Capítulo 1
Bajo la presión del tiempo, me veía obligada a constatar obsesivamente la hora en mi teléfono, como si cada minuto contara más de lo que debería. La ansiedad se apoderaba de mí, una ansiedad que solo podía entenderse si el reloj avanzara más rápido, si el día decidiera ser un poco más generoso. La noche anterior, apenas pude cerrar los ojos; mi cerebro, a pesar del agotamiento, se negaba a descansar ante la anticipación de las responsabilidades que me esperaban al día siguiente.
¿Cómo sería recibida? ¿Sería esa figura amable que todo niño anhela o se convertiría en la temida bruja que solo existe en los cuentos?
Mi primer trabajo, un paso fuera del cálido nido familiar.
Con la aparición de los primeros rayos del sol, comenzaría mi nueva rutina. Había revisado minuciosamente el contenido de mi mochila la noche anterior, asegurándome de que nada esencial quedara al azar. Aunque mi lista de verificación estuviera repleta de confirmaciones, una sensación persistente me hacía creer que algo se me escaparía. Como una bailarina en su debut, la incertidumbre y la emoción se mezclaban en la antesala de mi primer día laboral, marcando el inicio de una etapa desconocida y llena de expectativas.
Aunque las lecciones en la universidad me habían dotado de una cierta asertividad frente a la teoría sobre niños, nada podría equipararse al primer contacto real. Esa sensación que, a pesar de todos los manuales y clases, se cuela en tu piel cuando menos lo esperas. Había enfrentado innumerables veces llantos, quejas, y hasta mordidas, todas esas cosas que conforman el caótico camino del crecimiento infantil. Pero entre todas ellas, existe una variable impredecible para la que nunca te sientes lo suficientemente preparado: los padres.
Enfrentarte a los pequeños parece ser solo una parte de la ecuación. Los padres, con sus inquietudes, expectativas y ese toque impredecible que traen consigo, son una experiencia única y desafiante. Más que gestionar juguetes dispersos o pañuelos perdidos, es navegar por las aguas turbulentas de las preocupaciones parentales, y aprender a equilibrar las complejidades de sus emociones con la inocencia vibrante de los niños. En este viaje, descubrí que ninguna cantidad de teoría académica podía prepararme para la riqueza de matices que se desplegaría frente a mis ojos.
—Vamos Leigh, los niños te adoran. Puedes comprobarlo con mis hijos que preguntan por ti cada vez que los llamo —exclamó Abigail al momento de tomar asiento en uno de los bancos de la cocina compartida.
—Por favor, solo me han visto a través de videollamadas y no más de un par de minutos. Cualquiera me querría así.
—Dudo que exista mucha diferencia. Yo te veo constantemente, ellos de vez en cuando, y el aprecio es igual de grande en ambos casos. —
No había pasado mucho tiempo desde que conocí a Abigail, pero ella fue la primera en acogerme en la residencia. Fue como un milagro para mí, ya que, después de atravesar una situación complicada con aquellos que consideraba mis amigos en mi lugar anterior, mi confianza en encontrar un nuevo hogar y a alguien en quien confiar se había visto seriamente mermada.
Suponía que la calidez de Abigail se debía a su experiencia; teníamos varios años de diferencia y ella ya había formado una familia antes de decidirse a retomar sus estudios. Así que, en una ciudad completamente desconocida para mí, se convirtió en lo más parecido que tenía a una figura materna, al menos durante el periodo de clases, ya que, por razones obvias, regresaba a mi pueblo durante las vacaciones.
Mi compañera de residencia se ofreció amablemente a trenzar mi cabello, una muestra clara de su deseo de causar una buena impresión. Dada la importancia que se le daba a la presentación personal durante mis prácticas profesionales, solía llevar el cabello recogido, pero nunca tan elaborado como lo que habría confeccionado. Así que solo un selecto grupo conocía el estado original de esas hebras castañas, incluyendo a Abigail. Principio del formulario
—Por cierto ¿No hubo coincidencia entre tu horario de trabajo y el de tus clases? —
—Aun no he obtenido respuesta por parte de algunos maestros, así que por ahora sigue siendo un misterio. Por otro lado, mi jefa mencionó que no tenía problemas en que el pequeño me acompañase, después de todo, algunas facultades cuentan con espacios infantiles. —
—¿Y ella es su madre? Digo, con la responsabilidad que decide sobre el pequeño. —
—Por desgracia ella falleció y el padre del niño se negaba a recibir ayuda en sus cuidados, de manera que ella, como persona cercana a la familia, se vio obligada a tomar cartas en el asunto. —
—Lamento haber preguntado, Leigh. No debí entrometerme.
