Cap. 1: Toda historia tiene su comienzo
La joven recién levantada observó su reflejo cansado en el espejo ovalado de la amplia habitación. El sol saliente asomaba brillante entre las lejanas colinas aquella mañana de primavera, inundando con su luz a la ciudad de clásicos edificios blancos, carreteras de piedra y a los rostros de las personas que iban de un lado a otro, sumidas en el ajetreo típico de Marley. Como cada día, vistió un cómodo y sencillo conjunto sumado al brazalete reglamentario de la estrella de nueve puntas en su muñeca, cepilló su ingobernable cabello caoba y eligió de entre los cajones del tocador su perfume favorito. Conforme con lo que llevaba, tomó la llave del dormitorio y se dirigió a la cafetería más cercana como parte de un ritual propio; entrenar, ayudar en la jornada de trabajo como guardiana de la imponente entrada a la ciudad e irse a dormir. Una costumbre que tendía a repetir día tras día.
Los pasillos alfombrados de la residencia de jóvenes guardianes eran más concurridos que nunca, y no era para menos. Los proyectos que se organizaban durante los fríos inviernos no tardarían en llevarse a cabo y grupos numerosos de chicos de su edad caminaban apresurados con una marea de carpetas a rebosar de papeles entre los brazos.
En su camino hacia la salida saludó cortésmente a varios compañeros, con los que había compartido años de instrucción hasta lograr hacerse con un privilegiado título de guerrera, y fue acariciada por los débiles rayos de sol en cuanto se detuvo en las escalinatas de piedra que daban a la calle. Caminó relajada por las aceras blanquecinas para disfrutar de uno de los pocos momentos de tranquilidad que podía concederse a sí misma, llegando en poco tiempo a una plaza presidida por una bella fuente con un caballo esculpido a modo de decoración. Pedido su adorado café negro, su mente viajó hacia uno de los muchos recuerdos que guardaba con recelo de cualquiera.
Todavía le costaba creer que cinco largos años hubieran pasado desde que presenció por última vez a sus tres amigos partir hacia un destino poco apreciado por muchos. En un día como aquel vio en sus sonrisas una profunda tristeza y en sus ojos cristalizados una mezcla de dolor y emoción ante el inminente viaje. Más allá de la misteriosa llanura que se extendía lejos de Marley, donde sólo los guerreros más capacitados eran mandados, tres grandes murallas se alzaban resguardando en su interior a pequeños distritos habitados. María, Rose y Sina, tres nombres que se habían grabado a fuego en su mente gracias a los libros que su abuela solía regalarle en cada cumpleaños, los cuales le servían como único instrumento para conocer el extraño mundo en el que habitaba.
Contaba la leyenda que esas murallas habían sido construidas cuando unas criaturas surgieron del mar siglos atrás, criaturas humanoides con una escalofriante fijación por la carne humana que fueron denominadas como titanes. Por aquel tiempo la llanura se dividía en cuatro reinos, tres de ellos gobernados por tres poderosísimas mujeres y, aunque Marley no llegó a ser tan rica como las demás monarquías, la paz que envolvía a las humildes y amables gentes nunca podría igualarse de nuevo. Fue una próspera y pacífica época para la humanidad, en la que las personas convivían en una armonía que desapareció cuando la llegada de los titanes lo cambió todo. Ni los más sanguinarios guerreros ni los más sabios de los cuatro reinos consiguieron frenar el avance de las criaturas cuyas pieles era imposible dañar, y el caos se desató. Pocos historiadores rescataron del olvido la enorme masacre que casi borra al ser humano de la faz de la tierra, aunque sí se rememoraba con odio cómo Marley sufrió las peores consecuencias.
