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Cap. 14: Una traición y un regalo

Bertholdt se quedó en blanco, descolocado ante aquella sencilla pregunta que le pareció un complicado acertijo. Los ojos apagados de Viena estaban fijos en él. Cualquiera diría que lucía cansada, sin embargo él tenía delante a una Viena que no conocía: estaba destrozada. Había estado destrozada durante semanas, callándoselo todo, y el intento de asesinato fallido prendió la llama que le hizo estallar, desbordar su furia en aquel soldado. Ya le había fallado una segunda vez, no estuvo ahí para ella. Se sintió miserable, no estaba dispuesto a hacer lo mismo una tercera, pero quizás era demasiado tarde.

Quiso pronunciar esas dos palabras que tan fáciles le habían sido de escribir en la carta, sólo que un nudo en la garganta le dejó con los labios entreabiertos, incapaz de hablar, y los puños cerrados por la impotencia. El rastro de vapor que llevaba tiempo esperando seguía sin aparecer. En otras circunstancias no habría dudado en moverse de su posición y asegurarse de que el plan que había ideado marchaba tal y como debía. Sin embargo el amor también es una perdición, una perdición que lo mantuvo atado a esa rama junto a Viena. Él la amaba y ella siempre estaba ausente, incluso cuando la tenía enfrente.

El rubor escaló hacia sus mejillas mientras que la mano de Viena se deslizó con disimulo al mango de la espada.

— Tú misma sabes la respuesta... Me conoces, has sido mi mejor amiga desde que éramos niños...
— Creí conocerte — puntualizó ella —. Cinco años han bastado para cambiarte, para convertirte en el perrito faldero que sigue órdenes aun conociendo las consecuencias. Siempre me pareciste un niño débil y sin carácter que me siguió en mi camino como guerrera para no separarte de mí, y en cierto modo me enternecía, pero jamás me imaginé que fueses tan manipulable. Te lo repetiré: ¿en qué bando debería estar? ¿En el tuyo o en el mío propio?

Él dio un paso adelante. Viena hubiera dado un paso atrás, aunque prefirió permanecer quieta, sin desviar la mirada y con la cabeza alta. Cerró los ojos momentáneamente hasta que sintió que las lágrimas que pretendían salir desaparecían. La mano de Bertholdt rozó su mejilla y ella tensó la mandíbula, así como su agarre a la espada, conteniendo las ganas de rebanársela. Primero tenía que saber la verdad.

— En mi bando — respondió finalmente.
— Dame un motivo que me haga confiar en ti después de haberme tratado como un muñeco de trapo.
— ¿Eso piensas? Que... ¿Que te he tratado como un muñeco? — murmuró. Una espina se le clavó en el corazón.
— Respóndeme.
— Porque yo...

Volvió a callar. Le regaló una caricia que descendió por su brazo y desembocó en su mano. Ella no estuvo dispuesta a enlazar sus dedos. Viena había sido una persona que desde pequeña quería que los demás contestasen a lo que pidiese, no aceptaba silencios por respuesta, no obstante ella no solía hacer lo mismo. Cuando se sentía acorralada tendía a huir con el silencio que tanto detestaba en otras personas, y Bertholdt lo sabía.

— Porque te echo de menos. No quiero volver a hacerte daño, lo que quiero es verte reír como lo hacías antes.
— Muchas cosas han pasado... Quizás no vuelva a reír, por mucho que lo intentes.
— Viena, si deseo que estés de vuelta es porque te quiero — acabó diciendo, armándose de valor —. No ha pasado un sólo día sin que haya pensado en ti. Te lo dije aquel día en la mansión abandonada, te lo dije en la carta y te lo digo ahora: te quiero.

Si las cosas hubiesen salido de otra manera, habría cabido la posibilidad de que ella aceptara, de que en ese momento habrían sellado cualquier palabra con un beso sobre el tejado de la mansión. Hubiera o no hubiera escrito las cartas al señor Jaeger, Bertholdt era un extraño para ella.

— Pero yo no te quiero...

Las lágrimas acabaron escapándose de sus ojos sin su permiso, sabiendo que iba a perder a la persona a la que tantas veces recurrió en el pasado cuando la tristeza le opacaba el día. Se le vino a la mente el verano del año 842, cuando la llevó a la estación de ferrocarril en esas tardes soleadas. Había un tren destinado a transportar rocas para reconstruir el dique del puerto. El tren circulaba por una vía exclusiva que bordeaba el mar. Más de una vez la invitó a colarse en la parte trasera y recorrer el trayecto sentados en el vagón de cola, con los pies colgando sobre los raíles que iban dejando atrás y sujetándose a la barandilla de seguridad. Las vistas de la costa eran únicas. Viena nunca dejó de admirar los lugares que su amigo utilizaba como miradores.

