Capítulo 1
Tijuana B.C
México
03/Junio/2010
A las 06:00 am, una ama de casa despierta al sentirse sola en la enorme recamara; acostumbrada estaba, pues el esposo de aquella dama se levantaba cada mañana para ejercitarse, pero esta vez había algo diferente, ese sexto sentido femenino que toda mujer posee y que sirve como alerta, se había activado.
Salió de la cama y bajó a la sala, se dirigió a la cochera y notó que faltaba el auto, su marido siempre usaba la camioneta cuando asistía al gimnasio. Pensó por un momento que quizás era eso lo que había de diferente. En vano trató de convencerse y eliminar esa sensación inquietante.
Debido a un hábito bien arraigado encendió en automático el televisor y lo puso en el canal de noticias locales, dónde informaban sobre el presunto asesinato de un hombre en el tramo de la 5 y 10. Con la creciente ola de violencia azotando la ciudad, este tipo de notas no era novedad. La mujer ignoró el televisor y recorrió la sala con la mirada, automáticamente sus ojos se detuvieron casi por instinto en la orilla más alejada de una de las mesas, justo al otro extremo dónde se encontraba lo que parecía ser una hoja de papel, se acercó y encontró una carta que estaba sobre un cuaderno de color negro.
La mujer levantó el papel temblorosa, comprobando lo que ya se temía.
Querida mía, cuando leas esta carta ya estaré para siempre muy lejos de tí. No me he llevado nada, sino todo lo contrario, me marcho para dejarte todo. Aunque ahora no te lo parezca, esta es la única forma que existe para mantenerte a ti y a nuestro hijo a salvo
Luego de esto, el texto se detenía abruptamente en este punto. Abigaíl jamás imaginó verse a sí misma en esta situación; de manera jactanciosa se mofaba de aquellas mujeres que luchaban día con día, haciendo el papel de padre y madre, luego de que sus parejas las abandonaran por alguien más.
—Debes fijarte bien, querida Gabby —advirtió Abigaíl a su amiga de la infancia—. La mayoría de los hombres solo buscan sexo y nada más.
Pensó en lo ilusa que había sido al haberse fijado en Luis; tan callado, serio y reservado, con esa piel oscura que aparentaba un bronceado reciente.
Su atuendo casual y sencillo lo hacía contrastar con todo lo que la rodeaba. Luis era tan diferente a todo el grupo de hombres que la frecuentaba en su lugar de trabajo para invitarla a salir, siempre tan elegantes, ostentando cadenas y relojes de oro (aunque algunos gritaran desde lejos que solo eran objetos de fantasía). Luis nunca intentó aparentar algo que no era. Abigaíl disfrutaba verlo entrar a la tienda con ese caminar sigiloso y pausado. Siempre con una forma diferente de entablar una charla que a ella le resultaba agradable; fingía ser un cliente más del lugar y se paseaba por los pasillos hasta lograr aparecer justo a su lado con una sonrisa tímida. En una ocasión apareció ante ella con una barra de su chocolate favorito en las manos.
—Sé que no es la gran cosa. Tampoco es un ostentoso ramo de rosas o un enorme oso de peluche como los que recibes a diario, pero debes tener en cuenta el enorme esfuerzo que hice para no comérmelo mientras venía para acá.
Una sonrisa divertida y espontánea saltó en el rostro de Abigaíl al instante.
—Lo tendré muy en cuenta y como premio a tu esfuerzo, estoy dispuesta a regalarte un beso, sólo si aceptas compartir el chocolate conmigo.
—¡Excelente, premio doble! —exclamó Luis emocionado.
Esa sencillez fue lo que cautivó a Abigaíl desde un inicio y lo que hizo que pensara que sería diferente al resto. Pero ahora, con la carta aún en sus manos y sintiéndose tan sola y pequeña en medio de esa enorme casa, comprendió cuan engañada había vivido y al igual que las otras chicas, ella que se juró jamás pertenecer a esa deprimente estadística, terminó igual de sola.
