Querido diario:

La puerta se abrió, dejando paso a la luz del pasillo. Sus pasos eran ligeros, pero se podía oír el chirriar de la madera.

Me llamó con una voz angelical:

“León… mamá se ha ido a comprar. Vamos a jugar…”

Escondido detrás de unos cojines, podía escuchar su respiración entrecortada. Parecía que estuviera hiperventilando.

“Vamos, sé que estás ahí, no te hagas el tonto. Pude escuchar la puerta entre latigazo y latigazo… no querrás sufrir lo mismo que mamá, ¿no? Pues entonces, sal de tu maldito escondite y dime por qué cogiste las cartas”.

¿Cartas?

“Sé que tú has cogido las cartas donde venía la entrada de mamá en el loquero, vamos”.

“Jorge se llevó esas cartas”

“Ya no existe Jorge, no mientas. Mamá está enferma. Y como enferma que es, tiene que estar en su lugar correspondiente. No querrás que mamá enferme aquí, ¿verdad?”

“Yo… no tengo nada”.

“¡Sal ahora mismo o te partiré las piernas! Dame… la puta carta. Mamá va a acabar donde yo diga, ¿entendido?”

“¡Estás enfermo!”

“Tal vez, pero en verdad amo a tu madre. La amo tanto que no quiero perderla nunca. Pero si ella juega con otros… tengo que acabar con ellos, ¿no crees?”

“Papá… si lo dices por el padre de Miguel… él solo la dio un beso de cortesía…”

“¡Será golfa! ¡Me la ha jugado con el panadero ese! Se va a enterar, recibirá el castigo divino que se merece”.

“¡NO! ¡No lo hagas! Ya salgo de mi escondite”.

Bobo de mí, salí a recibir al loco de mi padre.

“Hijo, aprendes poco de los testimonios falsos, ¿no crees? Y pensar que tú eras el listo de la familia…”

“¿Entonces esas cartas no existen?”

“Las quemé yo mismo. Prefiero que arda en el infierno por mis manos que antes que vivir de lujo a mi costa”.

“Estás enfermo. Lo reitero”.

“¿Un loco haría esto?”

Fue entonces cuando agarró su látigo. Intenté escabullirme de la sala, pero fue demasiado tarde. Sus brazos, anchos y fornidos pudieron atraparme antes de que pudiese escapar.

“Ahora eres mío”.