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i. Asqueroso Tugurio


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CAPÍTULO UNO
Asqueroso tugurio

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EL PEQUEÑO TACÓN DE LOS zapatos hacía un ruido realmente insufrible al chocar contra la desnuda y oscura piedra que predominaban en los suelos e incluso en las paredes del lugar, llamando la atención de todos aquellos que se encontraran allí, aunque eso no detuvo a quien daba los pasos. Siguió caminando con seguridad, haciendo que su melena platinada se meciera con cada paso que daba.

Esperó pacientemente a que los guardias la examinaran, mordiéndose el labio inferior para no gritarles toda clase de groserías por tardarse tanto tiempo. O porque, quizás, se estaban tomando demasiadas molestias con su persona, cuando su entero ser lo único que destilaba era la apariencia de una frágil muñequita de porcelana. Nada que ver con la realidad, por supuesto.

Contuvo un resoplido cuando dejaron de analizarla como si fuera alguna clase de criminal y procedieron a soltar un discurso digno del presidente. En él, la advertían del posible estado de todos lo que allí se encontraban, de los comentarios que podían llegar a chillarle, de los intentos por tocarla que seguramente harían… todas aquellas palabras eran pronunciadas con el único propósito de hacer que se retractase de su idea y solicitase volver a casa. Pero ella no iba a hacerlo.

—Quiero verlo—siseó, aunque su mueca se mantuvo en la de una niña buena, una malcriada que quería cumplir con su capricho. Era consciente de cómo todo el mundo la veía, así que de vez en cuando se comportaba como tal.

Los dos guardias se dieron una mirada, seguramente preguntándose por qué aquella muchachita de sangre pura tenía tantas ganas de ver a aquel traidor a la sangre. Por la mirada que ella les estaba dando, ambos fueron conscientes de que no les diría absolutamente nada. Seguramente solo se limitaría a repetir aquellas dos palabras de nuevo, tantas veces como fueran necesarias para que fuera capaz de lograr su objetivo.

Dianne contuvo una sonrisa ladeada cuando los dos fornidos guardias comenzaron a caminar, escoltando su menudo cuerpo. Con el mentón erguido, los siguió, sus zapatos repicando con fuerza contra la piedra, como si quisieran anunciarles a todos los presentes su inminente llegada. Pese a eso, se mantuvo serena, con la mente enfocada en su objetivo final, sin prestar atención a nada más.

En cuanto el primer sonido de pasos retumbó por el pasillo, el silencio se rompió con violencia. Exclamaciones exageradas llenaron el espacio, como si nunca hubieran visto a una joven en aquel lugar. Manos huesudas y sucias comenzaron a emerger de las sombras, serpenteando entre los barrotes, con el único objetivo de tocar la suave y blanca piel de aquella desconocida. Objetivos que eran truncados por los guardias, quienes los alejaban con hechizos aturdidores, a la par que apretaban el paso.

La celda a la que se dirigían estaba en lo más profundo del pasillo, cubierta por sombras. Aquella era la zona en la que los más peligrosos se encontraban, y quizás por eso, los dientes de la joven rubia rechinaron con molestia. Aquello causó que ambos guardias la miraran de reojo, preguntándose que podía estar molestándola. Los llevó a pensar que, tal vez, aquella niña era una familiar de una de las víctimas del horrible hombre, y que estaba allí para gritarle toda clase de groserías.

Pobres ingenuos, no se imaginaban que era justo lo contrario.

—Si la molesta, no dude en llamarnos—pronunció el guardia de cabello arenoso, justo cuando se pararon a pocos metros de la celda destino.

—Me ha leído las instrucciones varias veces, señor—pronunció Dianne con tono suave, el mismo que usaba para tratar de persuadir a todo aquel que se cruzaba con ella. Lo miró a través de sus largas pestañas—. No se preocupe por mí, puedo defenderme muy bien.

Dianne se alejó de los dos guardias, quienes dudaron antes de volver a sus posiciones habituales. Dio cada paso que la separaba con convicción, con las ansias recorriendo cada vena de su cuerpo. Una parte de ella temía la reacción ajena, pero otra, la imperante, ardía en deseos de verlo en persona. De dejar de mirar los cuadros que adornaban su hogar y ver aquellos ojos grisáceos en persona.

Sus zapatos llamaron la atención del hombre, sumido en la penumbra de su celda. Cuando giró la cabeza, con algo de violencia, fue cuando sus ojos verdes pudieron verlo por primera vez en vivo. Su pelo negro, el que tanto envidiaba en los cuadros, estaba más largo de lo normal, en algunas zonas pegado a su cuero cabelludo. La piel de su rostro, antaño envidia de muchos, estaba pegado a los huesos de su rostro. La restante, estaba salpicada de tinta negra; tatuajes, algunos más visibles que otros, adornaban la extensión que podía ver. Algunos le eran conocidos, otros no. Pero lo que más le llamó la atención, fue que la funda de prisión se pegaba completamente a su torso, casi dejándole ver los huesos.

