no engordar.
Para absorber luz, producir vitaminas.
Para respirar un aire nuevo
—el olor a sal y algas, que viene desde el puerto—.
Para ejercitar tanto mi cuerpo cansado,
como mi cerebro atrofiado,
damnificado por tantos años
de soledad tormentosa,
atascada en esta ciudad,
anclada a la costa.
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