Miércoles, 21 de febrero
7:05 a. m. ¿Por qué? ¡Si aún me quedaban diez minutos para dormir! ¿Cómo es posible que el simple sonido de un wasap sea capaz de despertarme? Ya puede ser importante.
—¿Estás despierta? —Esto es todo lo que se limita a escribir mi queridísima hermana María a estas horas de la mañana.
—¡Tú que crees si te estoy contestando! ¿Qué pasó? —Reconozco que cuando me despierto antes de lo esperado mi humor no está precisamente para tirar cohetes, pero a medida que mi mente va despertando voy suavizando.
María es mi hermana del medio. Me lleva dos años y medio. Juntas hemos vivido de todo. Y cuando digo «de todo» es eso y mucho más.
Mi hermano mayor, Raúl, siempre fue el hijo responsable y deseado por cualquier padre. No le gustaba salir, su círculo de amistades era muy reducido y en su adolescencia se gastaba toda su paga mensual en una tienda de segunda mano de la ciudad comprando cientos de libros que devoraba sin parar. A los veintidós años ya había terminado su carrera de Administración y Dirección de Empresas en una de las mejores universidades del país y tres meses más tarde estaba trabajando en la empresa en la que actualmente es un alto directivo. La única vez que salió de noche, que de aquella ya rondaría los veintitrés, conoció a la que es su actual mujer, Lucía, una espectacular modelo muy conocida en todo el país con la que está felizmente casado y tiene a Laura, una preciosa adolescente de catorce años y dos adorables mellizas de diez.
Pero claro, María venía detrás. Se llevan solamente un año y medio y ella fue la encargada de abrirme las puertas de la libertad, es decir, la que se fue comiendo todos los marrones: las primeras discusiones por la hora de llegada en las primeras salidas nocturnas con mis padres, la lucha por poder ir de camping con las amigas, mi compañera de lágrimas en nuestros primeros desengaños amorosos, la primera en decirle a mi madre que quería tomar la píldora...
Los dos son muy distintos, pero los adoro por igual. Pero lo cierto es que con María tengo, a pesar de ser mayor que yo, un cierto sentimiento de protección. Y es que, si a alguien le puede salir algo mal, ahí está ella. Es gafe por naturaleza. Y últimamente los problemas se le amontonan. Hace ocho meses pasamos por el terrible trago de que le detectasen un bultito en un pecho. Así, sin más. De repente. Sin previo aviso. Por suerte, después de una locura de tratamiento, hace tres semanas el médico nos dio al final la noticia esperada: el tratamiento había funcionado y el tumor ya no estaba. Solo nos quedan revisiones rutinarias. Yo sabía que juntas podríamos con cualquier cosa, incluida esa maldita enfermedad.
Lo normal, al pasar por un trago de tal magnitud, es que tu forma de ver la vida y tus prioridades cambien, que aprendas a relativizar toda aquello que no tiene importancia y a tomarte la vida de una forma más relajada. Pero María no: se puede decir que ese propósito le duró desde que salió de la última consulta con su ginecóloga hasta que cruzó la puerta del hospital que daba a la calle. Como que a ella lo de relativizar no le va.
Así que cada vez que me llama o me manda un mensaje me pongo a temblar.
—¡Manu tiene a otra! ¿Cómo puede hacerme esto en este momento? ¿Te lo puedes creer?
Manu es su último novio: dependiente de día en una de las tiendas de moda más chics de la ciudad y guitarrista en un grupo de rock por las noches. Llevan juntos unos dos años y, a pesar de que se supone que mi apoyo tiene que ser para ella, tengo que decir que él se merece el cielo.
—Pero ¿estás segura? María, Manu te adora. Él sería incapaz de algo así.
—Te lo digo en serio, Sara. Con la nueva becaria de su empresa, «Vanessa» (el nombre lo pongo entre comillas para que os imaginéis la entonación que le da al pronunciarlo). Tienes que ver el tonteo que se traen. Lo llama veinte veces al día, aunque según Manu es solo por trabajo. Pero no se da cuenta de que yo veo la sonrisa de gilipollas que se le pone cada vez que habla con ella. ¡Conmigo desde luego no la pone!
—¿No crees que te estás precipitando? Estoy convencida de que no hay nada. Además, ¿no tenía 19 años? María, por Dios, que puede ser su padre. Y dentro de poco su abuelo. Y, es más, en contestación a tu última observación, no es posible que veas su cara cuando habla contigo por teléfono, a no ser que lo intentes ya controlar por Skype, que a este paso...
—Te lo digo en serio. ¡Que el otro día vi cómo le daba a «me gusta» a sus fotos en el Instagram y la sigue en Facebook!
Aquí llegamos a uno de los puntos más preocupantes de la sociedad en el momento actual: Tengo que confesar que no puedo con las redes sociales y la obsesión de control que ejerce sobre las personas. La gente se obsesiona con ellas y llegan a poner en peligro sus relaciones en función de los likes, las visualizaciones, los comentarios que te pongan, los que pongas, los estados o por las solicitudes de amistad que recibas.
Y María es una experta en ellas. Cada dos meses las borra todas de su iPhone cuando ve que empieza a perder el control, pero enseguida cae de nuevo en la tentación y las vuelve a instalar. Es su droga. Aunque solo le traiga disgustos.