Consumido. Ese era el mejor adjetivo que se podía ocurrir para describir al hombre frente a ella. Consumido por encontrarse en aquel tugurio apestoso. Consumido por tantas horas en soledad, durante tantos años, siendo los guardias y demás presos su única y lamentable compañía. Consumido por la agonía de estar allí a sabiendas de que era inocente. Consumido, por no saber que había pasado con el verdadero. Y, seguramente, consumido por que sus ojos grises no parecían reconocerla.

—Hola, tío—pronunció Dianne, lentamente, aunque se le quebró la voz al pronunciar el apelativo, aquel que indicaba su parentesco. La imagen frente a ella la destrozaba mucho más de lo que se esperaba y tuvo que apretar los labios para no sollozar.

El hombre frente a ella reaccionó, parpadeando varias veces mientras se acercaba lentamente. La observó, como si la estuviera viendo por primera vez en su vida, y así era como él lo estaba sintiendo. Le era imposible concebir que aquella joven rubia que lo observaba, era el mismo bebé que había visto por última vez cuando todavía era un hombre libre.

—¿Estrellita? —cuestionó, con la voz ronca y áspera, todavía sin creerse lo que veían sus ojos.

—La misma—asintió Dianne, y sintió sus ojos picar cuando el reconocimiento brilló en los ojos grises que la observaran—. Te dije que vendría a verte cuando aceptaran mis peticiones y... bueno, aquí estoy.

—Tú…—el pelinegro carraspeó, tosiendo levemente—… ¿Ya tienes quince años? —cuestionó, con una pincelada de tristeza en su voz.

—Sí, yo tampoco me lo creo—comentó, mientras una traicionera lágrima se le escapaba—. Siento que te hayas perdido tantos años, solo sabiendo de mí por cartas…

Su frase murió cuando el hombre estuvo con el pecho apoyado en los barrotes, y una mano estirada hacia ella. Lo vio vacilar, seguramente esperando que se apartara gritando, pero ella no lo hizo. De hecho, dio un paso hacia él, haciendo que las yemas de los dedos entraran en contacto con su mejilla. Él limpió con suavidad aquella lágrima traidora, para luego bajar la mano lentamente.

—No llores por mí, estrella —pidió, su voz ronca sonando entre triste y preocupado—. Tus cartas han sido una verdadera liberación porque… como puedes observar, no es que por aquí haya mucha festividad—añadió, soltando una seca risa.

Dianne lo observó unos segundos, para luego sacar algo del bolso que colgaba impasible de su brazo. Sacó una pequeña botella de color azul y se la tendió al hombre, quien la observó con algo de confusión.

—No es brandy ni whisky, pero es agua mineral del arroyo que hay cerca de la mansión—le explicó, al ver la confusión muda en el rostro del hombre—. Keira pensó que te gustaría volver a beberla después de tantos años.

Lo observó aceptar la botella, mientras un brillo nostálgico refulgía en sus ojos grises. En silencio, esperó a que bebiera un gran trago, sabiendo lo que aquella agua podía hacerle. Podía aliviar su agonía, podía purificar su alma en pena… podía hacer mucho más que simplemente aplacar su sed. La sed que sabía que sentía simplemente por no hablar con los carceleros.

—Esa elfina siempre preocupada por mí…—suspiró, luego de haber bebido—. ¿Sigue siendo igual de melodramática?

—No ha cambiado ni una pizca, te lo aseguro.

Una minúscula sonrisa tiró de las comisuras de los labios del hombre, estirando la piel sucia. Dianne tragó saliva, pensando en cómo un hombre se podía consumir con tanta facilidad.

—¿Cómo está la víbora rubia? —cuestionó el preso, para luego dar otro trago de agua.

—Como siempre…

El hombre frunció el ceño, viendo como la joven rubia desviaba la mirada a sus zapatos negros. La observó bien, con los ojos algo entrecerrados, para luego reparar en algo. Podía ser que los demás no se dieran cuenta de aquellos pequeños detalles, pero él, que había vivido en una casa con una madre abusiva, sabía detectar aquellos signos con facilidad.

El labio inferior de la rubia estaba levemente partido, cicatrizando lentamente. Un cardenal se asomaba por un lateral de su hombro, con un color entre violeta y negro. Ella se frotaba, de forma inconsciente, una de las muñecas, donde seguramente habría otra mancha negra decorando su pálida piel. Y el hombre desconfiaba de que no hubiera más marcas, más heridas, más cardenales… más muestras de la víbora que ella tenía como padre.