La decepción, el coraje y la amargura por sentirse traicionada comenzaron a invadirla y a llenar su mente de ideas infundadas.
No fue sino hasta que en el televisor, el reportero que atendía la nota mencionó el nombre de la víctima.
Luis Alberto N. De 25 años de edad, murió por múltiples disparos en el tórax. Se presume que los impactos de bala causaron que la víctima perdiera el control del vehículo y se impactara contra la barra de protección del puente, haciendo que cayera al boulevard Rosas Magallón.
Luego de escuchar el reportaje, la mujer centró su atención en el televisor y pudo reconocer el auto de su esposo. Todo su interior pareció estremecerse y sintió cómo el corazón se le rompió en pedazos, causando un dolor interno que creyó imposible de sanar. No podía creer lo que acababa de ver, tampoco entendía por qué anunciaban el homicidio de su esposo, cuando él le había escrito una carta de despedida.
Pensó que quizá se había disparado mientras conducía, pero no era coherente dispararse en el cuerpo y sufrir, en lugar de hacer un solo disparo certero a la cabeza.
Millones de dudas saltaron a su mente de inmediato pero no pudo pensar en nada más que en ir a buscar el cuerpo de su esposo. Tomó su bolsa y se encaminó a la cochera; justo cuando salía en la camioneta vio el auto del amigo de su esposo estacionarse de manera precipitada.
—Uriel, ¿qué haces aquí?
—Vine en cuanto me enteré y en tu estado no puedes conducir yo te llevo, vamos.
—De acuerdo pero en la camioneta —concedió ella, escapando a su sorpresa de verlo tan pronto—. Nunca me han gustado los autos deportivos.
Uriel asintió y Abigaíl cambió de asiento.
Solo cuando la Land Roover se detuvo frente al SEMEFO, fue que un par de lágrimas rodaron por su rostro, mismas que secó de inmediato con la mano.
—No tardo —anunció a Uriel, haciendo a un lado su dolor.
—Descuida, tómate tu tiempo.
Le dolió. Ver el cuerpo de su esposo le ocasionó un dolor que nunca había sentido; una fuerte punzada en el corazón la obligó a encorvarse y sus piernas flaquearon, dejándose caer sobre el cadáver rígido. Sólo entonces se permitió llorar abiertamente; se sintió culpable por no aceptar la propuesta de su marido aquel día, cuando él le ofreció crear su propia compañía y hacerla crecer juntos. Pensó que jamás necesitaría aprender sobre eso, pero el destino es incierto y lo acababa de comprobar de la peor manera. Infinidad de culpas se amontonaban en su cabeza, sumiéndola aún más en ese duelo amargo. Pasado un rato recobró la compostura.
Abigaíl era el tipo de persona que solo lloraba una vez, eso lo había aprendido de su padre, quien le inculcó la idea de que llorar constantemente por algo, era para los débiles. «las cosas se lloran una sola vez, Abichuela». Recordaba con amargura. Cuando él murió, su madre le reprochó la serenidad con la que libró el duelo. Ni una lágrima derramó delante de nadie, sino hasta cuando estuvo en lo secreto lloró y rogó a Dios por su alma, pero su madre eso no lo sabía y le reprochaba cada día por ello.
Cuando volvió a la camioneta, encontró a Uriel sentado en la acera, con un cigarrillo en las manos, mismo que dejó caer al piso en cuanto la vio.
—Espera, te ayudaré a subir —se adelantó y le abrió la puerta, para sostenerla del brazo mientras abordaba.
Le parecía extraño el exceso de amabilidad de Uriel hacia ella. En el pasado rara vez cruzaron palabra, aunque iba a la casa con frecuencia, solo lo hacía para invitar a su esposo al bar o al viejo billar dónde acostumbraban ir a jugar.
Durante todo el trayecto de regreso a casa, se dedicó a recordar en silencio; con la mirada fija perdiéndose en el panorama que encontraba en su ventana.
—La cremación será mañana —anunció Abigaíl, en cuanto llegaron a la casa. Uriel asintió con la cabeza y se dirigió de nuevo a su auto.
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