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Cap. 1: Toda historia tiene su comienzo

Miré mi reflejo cansado en el espejo de la espaciosa y clásica habitación compartida en aquel departamento silencioso pero ajetreado. El sol lucía resplandeciente esa mañana de primavera, el día comenzaba de igual manera que todos los demás sin que mi rutina diaria cambiase; vestir mi ropa con el brazalete de estrella reglamentario, ayudar en la jornada de trabajo haciendo guardia, leer algún que otro libro sobre la población que habita las murallas e irme a dormir.

Peiné un poco mi cabello liso caoba que dejaba caer desenfadado sobre las clavículas y me dirigí al cuarto de baño para lavarme la cara, sentir las gotas de agua fría sobre la piel me despertaron por completo. Vestí una blusa blanca bajo un chaleco verde oliva, unos pantalones vaqueros grises oscuro y unas botas negras altas para terminar el conjunto con la banda de la estrella en el brazo izquierdo. Cepillé correctamente mi pelo y me apliqué un poco de perfume antes de bajar a alguna cafetería cercana a desayunar.

Los pasillos del edificio eran concurridos, como de costumbre, aunque no era para menos. Los proyectos y planes que se organizaban durante los meses de invierno no tardarían en llevarse a cabo. Pasé entre varios soldados antes de llegar a la salida, saludándoles cortésmente allí por donde nos cruzábamos, hasta finalmente salir al exterior.

Algunos coches de aspecto Vintage pasaron ante mí, hombres yendo a trabajar en sus vehículos. Empecé a caminar lentamente para disfrutar de los cálidos rayos de sol antes de llegar a la plaza, donde cogí sitio en la terraza de una cafetería con poca gente. Ordené un café con leche acompañado de una magdalena y saqué dos cartas del bolsillo de mi pantalón, echaba de menos a mis amigos y solo podía limitarme a leer las cartas que me enviaban difícilmente.

Hacía cinco años que se habían ido mis tres mejores amigos a las murallas como destino para cumplir una misión muy importante, desde entonces todo ha sido monótono para mí ya que siempre me sentía sola y desamparada sin ellos a mi lado; pronto eso cambiaría para mi buena y mala suerte.

— ¡Astrid, buenos días! — me saludó Theo, un compañero de trabajo unos años más mayor que yo.
— Buenas, Theo, ¿qué te trae por aquí a estas horas? — devolví el saludo con seriedad, mi carácter no era muy animado exceptuando cuando estaba con mis amigos.
— Estaba buscándote para decirte que el jefe quiere hablar contigo, es sobre un asunto privado así que no me preguntes de qué trata.
— ¿Tiene que ser ahora? — no dudé en mostrar mi inconformismo.
— Ya sabes que no le gusta que le hagan esperar...
— Dile al camarero que no se moleste en traerme el pedido.
— Sí.

Me alejé desganada de la cafetería, dejando atrás el delicioso aroma a cruasanes recién hechos o a chocolate caliente y café. Empezaba con mal pie la mañana aunque no me quedaba remedio, regresé preguntándome qué sería ese asunto tan privado como para no contárselo a la gente próxima al proyecto.

Me detuve frente a la puerta de madera de cerezo con ornamentos de flores talladas a ambos lados del marco y llamé tres veces antes de tomar la manilla dorada para abrir. El jefe se levantó de su silla de escritorio para recibirme en la puerta y me indicó que me sentase en el sofá de veludo granate, se le veía animado ese día quizás eran buenas noticias, lo cual me tranquilizó un poco.

— Siento haberte llamado a estas horas, Astrid — se disculpó rascándose la nuca — pero de lo que quería hablarte es algo que no podía esperar mucho más.
— Dígame.
— Te he encomendado la misión de ir hasta los muros en una misión de infiltración.

Abrí los ojos con sorpresa al comprender que se trataba de la misma situación por la que pasaban mis amigos.

— Eres una de nuestras mejores soldados y estoy seguro de que lo lograrás con éxito. Tus compañeros nos han aportado una valiosa información sobre esos indeseables de la Legión — sacó unos papeles doblados de su bolsillo y los puso sobre la mesa para deslizarlos hasta mí — Aún así, necesito que te infiltres como parte de la Policía Militar, no nos vendría mal tener ese puesto controlado también.
— ¿Cómo... Annie Leonhardt, señor?
— Exacto. ¿Te ves capaz?

Dudé unos instantes, miles de pensamientos pasaron por mi cabeza como un remolino aunque enseguida se esfumaron una vez que asentí con la cabeza de forma decidida; para eso me había entrenado duramente todos esos años. Estaba dispuesta a proteger a mi ciudad.

— Cuente conmigo.
— Maravilloso, en esos papeles tienes todo lo que necesitas. Hay caballos en los establos de la parte de atrás del edificio. Una cosa más antes de que te vayas, mi pequeña guerrera... — me ha llamado así desde niña.

El hombre alto y rubio se acercó a mí y me tomó de las manos de forma cariñosa.

— Nada de amistades ni amores, ¿entendido?
— Por supuesto que no, sé controlarme.

Dejé mi banda sobre su mesa, allá donde iba no lo necesitaba. Entré en los antiguos establos, algo deteriorados por la falta de mantenimiento y es que en la ciudad se había perdido la costumbre de montar a caballo para desplazarse a algún lugar. Con una raza appaloosa me encaminé hacia las dos grandes compuertas de hierro que se abrieron a mi paso, dejando la enorme y vasta pradera ante mis ojos verde aguamarina. Cuatro días y llegaría al llamado muro Sina, concretamente en la sede de la Policía Militar: la ciudad de Stohess.
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— ¡Abrid las puertas! ¡Avisad al comandante Dok de que ha llegado una recién licenciada!

Mi expresión de indiferencia no cambió a pesar de ver el ajetreo de los policías intentando coordinarse, las bocas de mi ciudad les definían como soldados holgazanes e incompetentes que se limitaban a comprobar si el rey tenía buena cara o no por las mañanas. Esperaba reencontrarme con Annie pronto, si es que era posible que esos vagos miraran la documentación que traía de una vez.

Un hombre alto de cabello corto oscuro y un poco de barba salió del elegante edificio central de la sede y me pidió que le acompañase, su tono era serio e incluso a mí me llegó a incomodar, no quería que nada saliese mal así que disimulé lo mejor que pude mi nerviosismo. Arrebatándome los papeles de las manos de mala manera resopló impaciente y ordenó que me presentase rápidamente, guardé mi enfado por esa actitud y asentí.

— Astrid Mitre, diecinueve años, residencia en el distrito de Trost, reclutada en el ciclo 104 en el año 847 y finalizado mi entrenamiento y graduación en este mismo año — dije de carrera recordando cada dato que estaba apuntado en el papel.
— Que sí, no me hagas perder el tiempo. ¿Conoces a alguien de la brigada?
— Sí, señ-
— Quién.

Respiré hondo para contener la calma.

— Soldado Annie Leonhardt, se graduó aquí hace un mes.
— Pues vete a la habitación 124, la tendrás de compañera junto con la soldado Hitch Dreyse.
— Vale...

Suspiré una vez en el edificio y comencé a buscar aquella habitación 124.

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