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Cap. 11: Llantos y caricias

Una corriente fría de aire despeinó el cabello de Viena mientras esperaba impaciente en el jardín lateral de la sede. Se enfundó en la gruesa capa de lana que utilizaban los exploradores y se cruzó de brazos, preguntándose qué era tan urgente como para que Eren quisiera reunirse con ella a esas horas de la noche. El cielo, aunque oscuro, presagiaba lluvias.

Una nota que encontró bajo su almohada especificaba la hora y el lugar en el que deberían reunirse para aclarar una duda acerca de la última clase teórica, pues no todo eran entrenamientos físicos. Había varias aulas disponibles en la planta baja del edificio de la sede, en las que se impartían lecciones sobre lo que se sabía de los titanes o se estudiaban los nuevos territorios que se iban hallando. Con la excusa de que al día siguiente no podrían reunirse debido a que le tocaba estar en el grupo de limpieza, a Viena no le quedó más remedio que acceder.

Se paseó alrededor de la fuente, pensando en el capitán más de lo que le habría gustado. El día siguiente al de haberle entregado el dibujo volvió a aparecer visiblemente recuperado de sus lesiones, listo para reanudar la supervisión de los entrenamientos de su escuadrón. No le había mencionado nada de aquel dibujo, por lo que Viena sospechó que a esas alturas ya se habría librado de él. Se sentaba en el borde cuando el eco de pasos acercándose le hizo levantarse de inmediato, dispuesta a reprender al joven por su tardanza, pero la inconfundible silueta de Reiner provocó que se pusiera a la defensiva.

Por unos segundos pensó que venía a decirle que Eren había sido capturado. De su bolsa extrajo el puñal que había traído consigo desde Marley. No lo consideró necesario, no obstante pensó que podría ser una barrera que la separara de cualquier intento por parte de Reiner de atacarla. Aún vestía su uniforme reglamentario, así que llevaba tiempo fuera del cuartel. El instructor de campo se encargaba de hacer recuento en los barracones para comprobar que los soldados estaban ya cambiados y presentes. Seguramente le habría pedido un justificante al comandante para ausentarse.

— ¿Qué haces aquí? — demandó Viena sin bajar la guardia.
— Bertholdt me lo ha contado todo — mencionó sin mostrar nada más que una seriedad firme — ¿Cuándo piensas darte cuenta de que esa gente te está haciendo daño, Viena?

La marleyana se acercó a su antiguo amigo y lo fulminó con la mirada.

— Estoy esperando a alguien.
— A Eren Jaeger, ¿no es así? No te molestes, porque no vendrá — declaró Reiner, casi haciendo realidad el miedo de Viena.
— No os habéis atrevido... — musitó ella.

Reiner negó con la cabeza. Todavía esperaban a la oportunidad perfecta.

— No te preocupes, en realidad escribí esa nota calcando su caligrafía. Si te lo hubiera pedido directamente, no habrías venido. No soy idiota.

Los ojos de Viena destilaban una rabia desmesurada que alimentó el orgullo de Reiner. De su chaqueta sacó una carta con el sello de la estrella de nueve puntas y se la entregó.

— El jefe envió a un mensajero para traer esta carta. Me dijo que sólo tú tenías derecho a leerla.

Ella se la arrebató de las manos. Las primeras gotas de lluvia comenzaron a caer.

— Y una cosa más — añadió antes de desaparecer en la oscuridad —. Vuelve al equipo, por favor.

Viena se apresuró en abrir el sobre en cuanto el soldado se alejó lo suficiente. Cubrió la carta con parte de su capa para evitar que la lluvia la empapara y leyó deprisa, pero fue capaz de captar el mensaje demasiado rápido:

Querida Viena,

En los últimos días he recibido las cartas de uno de tus compañeros, hablándome de tu nueva actitud. No es mi intención dar nombres, sin embargo creo que a estas alturas lo sabrás mejor que nadie.

Si no recuerdo mal; has desobedecido mis órdenes, te has relacionado con esa gente sin tener motivos profesionales, te has rebelado contra tus compañeros y le perdonaste la vida a un tal capitán Levi, además de tener la audacia de curar sus heridas. No me esperaba esto de ti. Creía conocerte, estuve a tu lado desde que te entregaste valientemente por Marley y te vi crecer. Tenías un potencial inigualable que has decidido volcar en los que nos condenaron.

Pero la ironía del destino ha hecho que fueras tú la que ahora condena a los suyos.

Has seguido tus propias reglas y puesto en peligro la seguridad de la misión, no me ha quedado más remedio que enseñarte por las malas lo que ocurre cuando alguien es un traidor. Y me duele. Me duele haber tenido que ver esas lágrimas en los ojillos de tu hermana, una pobre niña a la que le has arrebatado la inocencia y a la poca familia que le quedaba. En cambio tu abuela, una mujer anciana, pero fuerte, aceptó solemne que su propia nieta la hubiera llevado a la boca de los fusiles.

