Hola, de nuevo.

No tenía intención de volver a escribirte. Es más, te odio.

He leído todo lo que ella te puso. Y vi cómo sufría.

¿Y tú no hacías nada para ayudarla?

Vi también lo que contaba León. ¿Tampoco pudiste ayudarle en ese momento?

Sí, te estoy hablando a ti. No le hablo a una divinidad superior.

Me has quitado a dos de mis pilares de mi vida.

Los adoro, en los recuerdos prohibidos de este diario; y en los pensamientos más profundos de Sara.

A veces la oigo llorar, en secreto. Llora en su cuarto, agarrada a la almohada. Sus lágrimas descienden por el borde de la cama, y caen sobre el suelo.

Pronto se creará un charco en ese lugar.

Y después nos ahogaremos en sus lágrimas más profundas, y la sal que producen creará en nosotros cicatrices que nunca se podrán borrar.

Tengo la sensación de que la dejo sufrir.

No puedo salvarla del fuego eterno.

Siento que se funde en su interior, y muere cada día al recordar a León, y sus profundos e intensos ojos verdes.

¿Ojos verdes? Sí, lo sé. Yo también los tengo.

Esos ojos verdes que cuando mamá los mira ve algo más.

Como si detrás de ellos existiera otro universo.

Como si estos ojos trajeran la felicidad a la Tierra, y después calmasen todo, para volver a la tristeza y las lágrimas.

¿Por qué llora?

Echar de menos no es malo. Yo también echo de menos a Papá.

A Él le odio, y al Tío Jorge no le entiendo.

Sus palabras no son profundas, se basan en simples ecos de voz.

Sus pensamientos se oponen a los de cualquier mortal.

Aunque, por lo menos ahora está sano.

Y está malográndose de nuevo, perdiendo esa nueva oportunidad de la vida que León le dio.

Odio a León por ello.

Y le echo de menos.

Adiós.