1 de enero de 2019

Habían pasado dos años desde el nacimiento de Diana, la famosa pareja canadiense había traído al mundo a su única hija. Y todo el mundo llevaba esperando dos años para verla, pero Danna y Adam dejaron en claro que la niña tenía una enfermedad incurable y no podía salir.

El cuento era otro, y es que la niña Diana vivía encerrada en una mansion a las afueras de Canadá, alejada del mundo y la sociedad. La razón era que sus padres no querían que nadie viera el monstruo que trajeron al mundo. Abandonarla no había sido una opción, así que la encerraron.

Esa cicatriz que atravesaba su rostro de punta a punta era la maldición de aquella pequeña, que está condenada al sufrimiento y al rechazo de sus padres. Por más estudios que le hicieron nunca dieron con el diagnostico.

Danna estaba segura que algo oscuro y perverso había puesto esa cicatriz en Diana, lo decía más por cómo se sintió durante el parto, el dolor en los huesos, el temblor en su cuerpo, su cabeza mareada y sus gritos que hacían que le doliera la garganta.

Adam estaba más accesible, pero no dejaba atrás el escalofrió que le recorría la columna vertebral al verla, era como si su cuerpo reaccionara al peligro.

Diana estaba siendo cuidada por una sirvienta en aquel cuarto frió y sin ninguna pizca de amor mientras crecía.

Pero aquel espectro invisible nunca la abandonaba mientras la observaba entre las sombras, era lo que nunca alguien querría ver y aun así sentían.

Ven, acércate, el llego para hacer temblar tus rodillas de miedo.

¿Me esperaban? Dijo aquella voz.