—No todo podía ser perfecto ¿eh? —
Entre todas las ofertas laborales que había considerado, lo que más me intrigó de ésta fue la sorprendente cantidad de libertades que prometía. Si hubiera sido un poco más astuta, quizás habría levantado la ceja ante la aparente perfección del contrato, haciéndome cuestionar si estaba entrando en una especie de trampa. Pero, curiosamente, esa misma idealización del acuerdo fue lo que me hizo plantearme por un momento el abandonar mi carrera universitaria, que, a fin de cuentas, fue una de las razones que me llevaron a aceptar el trabajo sin titubear.
Una señal clara de que esto no era una oportunidad convencional fue la insistencia en que me recogieran en un vehículo proporcionado por la persona que me contrataba. El automóvil esperaría pacientemente a las afueras de las residencias universitarias.
Un vehículo con ventanas polarizadas, un lujo que contrastaba con mi experiencia en el modesto pueblo donde pasé gran parte de mi vida. En aquel rincón, los vehículos eran escasos, y mucho menos se veían aquellos con ese toque de sofisticación. Comencé a dudar sobre la verdadera naturaleza de la persona cuyo cuidado se me encomendaba.
Varios curiosos se asomaron a través de las ventanas, expectantes, probablemente pensando que alguna celebridad o un profesional consagrado se presentaría para ofrecer una charla motivacional o compartir conocimientos con los futuros líderes del mundo. Fue un poco decepcionante tener que revelar que solo se trataba de mi trabajo.
—¿Leighton Cavell? Por favor, suba. —
Guardé silencio durante todo el trayecto, no porque careciera de habilidades comunicativas, sino porque la imponente apariencia del conductor resultó ser más que suficiente para disuadir cualquier intento de interacción. Aquella persona que me había contratado había hablado de un excelente clima laboral, pero incontables veces había escuchado la misma promesa durante mis prácticas en la universidad. No hizo falta más que un par de días para darme cuenta de que la realidad podía ser completamente diferente. Comencé a sospechar que me esperaba algo similar a lo que ya conocía, de modo que mi última esperanza residía en el pequeño del cual me debía hacer cargo.
Si no fuera por la música que fluía desde la radio, me habría sentido como una intrusa en un planeta desconocido. La estampa del vehículo y el impecable aroma a nuevo que saturaba el aire me hicieron desear permanecer estática durante todo el trayecto, temerosa de perturbar la atmósfera perfecta que el conductor cuidadosamente mantenía. Incluso, la suavidad con que el automóvil se deslizaba era tal que tenía que observar por la ventana para confirmar que realmente nos estábamos moviendo.
El sector de la ciudad que yo conocía se desvanecía ante la imagen de una tierra completamente ajena a mi existencia. Se desplegaban ante mis ojos edificaciones lujosas y caminos que destacaban por su exquisito paisajismo. Después de varios minutos, llegamos a una zona donde las casas parecían sacadas de un sueño, y fue allí donde el vehículo comenzó a frenar.
—Hemos llegado.
Frente a mí se erigía una residencia tan asombrosa que parecía haber sido arrancada de una película. El césped, meticulosamente cortado, agregaba un toque de opulencia a la ya llamativa edificación, destacada por sus enormes ventanales y los materiales de alta calidad con los que había sido construida. El negro, el blanco y las tonalidades de madera predominaban en su estructura.
Me sentí tentada a pellizcar levemente mi muñeca, casi como un rito para asegurarme de que no estaba soñando despierta en medio de una tediosa sesión de estudio. Quienquiera que viviera en ese lugar definitivamente no tenía motivos para aburrirse.
¿O sí?
Antes de avanzar, dirigí la mirada hacia el lugar donde se encontraba el vehículo que me había traído hasta ese lugar, pero para mi sorpresa, no había rastro de él. De repente, me vi completamente sola, con la necesidad imperante de enfrentar lo que había estado postergando durante tanto tiempo. Me encaminé con determinación hacia lo que parecía ser la puerta principal de la imponente residencia.
Tomé aire varias veces, tratando de calmar los nervios que me invadían, antes de finalmente presionar el botón que indicaba las llegadas. Los minutos que siguieron se sintieron como una eternidad, dejándome en suspenso y con la incertidumbre carcomiendo mis pensamientos.
Cuando la inmensa puerta finalmente se abrió, una oleada de calor ascendió desde mis manos hasta mi rostro, dejándome aturdida y sin aliento. En el umbral, la figura que se presentó ante mí era la última persona que esperaba encontrarme en esta situación. Su rostro reflejaba una expresión de desagrado evidente, y me di cuenta de que mi presencia le afectaba tanto como la suya me afectaba a mí.
A pesar de las ganas de gritarle que surgieron en mi interior, opté por contenerme. Sabía que mantener la calma era crucial si quería tener alguna oportunidad de conservar el empleo que tanto había anhelado.
Pero, de haber sabido que quien estaba detrás de esa puerta, probablemente me habría cuestionado mi asistencia. Porque nadie estaba preparado para lo que me tocó vivir.
No sabía que iba a terminar cuidando al hijo de mi peor enemigo.
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