En esta partida de ajedrez ya has perdido a tu primer peón. Enis esperará junto a mí tu próximo movimiento, así que medita tu decisión, pero sabes que no soy ningún desconsiderado. En esta carta conservarás lo último que te une a tu familia: la sangre.

Un sudor frío resbaló por su frente a medida que le daba la vuelta al papel y descubría una gran mancha de sangre seca mientras la lluvia caía sin piedad, disolviendo más y más el papel. Se tambaleó mareada, cayó de rodillas y vomitó lo poco que tenía en el estómago.

En su mente vio la imagen de su hermana en la puerta de la casa. Sólo tenía diez años y el sueño de ser una gran violinista. Su abuela nunca había sido una persona demasiado sentimental, pero no pudo evitar derramar una lágrima al ver a su nieta mayor partir muy lejos. Viena le prometió que ambas correrían libres por las praderas más allá de la ciudad.

Dejó que la carta se deshiciera bajo el aguacero. La capa empezaba a traspasar el agua, calándole los huesos. Apretó tanto los puños que temió clavarse las uñas en la palma de sus manos. Alzó la vista al cielo y gritó, gritó lo más fuerte que su garganta le permitió, sin importarle sobresaltar a los soldados que dormían.
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... Cuatro meses antes...

Cuidándose de no hacerse daño, Viena se dejó derribar por tercera vez sobre el suelo de la habitación. Las agujas del reloj pasaban de las ocho de la noche y la anciana señora Áster llevaba un rato esperando en el comedor a que bajaran a cenar, pues odiaba la impuntualidad, pero sus nietas estaban más ocupadas jugando en el piso de arriba. Viena hizo el amago de que la caída le dolió y levantó la mano en señal de rendición. Enis sonrió orgullosa.

— Te he vuelto a ganar.
— Me has vuelto a ganar — corroboró ella, poniéndose en pie — ¿Quién sabe? Quizás llegues a ser una guerrera como yo, incluso podrías heredar al Titán Fiera.

Enis dibujó un mohín de disgusto y negó rápidamente con la cabeza.

— Los titanes me dan miedo, y, además, son muy feos.
— ¿Feos? ¿Te parece que nosotros, los titanes cambiantes, somos feos? — le preguntó, fingiendo un tono de indignación y poniendo los brazos en jarra.
— Pues sí — contestó su hermana, sacándole la lengua.
— Ya me ocuparé de decírselo a Pieck para que no vuelva a hacerte esas galletas que tanto te gustan, señorita.

Antes de que Enis pudiera quejarse, la señora Áster entró en la habitación con cara de pocos amigos y de brazos cruzados, aún sosteniendo en la mano el cucharón de madera con la que había preparado una humeante olla de sopa para paliar el frío de enero.

— La cena enfriándose y vosotras dos a las peleas como si fuerais niños. Lavaos las manos y bajad ya u os vais a cama sin probar nada — sentenció sin dar margen a cualquier reproche.

Enis obedeció de inmediato y salió apresurada de la habitación que compartía con Viena hacia el cuarto de baño, sintiendo su estómago rugir. Viena se pasó las manos por el pijama de seda para quitarse alguna que otra pelusa de encima ante la mirada severa de su abuela. La anciana suspiró, negando con la cabeza.

— Viena, que seas una guerrera no significa que tengas que estar jugando a luchar con tu hermana.
— Qué más da, sólo le enseño a defenderse, que este mundo es muy jodido.

Y recibió un golpe con el cucharón en el brazo.

— ¿A qué ha venido eso? — protestó molesta.
— Mira que eres vulgar. Desde luego no sé a quién has salido. Con lo educados que eran tus padres...

La señora Áster supo que se había equivocado al mencionarlos cuando su nieta tensó la mandíbula y bajó la mirada. En lugar de bajar a la cocina, caminó hacia su cama. Ella suspiró y siguió los pasos de Viena. Se sentó a los pies de la cama, junto a la joven, y le tomó de las manos para animarla.

Son, abuela, habla en presente, porque ellos siguen vivos, lo sé. En alguna parte... — murmuró.
— Tienes razón, claro que lo están.
— ¿Y crees que están orgullosos de mí o seguirán enfadados?

Su abuela recordó con amargura las palabras tan frías que el marido de su hija le había dedicado a Viena antes de que desaparecieran. Cómo la sonrisa que traía una Viena de trece años recién convertida en titán cambiante se borraba a cada segundo. Lo último que alguien querría hacer con un ser querido al que no iba a volver a ver era discutir, y su nieta discutió con sus padres. Estalló cuando le dijeron que ya no era su hija, sino un monstruo. Viena deseó en voz alta que desaparecieran. En el fondo la señora Áster sabía lo mucho que se arrepentía su nieta de haber dicho eso desde la desaparición.