Se apresuró en secarse las lágrimas tan pronto como otras resbalaban por las mejillas de su compañero.

— Ena... — musitó.

Viena desenvainó la espada y le obligó a retroceder cuando la apuntó hacia él. El pulso le tembló de nuevo.

— Dime, ¿fuiste tú quien escribió esas cartas?

Bertholdt pensó que el alma se le caía al suelo. La pregunta terminó de rematarlo, fue como si la espina le hubiera atravesado el corazón. Se arrodilló lentamente y bajó la cabeza. Cada músculo en el cuerpo de Viena se tensó al límite, preparándose para oír un que le diera la señal y lo ejecutara allí mismo. Bertholdt tragó saliva y reunió la poca dignidad que le quedaba para mentirle, porque ya no le importó herirla el día que se enterase de la verdad.

— No sé de que cartas hablas... Te juro que yo no escribí nada.

La joven tembló.

— ¿Lo juras por tu vida? Jura por tu vida que no escribiste las cartas, que no tuviste nada que ver con la muerte de mi abuela ni el secuestro de Enis.

Bertholdt hizo todo cuanto pudo para no hundirse en la miseria y contuvo el llanto. Conocía a la poca familia que le quedaba a Viena mejor que Reiner o Annie, porque Enis le adoraba y la señora Áster lo recibía en su casa con una sonrisa cuando Viena lo invitaba a merendar. Fingió que sus lágrimas no eran por haber condenado inconsciente a tres vidas inocentes.

— Te lo juro por mi vida — sollozó.
— ¿Entonces dónde coño estabas la noche en la que recibí la noticia? — exigió saber, bajando la espada — ¿Durmiendo plácidamente mientras yo me desgañitaba la garganta a gritos? Si tanto me quieres y tan mal me veías, ¿por qué te distanciaste?

Él no respondió. Viena se arrodilló frente a él y le obligó a mirarla. No quería que hablase, pero sí que le prestara atención.

— Esa noche fui débil, te necesitaba. Me arrastré hasta el enemigo, le abracé, le admiré... Me repugno a mí misma. No me abandonarás esta vez, ¿verdad?

Un temblor de tierra sacudió los alrededores, alertando a Viena. Al levantarse, descubrió nubes de humo rojo y negro en todas las direcciones de la formación. Bertholdt había olvidado que había un plan en marcha y Annie no tardó en emerger de entre los árboles en su forma titán, sola. Viena no pudo sonreír aunque quisiera, su instinto le decía que algo no andaba bien. Bertholdt se puso en pie. Annie no le perdía de vista, como si esperara una orden.

— Admítelo, Viena. No quieres regresar a nuestro bando — le dijo con voz temblorosa, aunque su expresión era lo más seria posible.

Antes de que ella contestara, recibió un golpe en la cabeza con el mango de la espada de su compañero que la desestabilizó, haciéndola caer sobre la gruesa rama. Los dos lanza bengalas se desengancharon de su cinturón y resbalaron, aunque logró alcanzar uno y disparar una bengala púrpura. Sintió cómo le era arrebatado su equipo y fue levantada por las correas de sujeción de su uniforme. La sangre emanó de su sien. La mantuvo al borde del vacío, donde Annie esperaba para atraparla y acabar con su vida mediante el aplastamiento. Viena estaba demasiado mareada como para poder provocarse una transformación. Se aferró a su brazo, clavándole las uñas, y le miró una última vez con los ojos teñidos de rabia.

— ¿Vas a matarme por un mísero corazón roto?

La empujó unos centímetros más, Viena apenas podía mantenerse sobre la rama.

— Vas a matarme por un mísero corazón roto, hijo de puta...

Él negó con la cabeza.

— Haga lo que haga, te he perdido. Eres una carga para la misión. Di tus últimas palabras.

Entonces ella le escupió.

— Te odio...

