Cap. 6: Sentir
Las voces de los principales superiores se oían al otro lado de la puerta. Viena enrolló un mechón de cabello alrededor de su dedo mientras aguardaba la llegada de una respuesta, sentada en un banquillo. Los pocos soldados que pasaban por allí se dedicaban miradas fugaces y cuchicheos acerca de aquella joven de ojos llorosos y unas ganas contenidas de gritar a los cuatros vientos para liberar el dolor. Abrazó sus piernas y del bolsillo de la chaqueta de la Policía Militar que permanecía doblada junto a ella recuperó el lazo rosa que su hermana le había regalado tiempo atrás. Le dijo que ese lazo mágico le otorgaría felicidad cada vez que se sintiera mal, bastaba con atárselo en una trenza y dejar que actuase para sanar el corazón. Lo apretó en su mano, haciendo que las heridas se abriesen de nuevo.
La puerta delante de ella se abrió y la subcomandante Hange se acercó para tenderle la mano con una reconfortante sonrisa en el rostro. Viena la aceptó y en el interior del impecable despacho aquel capitán y otro hombre intimidantemente alto se encontraban a cada lado del comandante, esperándola. El comandante Erwin se levantó de su sillón y le dio la mano con educación antes de proceder a la admisión. Los cuatro superiores llevaban puestos largos abrigos verdes y las alas que representaban la libertad cosidas a sus espaldas, un complemento que sólo vestían para ocasiones especiales como lo era aquella. Llamó la atención de Viena la esmeralda que pendía del colgante del comandante, encerrada en un óvalo dorado.
— ¿Cómo te encuentras?
Fue lo primero que le preguntó después de haberla visto derrumbarse cual castillo de arena, a lo que Viena le respondió positivamente. Con la excusa de una pelea reciente con unos amigos íntimos, se había disculpado por su falta de madurez y educación al haber irrumpido de esa forma en su despacho, momentos antes de convocar a los demás altos mandos del cuartel. Los ojos del capitán estaban fijos en ella, sin importarle lo más mínimo el dolor por el que estaba pasando, observando el corte casi cicatrizado de su mejilla.
— Bien, si tu decisión es definitiva te resumiré tus deberes principales como soldado.
La joven se perdió entre las palabras del comandante, ignorante de las miradas que la analizaban en silencio, como si quisieran sacarle hasta su más profundo secreto. Los espectros de sus pensamientos regresaban para atormentar su mente mientras los últimos rayos de sol se ponían el horizonte. La visión lejana del atardecer se ocultaba tras los muros de piedra, haciéndole echar de menos uno de sus momentos preferidos del día.
Años atrás solía colarse entre las ruinas de antiguos edificios señoriales de Marley, a la llegada del anochecer. Bertholdt se había tomado la libertad de mostrarle aquella zona poco frecuentada, y la que él consideraba su lugar secreto.
Enfundados en sus abrigos, una tarde de otoño la tomó de la mano frente a la puerta de su casa y corrieron bajo las copas doradas de los árboles, riendo cuando el agua de uno de los muchos charcos que las lluvias recientes habían dejado en las calles salpicaba las puntas de sus botas al pasar. Sortearon a los últimos camiones que transportaban la carga a los almacenes de las tiendas y a los transeúntes que regresaban a casa fatigados, y la guio hacia una de las mansiones mejor conservadas del barrio que en su día gozó de ser el más pudiente. Ni Reiner ni Annie habían tenido la fortuna de conocer en profundidad las ruinas que Bertholdt se sabía de memoria.
La naturaleza había reclamado su parte y un bosque de enredaderas escalaba las paredes blancas del edificio tanto por fuera como por dentro. Las ventanas estaban tapiadas con tablas, pero de entre sus huecos iban y venían gorriones apresurados. En su interior briznas de hierba crecían de las finas líneas que separaban las baldosas de mármol y de un gran hueco formado en la cúpula de cristal del techo colgaban frescas filas de hiedra, semejando una lluvia verde. La morena no pudo evitar sentirse impresionada e intimidada a la vez, fruto de aquel escenario sacado de la más bella novela. Pero todavía le aguardaba una sorpresa más.
El joven la condujo hacia el segundo piso, donde había improvisado una rampa a base de piedra y madera que daba directamente al tejado llano de la mansión. Se acomodaron cerca de la cornisa y Viena contempló fascinada el perfecto mirador al que su amigo recurría para divisar la salida y puesta de sol. El cielo adoptaba esos tonos claros de azul y rosa que se perdían en el horizonte, marcado por las primeras estrellas relucientes. El sol casi estaba totalmente oculto tras las colinas. Él tenía catorce y ella quince. Desconocían el significado del amor, pero allí se dieron su primer beso. Al día siguiente él se marcharía lejos.