— Por supuesto que sí. Eres una gran guerrera y estoy convencida de que cumplirás tu promesa.
— Seguro que, el día en que lo haga, volverán — afirmó Viena.

Su abuela sonrió por igual.

— También estarán de vuelta tus amigos, que te estarán echando de menos. Y ese chico, Berth, a ver si te propone matrimonio un día de estos.
— Abuela... — se quejó, recuperando la sonrisa.
— ¿Qué pasa? Yo a tu edad ya estaba felizmente casada, y él es perfecto para ti.
— Ya veremos. Sabes que el amor nunca ha sido lo mío.
— Eso dices ahora. Anda, ahora pasa a cenar, venga.

Abuela.

Dime, niña.

Gracias por estar ahí.
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Los pasillos de la sede se le antojaron más angostos de lo normal. Iba tanteando las paredes con tal de no perder el equilibrio, aunque a cada paso sentía que le fallaban las piernas. La lluvia arremetía furiosa contra los cristales, desorientándola. Se había quedado afónica. Su cabello enmarañado que se había agarrado hasta casi arrancarse mechón a mechón, sus ojos enrojecidos de tanto llorar y sus mejillas ruborizadas por la ira y la impotencia le daban un aspecto deplorable, la hacían parecer un animal salvaje.

Sus piernas sucumbieron a la fatiga. Intentó aferrarse a un candelabro, no obstante cayó al suelo sin remedio. No tenía ni fuerzas ni lágrimas para seguir llorando. Permaneció boca arriba con la mirada puesta en el techo. Se sentía muerta en vida. Lo único que la salvaba de semejar un cadáver era su respiración pesada y trabajosa. Un nudo tenso se le había formado en la garganta y le impedía respirar.

Una sombra se arrodilló junto a ella. La zarandeó para que reaccionase, parecía asustada. La sombra miró a ambos lados, pero no encontró lo que buscaba, por lo que la tomó en brazos. La joven se limitó a pensar que tras la tormenta venía la calma, que poco a poco dejaba atrás ese mundo cruel para descansar sobre una nube. Quería ver un cielo que se mantuviese azul por siempre.

La silueta la recostó con cuidado en lo que le pareció ser una cama. Viena trató de concentrarse, oía una voz, pero sus oídos se encargaban de transformar las palabras en un eco confuso. Su vista se fue adaptando a la feble luz que emitía la lámpara de la mesilla de noche hasta descubrir a Levi ante ella.

— Mitre, di algo, joder... — le rogó al borde de una crisis nerviosa.

Viena parpadeó un par de veces, habituándose al entorno en el que se encontraba. Mitre, cómo empezaba a detestar a su propio personaje. Bajo su mano notó la suavidad de las mantas. El capitán la había despojado de la capa y la chaqueta del uniforme debido a la amenaza de una fiebre y había puesto un cuenco lleno de agua y un paño sobre la mesilla, con el que le había limpiado la comisura de la boca.

— ¿Levi...? — susurró ella.

Extendió una mano sin miedo y le rozó la mejilla con las yemas de sus dedos. Viena hizo algo que nunca habría hecho antes: abrazar a un enemigo. Recostó su cabeza sobre el hombro del capitán. Él notó el corazón de la chica latiendo desbocado. Viena, indiferente a lo que Levi sentía, cerró los ojos y se embriagó del aroma a té que tenía su traje.

— Te necesito... — logró decir.

Él la habría apartado y echado de la habitación. La habría insultado sin escrúpulos y reprendido por ese comportamiento, pero no lo hizo. Verla tan vulnerable le recordó a cómo fue él de niño, antes de la llegada de aquel hombre, cuando todavía no sabía ni robar una simple manzana. Deseó con todas sus fuerzas que alguien le hubiera acogido de esa manera en los momentos difíciles que había tenido que vivir. Y envidió a Viena, porque él no era lo suficientemente egoísta como para dejarla sola.

Descansó su mano sobre la cabeza de la chica y la mantuvo apegada a él. Sus rizos seguían goteando sobre las mantas y en su muñeca había atado un lazo rosa. Le susurró que se calmara, porque la experiencia le hizo adivinar que había perdido a alguien, pero ella no pudo. Gimoteó por lo bajo, refugiada en su pecho, cerca del corazón, y prestó atención a sus latidos para convencerse de que a su alrededor seguía habiendo vida dentro de la oscuridad en la que estaba sumida. La luz de la lámpara tiritó ante la furia de la tormenta.