Acusado de haber sido el causante de la aparición de los titanes, y excluido de la alianza que las reinas María, Rose y Sina establecieron como método de defensa, el reino quedó arrasado hasta los cimientos y más de la mitad de la población sucumbió al supuesto poderío de los titanes, sin embargo, hubo una esperanza que podría haber devuelto la gloria perdida al pueblo abandonado. Pocos de los antiguos sabios que sobrevivieron al desastre trazaron un mapa que conducía hacia el origen de los gigantes tras años de intensivos estudios, la clave para obtener una salvación que tardó años en finalizarse, no obstante fue arrebatada por aquellos reinos que habían comenzado a unificarse dentro de tres murallas con el nombre de las reinas, y Marley fue consumida por la desgracia durante incontables años.
Intentar recuperar aquel mapa que el paso inexorable del tiempo no logró hacer desaparecer se convirtió en el principal objetivo de su ciudad, que por siglos adoctrinó a los mejores soldados para llevar a cabo la ardua tarea, y sus tres amigos fueron los elegidos de su generación. Tenían catorce años.
— ¡Buenos días, Viena! — le saludó enérgicamente Galliard, un compañero de guardia un par de años mayor.
Ella le dio un sorbo a la humeante taza de café y le devolvió el saludo con una sonrisa una vez que su voz le desterró de sus pensamientos. Le ofreció asiento, aunque él lo rechazó.
— Siento interrumpir tu desayuno, pero el jefe reclama tu presencia en su oficina de inmediato. Se trata de un asunto privado, así que no puedo decirte más que eso.
— ¿Tiene que ser ahora? — preguntó sin camuflar su inconformismo.
— Sabes que no le gusta que le hagan esperar — repuso encogiéndose de hombros.
Molesta ante el espontáneo adelantamiento del horario, le pidió a Galliard que pagara por ella tras darle el dinero justo y se alejó apresurada dejando atrás el delicioso aroma a café y dulces recién hechos que primaba en los alrededores. El deseo de averiguar qué era ese algo tan privado, como para no confiárselo siquiera al personal cercano al proyecto de los muros, superó al pequeño enfado inicial a medida que se internaba por una estrecha bocacalle para desembocar en un elegante edificio de estilo Haussmann, sobre cuyo tejado ondeaban en hilera las banderas de la ciudad: el Directorio Militar. Ralentizó su paso al divisar la inconfundible puerta de madera de cerezo ornamentada con flores talladas, la entrada a la oficina del Jefe de Guerra ubicada en el segundo piso. Llamó tres veces y tomó el pomo dorado para presentarse.
Un hombre pulcramente vestido que permanecía concentrado leyendo unos papeles alzó su mirada azul y sonrió complacido al verla, indicándole que tomara asiento en unos de los sofás de veludo granate. Parecía contento, lo que presagiaba una buena noticia.
— Discúlpame por esta repentina reunión, mas el motivo por el que te he hecho venir no podía esperar — dijo poniéndose en pie y aproximándose hasta donde ella se hallaba.
— ¿En qué puedo servirle esta vez, señor?
— No me andaré con rodeos. He decidido encomendarte una misión de infiltración en los muros — anunció enlazando sus manos detrás de la espalda.
Viena abrió los ojos con sorpresa al comprender de inmediato que se trataba de la misma misión que se le confió a sus amigos un lustro atrás. Sus labios se movieron intentando decir algo y salir de su asombro; ¿acaso él querría que...?
— Sobresaliste en tu fase de instrucción como una de las mejores guerreras, lo que te convierte en una candidata perfecta — continuó —. Además, el excelente trabajo e implicación de tus compañeros en las murallas nos ha aportado una valiosa información acerca de esos indeseables de la Legión de Reconocimiento.
Del bolsillo de su chaqueta extrajo un sobre con el sello de la estrella y lo puso sobre la mesita para deslizarlo hasta ella. Viena lo abrió con cuidado y una lista de datos a recordar estaba escrita en impecable caligrafía.
— Necesito que te infiltres en la Policía Militar que opera en Sina, concretamente en el distrito de Stohess. No nos vendría mal tener esa rama controlada — le informó andando con calma en dirección al gran ventanal cubierto por dos gruesas cortinas.
— ¿Al igual que mi compañera Annie Leonhart?
— Exacto. ¿Te ves capaz?