Tres años después le llegaba una carta. Una sola carta desde que se fue, y es que no había sido tarea fácil. La abrió pensando que le relataría cómo estaba siendo su estancia en los muros tan fríos, crueles y herméticos. En su lugar le declaraba su amor. No tenía ni fecha ni dedicatoria ni firma. El mensaje era lo único que debía ser leído:
¿Sabes a qué me recuerda el color de tus ojos? A la amazonita, una de mis piedras preciosas favoritas. Tus ojos son gemas indescifrables en los que extraño ver esa chispa brillando en tus pupilas, como cuando nos dimos nuestro primer beso.
¿Sabes a qué me recuerda el color de tus rizos? A la madera del árbol caoba que crecía en la plaza y que siempre florecía en primavera. Sueño con despertar a tu lado, bañados por la luz del sol saliente, y acariciar de mil maneras ese sedoso e indomable cabello que solías adornar con sus flores.
¿Sabes a qué me recuerda el color de tu piel? Al chocolate del más puro sabor y aroma. Espero que llegue el día en que pueda probar tu piel a base de besos y explorar cada rincón, envueltos en la intimidad de la noche, haciéndote el amor.
Eres un paraíso donde el sol nunca se pone porque una risa te ilumina el rostro. Eres un refugio que extraño día tras día porque entre tus brazos me acogiste en los buenos y malos momentos. Eres la fuerza que me impulsa a continuar. Eres un mundo, mi mundo. Movería cielo y tierra por ti porque en estos años no he dejado de amarte.
Te quiero, Viena. Mi paraíso, mi refugio, mi fuerza, mi mundo.
Y el recuerdo abrasó su corazón.
El comandante y demás superiores fueron testigos de una lágrima escapar de la mirada perdida de Viena. La segunda comandante trató de detenerla cuando ella se levantó de súbito, sin embargo Viena se escabulló de la oficina y se alejó hacia donde fuera que sus piernas la llevasen. Al fondo se veían dos grandes puertas que empujó sin dudar, y un tramo de escaleras exteriores daban a un jardín lateral en el que se adentró a la luz de la luna.
Por el jardín discurrían caminos de granito enmarcados por filas de setos bien podados y en su centro había una fuente de agua estancada de la que no brotaba ningún chorro. Aun así, a la guerrera le pareció un lugar idóneo para despejar su mente durante unos minutos. Se sentó en el bordillo de la fuente y observó la silueta de su reflejo en el agua sorprendentemente cristalina. Ató su pelo en una cola de caballo, anudó el lazo y recogió un poco de agua entre sus manos para empaparse el rostro y serenarse. Al borrar sus lágrimas oyó los pasos firmes de alguien caminando en su dirección y descubrió el reflejo del capitán. Viena gruñó frustrada al no ser capaz de mantener la compostura.
— Hoy no me encuentro en condiciones — declaró secamente.
— Esa excusa no existe aquí. Si no aguantas el dolor de una estúpida discusión puedes marcharte.
— ¿Has venido para mandarme volver o para hacerme sentir peor?
El hombre acortó la distancia y también se sentó en el bordillo con las manos escondidas en los bolsillos de su abrigo. De su cuello también pendía un colgante similar al del comandante, pero en el óvalo había un zafiro.
— Para tu suerte la primera opción. Esta reunión no acaba hasta que Erwin termine de darte la charla y no tengo toda la noche. Te seré sincero: eres el prototipo de soldado que busco en mi equipo. Quedaste entre los diez mejores de tu ciclo, lo que significa que tienes potencial. Si se me da la oportunidad apostaré por ti.
— ¿Qué te hace pensar que yo quiero entrar en tu equipo?
La mirada seria del hombre fue iluminada por el débil halo azulado de la luna, intensificándose su color azul, al igual que el de la joya del colgante. A la joven se le antojó magnética. El capitán chasqueó la lengua y se quitó el abrigo, arrojándoselo, pero Viena lo atrapó al vuelo.
— Dormirás en el barracón B, así que mueve el culo antes de que apaguen las luces. Tápate con ese abrigo hasta que te den tu juego de sábanas, y ni se te ocurra mancharlo.
— ¿Y la reunión?
— Hablaré con el comandante por ti — dijo, manteniéndose de espaldas a ella —. No vaya a ser que te eches a llorar.
Una vez sola, hurgó en su en su bolsa hasta dar con su diario y acarició las páginas teñidas de un ligero color amarillento, retomando el camino hacia el barracón. Éste se encontraba próximo a la extensa explanada arenosa que hacía de campo de entrenamiento, entre otras dos cabañas designadas como A y C. La facilidad con la que lo encontró le dio un respiro.
Dos antorchas a ambos lados del portón le dieron la bienvenida al sobrio bloque de madera y tejado a dos aguas. A través de los ventanucos conseguía apreciarse la feble luz proveniente del interior. Llamó a la puerta y las voces del interior cesaron de inmediato, sin embargo el silencio no duró mucho. Al entrar, cuatro chicas que formaban un corro al fondo de la cabaña se dieron la vuelta para escrutar con curiosidad a la recién llegada, de la que no tenían la certeza de haber visto antes. Otras tres la observaron desde sus literas.
— ¡Nueva compañera! — exclamó alegre una de ellas, castaña de ojos del color del ámbar.