—Relativiza, María, por favor. Es su compañera y está empezando. Y mientras las llamadas no sean a deshoras y los «me gusta» no sean a fotos suyas en bolas, estoy convencida de que puedes estar tranquila —le contesto sabiendo que me va a dejar este último mensaje en «visto» y dar por zanjada así la conversación. Lo bueno es que sé que solo necesitaba oír que no era cierto, al menos hasta que encuentre otro tema con el que estresarse. Ella es así.
Aunque tiene sus motivos. Reconozco que mi vida amorosa en estos cuarenta años no ha sido lo que se dice perfecta, aunque yo creo que en gran parte la culpa ha sido mía por los perfiles que elijo como pareja. Pero se puede decir que María tampoco ha tenido mucha suerte. Es guapa, divertida, es ortodontista y tiene su propia clínica. Hasta aquí todo perfecto. Pero desde su adolescencia todas las parejas que ha tenido la han engañado. El motivo: no lo sé. Para mí es un misterio. No uno, ni dos. Todas sus relaciones terminaban cuando descubría una infidelidad. Sé que su carácter no es fácil, pero aun así la estadística es demoledora. Bueno todos no. A lo mejor exagero un poco. De hecho, con el padre de su hijo Mario, con el que nunca se llegó a casar a pesar de estar juntos más de trece años, a día de hoy mantiene una excelente relación.
Así que, aunque entiendo sus pensamientos paranoicos cada vez que Manu le da un a «me gusta» en Facebook a alguna tía buenorra, quiero pensar que esta vez va a ser diferente.
3:00 p. m. Tengo antojo de espaguetis a la carbonara.
3:05 p. m. Dejo a un lado mi antojo y pillo el coche. Conduzco directa al centro comercial para hacer la compra de mi atuendo deportivo necesario para Mr. Fitness. Después de mi encuentro con Sebas del otro día se hace más que necesaria la renovación. Una cosa es ir con 7 kilos encima y otra con ropa que los remarque y de cuatro temporadas atrás.
3:35 p. m. Entro en la primera tienda con la idea de terminar lo antes posible. No tiene que ser difícil: dos camisetas, un par de mallas, calcetines bajos y unas deportivas molonas. Podemos añadir una sudadera, ya que recuerdo que la que tengo está llena de bollos.
Después de echar una visual a las pocas rebajas que quedaban, me decanto por los artículos de la nueva temporada. Siempre me pasa lo mismo.
La verdad es que me da mucha pereza desnudarme, pero ya que he llegado hasta aquí no puedo llegar a casa y perder otro día en volver a cambiar las prendas que no me convenzan. Así que ¡al lío!
Y aquí es cuando empiezan los problemas. Uno de mis peores enemigos son los espejos de los probadores: no sé si es la colocación de las luces o que los espejos amplían la imagen, pero os aseguro que en los de mi casa no me veo tantos defectos. Después de probar todas las prendas llego a la conclusión de que mallas aún no y que con lo único que me siento bien es con los calcetines y las deportivas.
Esto es desesperante. En lugar de darme ganas de empezar a hacer deporte para intentar arreglar la situación de mis glúteos y piernas, lo único que consigo es que se me pase por la cabeza la necesidad de comerme dos dónuts para eliminar la ansiedad.
Hago un último intento y termino viendo un pantalón de chándal negro flojito bastante mono y una sudadera gris con unas grandes letras rosas que ponen «Love Yourself». No está mal. Un par de camisetas en tonos grises y rosas y listos.
Voy a intentar ser positiva, por mucho que a veces me cueste. No estoy tan mal. Eso sí, la compra del bañador, la piscina y los chorros de los que me hablaba la recepcionista van a tener que esperar un par de meses. Me niego a ir enseñando mis carnes por todo el gimnasio, encima sabiendo a quién puedo encontrarme de frente.
Siempre me admiraron las personas que no tienen complejos en mostrar sus defectos. Ojalá yo fuese una de ellas. Pero una fuerza interior me lo impide. ¿Cuántas horas de mi vida he estado preocupada por el peso o por no mostrar mi celulitis con algún conjuntito de verano? ¿Cuántas he evitado ir a la playa o bien una vez allí no me he ido a dar un baño y me he quedado sudando la gota gorda en la toalla por no darme un paseíto hasta la orilla luciendo mi lustroso cuerpo? Últimamente, se puede decir que unas cuantas.
Pero en eso estamos. En intentar que la grasa liberada bajo mi piel se vaya quemando paulatinamente hasta reducir la circunferencia de mis muslos y tonificarlos lo suficiente para poder disfrutar de todas las instalaciones del gimnasio por las que acabo de firmar la permanencia de un año.
10:00 p. m. Absolutamente exhausta después de las compras, trabajo y entrenamiento de los niños. El día se me ha quedado en nada. Sé que hoy iba a ser mi primer día en Mr. Fitness, pero después de darme cuenta de que mis piernas estaban sin depilar, mis axilas sin afeitar y que me había olvidado de comer con tanto trajín, he decidido posponerlo hasta mañana. Eso sí, estoy orgullosa de mi avance.
Acabo de acordarme de que me queda una tableta de chocolate negro en la nevera que a los niños no les gusta. Será mejor que me la consuma entera, así mañana empiezo de cero.
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