Miles de pensamientos revolotearon desordenados por su cabeza mientras un nudo se formaba en la boca de su estómago, aunque la pesada sensación no tardó en esfumarse tan pronto como asintió determinada con la cabeza. Una cosa que se le inculcó desde niña fue a no dudar jamás frente a cualquier situación que significara una posible salvación para la ciudad, pues sus años de entrenamiento no serían en vano. Estaba dispuesta a proteger a Marley.
— Cuente conmigo.
El jefe sonrió orgulloso y se giró hacia ella, señalándole el papel que sujetaba entre sus dedos.
— Ahí encontrarás todo lo que necesitas. Memoriza cada dato y quema el papel para borrar cualquier rastro que indique tu verdadero origen. Dispones de todo lo necesario en los establos para iniciar tu viaje cuanto antes, junto a tu caballo.
Le dio su permiso para levantarse y se despidió con una leve inclinación de cabeza para abandonar la estancia. Cernía sus dedos sobre el pomo cuando el hombre se adelantó y posó su mano en el hombro de la chica con suavidad para detenerla.
— Recuerda las reglas, Viena: nada de relaciones más allá de las profesionales. No quiero amistades ni amoríos.
— Esa escoria de los muros nunca se ganará mi aprecio. Descuide, señor, la victoria será nuestra.
Le entregó el brazalete, guardó el sobre y se alejó pasillo a través en dirección a los establos situados en la parte trasera del edificio. Aunque viejos, sus vigas de madera despintada seguían soportando el peso del tiempo a la perfección, y es que los sucesos de antaño habían hecho que se perdiera la costumbre de montar a caballo para desplazarse. Acarició con cariño el hocico de Furia, su querida yegua purasangre con la que varios años había pasado, y enganchó a su montura las provisiones que le fueron dadas. Se impulsó de un salto, tomó las riendas y guio al equino hacia las dos grandes puertas de hierro que suponían el acceso a la ciudad. Una vez se abrieron frente a ella y la pradera de verdes y altas briznas quedó ante sus ojos, emprendió la marcha que le llevaría cinco días recorrer.
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— ¡Abrid las puertas! ¡Avisad al comandante Dok que ha llegado una recién licenciada!
Su indiferencia no cambió a la vez que el numeroso grupo de policías intentaban coordinarse. Las bocas de su ciudad los definían como soldados holgazanes e incompetentes, los vestigios remanentes de los que una vez fueron los mejores de su generación, pero entregados a una vida resuelta y llena de lujos. Comprobar si el rey que gobernaba las tres murallas tenía buena cara o no era su principal y única tarea, y no hacía falta ser muy avispado para percatarse de ello. Suspiró sosteniendo con fuerza la documentación falsa que debía presentar y sintió lástima por Annie. Aquella gente le provocaba una profunda repulsión.
De los portones dorados del edificio central de la sede apareció quien debía de ser el comandante de esa rama militar, un hombre de porte recto y serio. Acompañado por otros dos veteranos, la analizó fugazmente sin perder su semblante carente de emoción y le arrebató los papeles de la mano. Viena podría haber intuido en sus ojos cenizos la mirada de alguien que había visto y sufrido mucho, algo que se le daba muy bien, sólo que le fue imposible sentir cualquier indicio de empatía al pensar que todo en ellos era pura fachada.
— ¿Qué tenemos aquí? ¿Las sobras de los últimos en graduarse? — se burló sin mirarla —. Identifícate.
— Astrid Mitre — dijo recordando cada dato apuntado en el papel —. Diecinueve años, residente del distrito de Trost, reclutada en el ciclo 104 en el año 847 y finalizado mi entrenamiento y graduación este mismo año.
— ¿Conoces a alguien de la brigada?
— A la soldado Annie Leonhart, graduada hace un mes.
— Habitación 124. Ahora fuera de mi vista.
Guardó los documentos en el bolsillo interior de su chaqueta negra y se giró sobre sus talones para volver a perderse tras las puertas que se cerraron tras él, seguido por sus acompañantes mudos y obedientes con un rifle cargado a la espalda. Era su turno de actuar.
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