Porque los Crucios, al fin y al cabo, acababan teniendo muestras físicas difícilmente visibles.

Dianne volvió su mirada al preso cuando un gruñido, más propio de un animal que de una persona, abandonó el pecho de este. Observó, con algo de sorpresa, como aquel rostro se había deformado en una mueca de ira. Como aquellos ojos grisáceos ahora estaban mucho más oscuros, y un brillo casi feroz refulgía con algo de violencia. Se colocó el pelo en los hombros en cuanto notó su mirada en ellos.

—Está bien, tío —lo tranquilizó, esbozando una breve sonrisa—. No duelen.

—¿Qué quieres decir con que no duelen? —espetó, con algo de mal humor—. Tienen una pinta horrible…

—Cada día que pasa, duele menos—habló Dianne lentamente, como si se lo estuviera diciendo a un niño pequeño—. Cada vez que intenta hacerme daño, lo consigue menos—sus ojos verdes chispearon cuando añadió—: No te preocupes, tío, la víbora rubia tiene cada vez menos poder sobre mí.

El pelinegro hizo una mueca con los labios, sin estar demasiado convencido. Su mirada osciló al cardenal del hombro, pese a que en ese momento estaba tapado.

Pero, si algo tenían en común los miembros de su familia, era la tozuded. Así que, por mucho que insistiera, la joven rubia seguiría dándole la misma respuesta.

No le quedó más remedio que cambiar de tema.

—¿Cómo se encuentra la viborita? ¿Y mi prima?

—Hey, ya te he dicho que no llames a mi hermano así—lo regañó, mientras le daba un pequeño toque en la frente. Uno que supo perfectamente que no le hizo ningún daño por la risa que soltó—. Draco está… bien. Un poco idiota, pero supongo que es normal con la adolescencia. Ah, mamá te manda saludos.

Dianne observó como hacía una mueca pensativa.

—Escucha, estrellita… estás en una edad complicada y…—el hombre parecía dudar de cada palabra que decía—…y es preciso que tomes ciertas precauciones…

—Tío—lo detuvo Dianne—, ¿intentas darme la charla?

El pelinegro suspiró y asintió con la cabeza, observando el sonrojo que decoró las pálidas mejillas de la joven frente a él.

—No lo hagas.—pidió, algo asqueada —. No es necesario, de verdad. No me interesa nadie…

Su voz murió en el momento en el que un rostro muy específico cruzó su mente, como lo hacen las estrellas fugaces por el cielo oscuro de la noche. Aquellos ojos azules refulgieron en su memoria, al igual que el pelo azabache lo hizo.

¿Acaso no mentía?

—Dianne—gruñó el hombre; pocas veces la llamaba por su nombre.

—Olvídalo, ¿vale? Suficiente tengo con los estúpidos celos que Draco está empezando a tener—farfulló, observando el techo de la celda durante unos segundos—. Unos celos muy estúpidos…

—Es tu hermano mayor, estrellita—le recordó él, con mejor humor que en su anterior intervención—. Es normal que comience a tener celos.

—¿Tú los tenías con tu hermano? —cuestionó ella, arqueando una ceja.

Dianne esperó, en silencio, a que la respuesta llegara. Mientras tanto, pudo observar la duda en el rostro ajeno. Era como si estuviera tratando de recordar algo muy específico, y no lo judgó por tener que tomarse su tiempo. Después de todo, debía de remontarse más de catorce años en el tiempo hacia atrás.

—Es distinto, estrellita—replicó, luego de unos segundos —. Tú eres una chica, así que es normal que tu hermano se muestre más intenso en ese sentido. Además, una parte de tu sangre realmente no ayuda en eso…

Calló, como si hubiera estado a punto de revelarle algo que no debiera.

—¿Una parte de mi sangre? —repitió Dianne, sin entender aquello. Los ojos grises dejaron de verla, centrándose en el bolso que colgaba de su brazo—. Tío, ¿qué demonios quieres decir con eso?

—Hay un detalle de nuestra familia que todavía no sabes—respondió él, con tono ausente—. Pero todavía no puedo decírtelo, estrellita. Lo siento —alzó de nuevo la mirada—. Además, tu madre sería la más indicada para contártelo. Yo poco o nada sé del tema…

Dianne suspiró y asintió, dejándolo pasar. Si él le decía que podo sabía del tema, lo creía.

—¿Qué es eso? —preguntó, luego de unos segundos en silencio.

Ella siguió la mirada grisácea hacia su bolso, recordando que tenía un periódico en él. Lo había agarrado en un arranque, simplemente por leer algo en el camino. Su sorpresa había sido ver la portada, aquella familia de pelirrojos en grande, en una foto familiar en el país de las pirámides.