Dicho aquello, la soltó. Para Viena todo se tornó en cámara lenta. Las copas de los árboles ocultaban el cielo al que le dedicó una lágrima en el momento en que notó el duro contacto de la mano del titán contra su espalda. Apenas logró moverse. Los dedos se cernieron en torno a su cuerpo y la presión creció como el agua que hervía. Un desagradable crujido le hizo gritar de dolor y su mente le recordó la imagen de Levi aquel día, en su agarre, sufriendo de la misma forma. La única diferencia era que ella no saldría con vida para que alguien curara sus heridas. Vio a Bertholdt marcharse con su equipo robado. Annie mantenía los ojos cerrados con tal de no ver a su amiga morir en su mano.

Oyó un poderoso rugido emerger. Pensó que había empezado a delirar, porque casi podía ver a su abuela esperándola al mismo tiempo que, al mirar al bosque, un titán de quince metros se abalanzaba sobre Annie, aprovechándose de su distracción. Viena volvió a caer, no obstante no llegó a tocar el suelo. Mikasa se impulsó hacia ella con el gas de su EMT y la recogió para llevarla a un lugar seguro.

A pocos segundos de perder la consciencia, Viena presenció cómo el titán derribaba a Annie. La inmovilizó de espaldas contra la tierra revuelta y desgarró su nuca en busca de la chica. La guerrera extendió la mano, queriendo impedirlo, de su boca no brotó ningún sonido. Supo al instante que el titán se trataba de Eren Jaeger.

«La devorará...», pensó.

Un cristal formándose en torno a Annie fue lo último que vio.
.
.
.
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— ¡Jaeger! — gritó Viena, incorporándose de golpe.

El silencio la recibió en cuanto despertó en aquella camilla. A través de la ventana que no distaba lejos comprobó que el sol radiante apenas estaba emergiendo, pero oía las voces y los pasos de algún que otro soldado cruzando el patio arenoso. Unos cuantos vendajes envolvían su cuerpo bajo la camiseta que le habían puesto; dos en sus brazos desde la muñeca al codo y uno cubría su pecho. Un dolor le hizo llevarse una mano al corazón y recordó el por qué se encontraba en la enfermería. Todavía sentía los moretones bajo las vendas, sorprendiéndose al ver que no se había regenerado por completo. Había perdido la noción del tiempo.

— ¿Por qué me está sucediendo esto a mí...? — susurró.
— Oye, ¿has terminado de hablar contigo misma o aún tienes algo más que decir? — habló una voz desde el otro lado.

Sentado en una silla encontró al capitán con la mirada perdida, sosteniendo una taza de té a medio beber. Llevaba puesto su traje, lo que le dijo que la expedición había acabado sin llegar a conocer el resultado. El oficial Mike aguardaba de espaldas en el umbral de la puerta entrecerrada, fuera de la sala. Viena se recostó en el cabezal de barrotes blancos y desvió la mirada, agradecida de no haber dicho nada que la delatase. Levi se levantó y se acercó para ofrecerle un vaso de agua con el que aclararse la voz, dándose cuenta de que se esforzaba en disimular una ligera cojera. La joven habló de nuevo tras darle un par de sorbos.

— ¿Está herido? — fue lo primero que le preguntó — ¿Y cuánto tiempo he estado inconsciente?
— Dos días.
— ¡¿Dos días?! — exclamó, arrepintiéndose de inmediato cuando una tos provocó que los moretones le hicieran ver las estrellas.
— Ten cuidado, idiota. Hange dice que no estás recuperada del todo — la reprendió.

En una mesita junto a la camilla había un mortero que contenía la pasta que ella preparó aquella noche, al lado de unas tijeras y un rollo de vendas. Levi cogió las tijeras y la miró con esos ojos que Viena no descifraría ni en cien años.

— Lo que tengo no es más que un esguince. Ahora quítate la camiseta, debo cambiarte las vendas.
— ¿Y mis compañeros? ¿Están todos sanos y salvos? — se apresuró en averiguar.
— Mitre, no tengo todo el día.
— ¿Lo están o no, capitán? — insistió, rehusándose a obedecer hasta que contestara.

Levi asintió, quitándole un peso de encima.

— Llevan viniendo a verte desde que regresamos a los muros.

Viena suspiró, tranquila. El entumecimiento de su cuerpo le dificultó la simple tarea de elevar los brazos. Se había curado bien de las fracturas en esos dos días, pues el dolor era menor al que sufrió mientras Annie la aplastaba poco a poco. La ira y el desconcierto se apoderaron de ella como cuando estaba en el bosque, sin embargo había tomado el consejo de Levi para su propio bien y reflexionó en silencio. La frialdad de la tijera contra su espalda al colarse bajo las vendas la estremeció.