Dos de las chicas del grupo regresaron desinteresadas a sus literas, gesto que Viena agradeció. Las otras dos intentaron abordarla con preguntas junto a una joven de un llamativo cabello rojizo claro, pero la más mayor del grupo, una rubia de oscuros ojos azules, recordó que era hora de apagar las luces. La única fuente de luz era una hilera de velas cuya cera estaba casi derretida, sostenidas por soportes de hierro que pendían de una viga de madera. Viena se refugió en el primer catre desnudo que vio, desprovisto de cualquier manta y almohada, y dejó que fuesen las compañeras de las literas superiores las que apagasen las velas de un soplo.
Amparada en la oscuridad, sacó su diario y esperó a que sus compañeras se quedasen dormidas. Tras una hora, aprovechó la leve claridad para escribir.
Día 10/04/850
Parece que nunca llegas a conocer del todo a una persona. Esta noche el capitán ha mostrado una faceta desconocida que su mal humor no ha logrado enmascarar, una aparente amabilidad que creo fingida, aunque prefiero no saltar en conclusiones.
Se me ha asignado un pobre barracón al que deberé llamar hogar por un tiempo. Es tan distinto a mi antigua habitación que la añoranza no tardará en invadirme. Hay un total de siete chicas cercanas a mi edad, quizás alguna un poco más mayor, quienes serán mis compañeras. Una de ellas, sorprendentemente, es oriental, la más seria de todas. Creí que esa estirpe se había extinguido hace siglos.
He de camuflar mis sentimientos y apurar la búsqueda ahora que estoy sola. Mi mente me dice que informe al jefe cuanto antes de lo que ha sucedido, mi corazón me dice que siga pretendiendo y buscando respuestas. Que guarde este secreto bajo llave. Y es que debo seguir adelante.
Mi entrada en la Legión ha sido aceptada, es mi deber encontrar la Coordenada, y no me importará tener que utilizar a quien haga falta cual juguete con tal de que me ayude a conseguir mi objetivo: Eren Jaeger.
— ¿Sigues despierta? — le preguntó una voz desde la litera superior.
Viena guardó el diario bajo la almohada e intentó reconocer quién le había hablado.
— Estaba empezando a tener sueño — fingió con una voz cansada.
— No mientas. Nadie duerme en la primera noche.
La mujer rubia descendió de su cama sin hacer ruido y, tras comprobar que las demás dormían, se sentó a los pies de la de Viena con su permiso. Bajo las prendas ligeras de su ropa de noche la marleyana entrevió un físico delgado pero tonificado, aunque, lejos de su fuerte apariencia, su compañera de litera le inspiraba calma.
— Pensé que querrías presentarte.
— Ha sido un día largo — se justificó, poco deseosa de entablar conversación —. Estoy segura de que ahora preferirías dormir antes que perder el tiempo.
— En absoluto.
Viena se vio obligada a ponerse la falsa careta más tiempo de lo debido.
— ¿Cuánto tiempo llevas en el Cuerpo? — preguntó Viena con tal de hacerse la interesada.
— Tres años. Parecerá poco, pero vivir un día más aquí es un verdadero reto.
La rubia notó la incomodidad que la chica se esforzaba por disimular. Supuso que tendría en la cabeza la idea con la que muchos llegan a la Legión: no hacer amistades, pues podrían morir en cualquier expedición.
— A todo esto, me llamo Nanaba. Pertenezco al escuadrón del oficial Mike Zacharius — se presentó.
— Astrid. Todavía no me han incluido en ningún escuadrón. ¿Conoces a las demás?
— A algunas más que a otras. Empezando por las literas de la izquierda tienes a Nifa, del escuadrón de la subcomandante Hange. Además de soldado también es la mensajera de la Legión. La que duerme en la litera de arriba es Lynne, una compañera de equipo. Las otras cuatro pertenecen al escuadrón del capitán Levi. La rubia se llama Krista; la morena, Ymir. Las otras son Sasha y Mikasa.
Viena se limitó a asentir. Nanaba decidió no forzarla a hablar. Le ofreció una sonrisa serena y volvió a su cama. La marleyana se acostó en el colchón y se tapó lo mejor que pudo con el grueso abrigo. Su compañera dejó caer una mano desde el borde del colchón, a lo que ella se quedó dudando sobre sí aceptarla o no.
— Me habría gustado que una de mis compañeras se hubiera preocupado por mí cuando fui admitida en la Legión — confesó Nanaba —. La primera noche siempre es la más difícil. Te pones a pensar en si has tomado la decisión correcta, en si estarás a la altura, en si serás de las primeras en morir... No me importa pasar la noche en vela. Quiero ayudarte.
— ¿Por qué?
— Porque es lo que las compañeras hacen: apoyarse mutuamente.
Viena terminó por ceder. Tomó la mano de la joven mujer y cerró los ojos, deseando quedarse dormida cuanto antes y echando de menos su verdadero hogar.
— Bienvenida a la Legión de Reconocimiento, Astrid.
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