Levi no estaba acostumbrado a lo que podría llamarse "afecto". Más de dos décadas sin él habían transcurrido muy rápido. No estaba acostumbrado ni a darlo ni a recibirlo, sin embargo la calidez que irradiaba Viena aun estando empapada era adictiva y se vio incapaz de apartarla, le recordaba a una vaga sensación de su infancia. Ella deslizó sus dedos por la manga de la camisa y desembocó en el dorso de su mano, trazando tímidas caricias.

— Yo no quería... — tartamudeó — Yo no quería abandonarlas a su suerte... Las dejé solas...

No poder decir la verdad quemaba como el fuego. Totalmente desamparada, recurrió a la mentira hasta ya no saber cuándo parar. Se sentía perdida y las ansias de acabar esa misión de repente le parecieron lejanas y sin importancia. Sólo pensaba en su hermana y en cómo se encontraría. Imaginársela asustada, en algún rincón de una habitación en penumbra, incapaz de moverse por el shock de haber contemplado la muerte en primera persona y todavía con una salpicadura de sangre en el rostro la destrozó por dentro. Enis la llamaba a gritos en el silencio, la necesitaba.

Levi no quiso hacer preguntas, tampoco le permitió que siguiera acariciándole por muy discreta que fuese. Dejó su mano bajo la suya y Viena notó la aspereza que le había forjado una vida que nunca fue fácil.

Una corriente eléctrica atravesó de repente hasta la última fibra de su cuerpo y las memorias del capitán se desplegaron en su mente de forma veloz. En ellas vio a un niño sentado frente a una cama sobre la que descansaba un cadáver y a su lado un hombre. Vio a dos personas cuyos rostros eran borrosos. Vio un pájaro con un ala herida y la luz del sol. Vio a un titán en la niebla y casi pudo oler la sangre. Luego no vio nada. Se separó sobrecogida con un jadeo y se llevó las manos a la cabeza.

— Mitre — la llamó —, respira.

Viena sentía como si el corazón fuera a salírsele del pecho. Estaba sudando, pero tenía frío. Notaba que se ahogaba y el pecho se le comprimía a cada segundo. La lluvia se había convertido en un suave murmullo. Le tendió un pañuelo con el que secarse las lágrimas y anduvo hasta el escritorio, dejándola sentada en la cama para que se calmase a solas. Los nubarrones negros se disipaban lentamente y la luz azulada de la luna se reflejó en las gotas de agua que habían quedado en el cristal. Levi consultó la hora en su reloj de bolsillo: era muy pasada la medianoche.

— Pensé en lo que dijiste y tenías razón. Descargué la rabia en la persona equivocada. Lo siento.
— Yo también lo siento... Lo siento muchísimo... Yo...
— No vuelvas a esa espiral. Sea lo que sea que haya pasado, tienes que controlar tus emociones. Si vas a derrumbarte así por cada muerte que vivas, no eres digna de servir a la Legión. Los débiles mueren primero, Astrid, no lo olvides.
— Yo no soy débil — sentenció, levantando la vista para mirarle directamente a los ojos —. Llorar no es de débiles. Débiles son los que se rinden sin más... Y yo no he dejado de lado mi propia lucha.

De uno de los cajones sacó dos tazas de porcelana adornadas con florecillas azules, mucho más elegantes y caras que las que encontró en el comedor, y una tetera. Calentó el agua en la pequeña estufa de leña que daba calor a la habitación bajo la mirada cansada de Viena, y le pidió que cogiera de una cajita metálica que guardaba junto a las tazas dos bolsas de té. A juzgar por el poco tiempo que había pasado en Stohess, ella reconoció esa marca como una de las más selectas, pues la había visto expuesta en el escaparate de una tienda frecuentada por gente bastante pudiente. Colmó las tacitas y dejó las bolsas repostar hasta que la mayor parte del té se hubiera disuelto. Le ofreció una y Viena la aceptó. Ambos sabían que, en cuanto el sol saliese, volverían a ser el capitán y la soldado que juraron odiarse sin decírselo el uno al otro, sin embargo quisieron aprovechar ese breve momento de paz.

— ¿Quién lo diría? Es al lloriquear cuando dices cosas que hacen pensar.

Ella se tomó en su tiempo para beber el té. Tenía un aroma ahumado y un sabor meloso, una antítesis que agradó su paladar así como le concedió una cierta sensación de calidez.

— Gracias... — musitó sin apartar demasiado el borde de la taza de sus labios.
— ¿Gracias por qué?
— Pudiste haberme dejado en el pasillo a la espera de que otro acudiera en mi ayuda. Me he comportado como una imbécil contigo y, aun así, decidiste ayudarme.
— No te acostumbres a ello. No siempre estaré dispuesto a andar detrás de ti como si fueses una cría.

Viena logró sonreír a la vez que las últimas lágrimas le resbalaban por las mejillas.

— Le admiro, capitán.

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