Debido a la reciente expedición, una nueva preocupación había aflorado en su mente. La búsqueda de su objetivo inicial la había cegado hasta el punto de no pensar en nada ni nadie más que la llave y su dueño, inconsciente de los secretos que escondían. Viena revivió a aquel titán de sus recuerdos, el Titán de Ataque, el cual creyó perdido. Cómo había heredado el poder, qué relación tuvo su padre desaparecido con Marley y, en caso de que proviniese de allí, por qué habría huido a los muros... Se detuvo y respiró antes de que las preguntas la ahogasen.

El vendaje cayó suelto de sus brazos y pecho. La brisa fresca de la mañana le erizó la piel a la vez que se cubría con sus brazos, ruborizada. Aun así, sabía que no se trataba de otra cosa que una muestra de agradecimiento. Las acciones siempre eran más efectivas que la palabra. Una leve presión y Levi imitó los cuidados de Viena lo mejor que pudo. Deslizó sus manos por la curvatura de su espalda desnuda, observando impasible las mismas marcas que él tuvo. La marleyana, por su parte, trató de relajarse.

— Gracias por utilizar mi remedio.
— ¿A qué vino ese grito de antes? — quiso saber él, cuidándose de no hacerle daño.
— Soñé con Eren — mintió —. Tengo que darle las gracias. Si no hubiera aparecido...

Viena acalló un quejido al sentir que Levi había apretado más de la cuenta.

— Estarías muerta — completó la frase por ella.

Viena le miró por encima del hombro. Cualquiera habría dicho que en su expresión se reflejaba su seriedad de siempre, pero ella consiguió ver algo más. Su mandíbula estaba tensa y sus ojos, aun sin que los rayos del sol los iluminasen, brillaban débilmente.

— ¿Te encuentras bien?

Él se limitó a finalizar su labor sin decir nada más. Anduvo hacia donde dejó la taza y chasqueó la lengua al comprobar que el té se había enfriado. Viena se vistió sin querer desistir y, cuando se disponía a pronunciar palabra, Levi se apoyó de brazos cruzados contra la pared.

— Astrid, eres consciente de que puedes confiar en mí, ¿verdad?
— Sí... ¿A qué viene esa pregunta? — preguntó mientras el oficial entraba en la enfermería.

Tampoco iba armado, no obstante Viena se sentía incómoda.

— ¿Por qué no llevabas puesto tu equipo?
— ¿Qué?
— Tu equipo de maniobras. Esa mocosa que sigue a Eren a todas partes te encontró sin él.

La atención del oficial se centró en ella. Tenía una mirada igual de fría. La guerrera notó que escondía algo tras su espalda y tuvo que hacer acopio de todas sus fuerzas para no derramar ni una gota de sudor.

— Cuando el Titán Hembra me atacó, traté de luchar, pero logró inutilizar mi equipo. No pude hacer otra cosa que deshacerme de él — se defendió lo mejor que pudo.

Había una soga alrededor de su garganta se iba ciñendo a ella a cada segundo que transcurría con la lentitud de las horas. Maldijo a Bertholdt por ese desliz que le iba a costar la vida. Quería seguir mintiendo hasta cumplir la promesa que hizo bajo el sauce, cobrar la ansiada esperanza que apaciguara su consciencia. Mike aún estaba dispuesto a complicarle las cosas.

— ¿Te deshiciste de él a quinientos metros de donde sucedió todo? — inquirió el oficial Mike con su grave voz.

El hombre puso el equipo sobre la cama para la sorpresa y miedo de Viena. Levi manipuló el EMT en busca de cualquier desperfecto, pero no lo encontró.

— Y para terminar, está en perfectas condiciones.
— ¿Qué ocurrió realmente ahí fuera? — suspiró el capitán con voz cansada.

La conversación había tocado fondo para ella. Si hubiese sido lo suficientemente valiente se habría hecho con las tijeras y las habría hundido en la garganta de su superior antes de asfixiar por sí misma a Levi hasta la muerte, pero había dejado de ser ese monstruo que creía ser, esa guerrera fría a la que no le importaba la vida de nadie. Viena ya no era así, sino que se encontró temblando como una niña pequeña.

— Bertholdt Hoover es un traidor — acabó por soltar, bajando la cabeza, derrotada —. Me reveló que... Me reveló antes de arrojarme al Hembra que él es el Titán Colosal, por lo que probablemente colaboró con Leonhart para ayudarla a escapar.