—Son algunas ediciones de El Profeta—respondió, mientras los sacaba—. ¿Quieres leer?

Se lo tendió, y observó con confusión como las manos le temblaban. Lo observó pasar los ojos por la portada, hasta que algo lo hizo abrir los ojos como platos. Incluso lo escuchó respirar de forma acelerada, y estuvo tentada de llamar a uno de los guardias, preocupada porque pudiera sufrir un infarto.

—Estrellita…—la llamó, con voz temblorosa, casi quebrada—. Tú tienes mejor vista que yo, querida, ¿puedes decirme que ves aquí?

Dianne se acercó para poder ver a qué se refería. Para su desconcierto, señalaba la foto familiar de los Weasley, como si algo en ella lo estuviera perturbando de sobremanera. De acuerdo, quizás no todos podían presumir del encanto que sabía que William y Charles, los hijos más mayores, poseían. Pero de ahí a horrorizarse de esa manera…

—Que Ronald tiene una asquerosa rata de mascota—observó, con el asco filtrándose en su voz—. Por amor a Merlín, ¿es que no podía comprarse una lechuza?

—Céntrate en la rata, estrella—le pidió el pelinegro, algo urgido—. ¿No ves nada inusual en ella?

Dianne hizo lo que le pidió. Sus ojos se centraron en el horrible animal que sujetaba el menor de los varones, como si fuera alguna clase de trofeo. El bicho era simplemente repugnante. El pelaje parecía todo enmarañado, como si nunca se hubiera lavado. También parecía más similar a las canas, dando muestras de que ni siquiera había sido un animal joven el que habían comprado.

—Es horrenda y parece realmente vieja—observó en voz alta, esperando que algo de lo que dijera fuera lo que su tío esperaba. Como no pasó, siguió observando, hasta que se percató de algo—. No debe de correr muy rápido porque... —frunció el ceño—… le falta un dedo en una pata.

Justo cuando hubo pronunciado la última palabra, tuvo que levantar la vista. Observó con confusión como su tío se removía en su celda, soltando toda clase de blasfemias, mientras se tiraba de las hebras carbón llenas de canas, algo irritado.

—¿Qué ocurre? —preguntó, confundida.

—No es una rata, no es una rata—murmuraba el sangre pura, dando vueltas por la celda como lo haría un león—. ¡No es una maldita rata! ¡Ese asqueroso traidor…!

—Tío—lo llamó, deteniendo su caminata—, ¿De qué hablas?

—Eso—apuntó al animal que Ronald sostenía—, no es una rata cualquiera. Es un animago.

Dianne observó a su pariente con la boca algo abierta, para luego volver su mirada a la criatura. Sí que era cierto que no parecía una rata convencional, pero de ahí a que fuera una persona… Le dio un escalofrío de solo pensarlo.

—Asumo que lo conoces…—musitó, alzando la vista.

El pelinegro parecía algo más pálido, mientras apoyaba la frente en uno de los barrotes.

—¿Quién es, tío?

Y la respuesta que Dianne obtuvo, hizo que se le erizara la piel:

—Alguien que todo el mundo daba por muerto y que es el motivo por el que estoy aquí encerrado.





























¡HOLAAAAA! ¿Cómo están? Espero que bien.

Ay, adoro demasiado este capítulo simplemente porque Dianne va a ver a su tío. Ya sé que en algún momento alguien me dirá: pero es que no es tío suyo. Ya, ya lo sé. Pero en mi fic, los Black se apartan un poco del canon. Y no digo nada más.

Parece que alguien ha querido decir algo importante pero se ha frenado, uhu. Él sabe cosas... Y Dianne no. Que raro, ¿verdad? 😂

He tenido que meter una escena en la que se ve a la rata para darle más dramatismo. Ahora Dianne ya sabe la verdad, así que veremos como afecta eso a su vuelta a Hogwarts.... Donde está Harry, uhu, otro temita peligros jiji.

Bueno, ¿Qué os ha parecido? ¡Espero que os haya gustado!

Me veo con la obligación de daros un pequeño aviso, solo por si acaso. He estado observando por Wattpad y no quiero que el patrón de bajada de feedback afecte a Dianne. ¿Qué quiero decir? Que yo escribo por placer, pero me gusta saber lo que los demás opinan. Así que, si veo que ek feedback de los capítulos decar, tomaré medidas 😈.

Una de ellas, sería el eliminar las dobles actualizaciones semanales, y volver a una sola. Si viera que la situación persiste, llegaría a otro nivel: poner límite de votos y comentarios.

Me sabe mal por la gente que siempre comenta y vota, pero creo que es justo que yo vea mi trabajo como valorado, ¿no?

Nada más por mi parte, pero, ¡nos leemos en comentarios!

~I 👑

|Publicado|: 18/03/2022

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