Ambos hombres se quedaron atónitos durante unos segundos. Con una mirada fugaz Levi le indicó al hombre que saliera en busca del comandante para informarle de inmediato. Él confió en el capitán y se marchó a paso apresurado. Viena se abrazó a sí misma. La soga invisible cedió, permitiéndole respirar con normalidad.

La mano del capitán fue a parar a su cabeza como en aquella noche. Lo encontró delante de ella, luchando internamente para calmar la impotencia que se le acumulaba desde hacía dos días.

— Vuelve a ocultar una información como esa y el próximo que te deje inconsciente seré yo — le dijo —. Encontraremos a Hoover.
— ¿Cómo puedes estar tan seguro? Al enterarse de que sobreviví, huiría lejos.
— Preocúpate por recuperarte de la conmoción. Seremos los altos mandos quienes barajemos nuestras cartas.
— ¿Y Leonhart?
— Se ha encerrado a sí misma dentro de una especie de cristal y no hay forma de romperlo. Está bajo custodia de la Policía Militar y Hange estudiará cómo creó ese material.

Lo que vio no fue una ilusión. El endurecimiento, una habilidad extra que se le concedió tanto al titán de Annie para reforzar sus habilidades, como al suyo. Viena maldijo por lo bajo al reconocer que era un método de defensa infalible. Annie podría estar protegida en su interior incluso durante años.

— Cuando te den el alta deberás ausentarte del cuartel. Vuelve a casa y descansa. No estás en condiciones ni físicas ni mentales.

Casa, hogar... Era gracioso que lo dijera.

— Con todo el respeto, pero me niego. Hay una amenaza y no voy a retirarme.
— Son las órdenes de tu superior y las mías también — declaró sin dar margen a cualquier reproche.
— ¿El oficial? ¿Acaso le ha contado lo de aquella noche?
— Estás a su cargo. Tenía más derecho que yo a saber acerca de lo sucedido.

Terminó por acceder a regañadientes y Levi recogió la taza de té. Antes de llegar a la puerta, se detuvo momentáneamente y del bolsillo de su chaqueta extrajo un colgante con un sol dorado y un papel doblado lleno de palabras. Para sorpresa de Viena, se los dio.

— Hazme una promesa. Jura que ese collar no llegará a mí manchado de tu sangre.

Y abandonó la enfermería sin darle tiempo a Viena de contestar. Ella desdobló el papel para hallar la parte trasera de su dibujo convertida en una carta y la leyó, manteniendo el sol en su mano.

18/04/850

A ti,

A ti te escribo este mensaje que espero poder entregarte dentro de dos días, porque sé que en persona no sería capaz de decírtelo.

Han pasado unas horas desde que la expedición llegó a su fin. Tú fuiste la única del escuadrón que regresó herida de gravedad y yo el único que está en la enfermería junto a ti. Algunos de tus compañeros han intentado venir a verte. La noche está cayendo y falta poco para el toque de queda. Sigues sin despertar y a veces de tu boca sale un hilo de sangre que no tardo en limpiarte.

Temo que no despiertes para tu cumpleaños. Sí, yo también me pregunto por qué pienso en eso. Admito que, a medida que se acerca el día, no he parado de darle vueltas. Estas noches no consigo dormir. He estado escribiendo cosas mientras sigues aquí, no tengo otra forma de aprovechar el tiempo.

No has hecho muchos amigos desde que te transfirieron a la Legión, no sé si es porque quieres ahorrarte las pérdidas u otro motivo. Me eres incomprensible. Intento entenderte y no puedo. Me prometiste ser fuerte y eres la que grita en silencio que alguien esté ahí para ti. No te juzgo, sé que intentas esforzarte, pero odio a los que aparentan lo que no son.

Esta mañana he ido a la ciudad. Tenía la necesidad de hacerte un regalo, aunque no supiera qué era lo que te gustaba, aunque ni siquiera te conozca. Quise sacarte de la rutina con la esperanza de no tener que enfrentarme a esa otra cara de ti otra vez, ese lado más humano. Pensé que acompañarte a lo largo del día tras lo sucedido aquella noche te ayudaría a aliviar el dolor, sin embargo aquí sigues: inconsciente.

Estoy dispuesto a ser la persona a la que recurras cuando te sientas mal, cuando creas que no puedes aguantar más.

Feliz cumpleaños, mocosa impertinente. Te aprecio.

Levi

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