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Día rojo

Era la noche de seis de octubre, las lindes de la pequeña choza que se hacía presente por la humareda de su chimenea y las velas del pequeño cuarto de baño, en todo un buen tramo de soledad y claros deshabitados, se captaban en completo silencio, a excepción de aquellos canticos extraños de los animales nocturnos.

El pueblo más cercano quedaba a unas dos horas en esa carreta que el anciano tenía en su pequeño cuarto al lado de su hogar, y sólo podía ser tirada del burro que lo había acompañado en los últimos seis años en su desgastante y obvia vejez. Ninguno de los dos iba a durar mucho tiempo, parecía que se lo decían el uno al otro cuando el hombre, a paso lento y tembloroso, por las mañanas le iba a dar su buena cantidad de heno y paja, además de tenerle bien pulcro el bebedero que tenía que compartir con unos cinco cerdos, unas dos vacas y una cabra.

Un estilo de vida semejante, el anciano jamás hubo pensado en su juventud que terminaría en un hogar que a duras penas se sostenía, falto de lujos y comodidades, cuidando a los animales que no conocía más allá de sus sabores o sus deberes en el campo.

En un inicio, hace muchísimos años, cuando tenía la fuerza para mantenerse en pie más de una hora, pensó que lo mejor era mantener una vida como nómada; viajar de pueblo en pueblo, reino tras reino y conocer nuevas costumbres ya que el lugar que tenía en el sitio donde nació se le fue arrancado por la misma muerte, pero Dios quiso ponerle una prueba. Dios se acordó de él, después de haber sido llamado demasiadas veces entre las lagrimas y la garganta tragándose los deseos de tomar justicia por mano propia.

Quería ver si de todo aquello que se lamentaba noche tras noche, sólo eran palabras o de verdad había aprendido de ello.

¿Qué tan duro había quedado su corazón desde entonces?

Dios quiso saber la respuesta a la pregunta que el anciano se formuló hacía unos años cuando su camino se cruzó con el de un par de hermanos, sin rebasar los cinco años, abandonados en las calles de un pueblo peligroso e insalubre.

Cuando sus pequeños ojitos captaron la atención de su corazón, el hombre supo que si seguían por aquel camino no durarían más de unos días. Algo vio en ellos que le recordó a ese color hermoso del amanecer.

La niña, la cual era la mayor, estaba completamente famélica. Seguramente le daba a su hermano menor toda la comida que podía conseguir; sus cabellos estaban tan enredados que era imposible verlos sin sentir repulsión, su piel estaba tan oscura a causa del polvo, y pudo deducir, que esos pequeños puntos violetas en su piel podían ser moretones causados por algún golpe. El niño estaba en las mismas condiciones, aunque sin hematomas o tan desnutrido.

Tarde o temprano esos hijos de Dios iban a morir.

Si él no hacía algo, se perderían el regalo de la vida, y no soportaría una muerte más.

No estaba seguro si podía darles una vida mejor pues ni hacer pan sabía en esos entonces, pero con todo en contra, se los llevó consigo y con el tiempo, mientras erradicaba su ignorancia en las labores hogareñas, logró levantar un techo en la inmensa soledad que un mundo les ofrecía en la lejanía de la humanidad.

Comenzaron con poco, y las cosas no siempre eran buenas. Los niños le temieron los primeros meses; había días en que los tres sólo tenían dos comidas al día, u otros en que el hombre prefería darles su porción y verlos llenos para después tomar una deliciosa siesta.

Al poco tiempo lograron tomarle cariño al señor que se iba encorvando, mientras ellos iban creciendo. Se dieron cuenta del tiempo que dedicó en ellos y el amor con el que los protegió, no podía ser más que un padre, o, en este caso, su abuelo. Le sonreían con esa inocencia que sólo un ángel podía tener; con una luz propia y frescura tan deliciosa como las primeras horas del día. Lo liberaban de los dolores de su vida y le hacían sentir los hombros un poco más ligeros.

Comenzaron a ayudarle en lo que él ya no tenía las fuerzas para completar, incluso, había tardes en que le pedían que se quedara a echar una siesta mientras ellos se encargaban de cuidar y atender a los animales.

Aquello en lo que, en su momento, el hombre apostó al cuidar a dos almas abandonas y tras el reciente dolor en su corazón, comenzó a dar frutos en sus últimos y tan esperados años de vida.

Tuvo la recompensa que Dios le había guardado tras el dolor eterno; volvió a conocer el amor desde otro tinte, uno que estaba oculto mientras tenía aquella vida que no le pertenecía.

—¡Niños! —se alzó una voz ronca, cansada y desgastada. Los niños ya eran mayores y él insistía en llamarlos así—. Es hora de cenar, vengan pronto.

Con la lentitud de una tortuga, pero el mismo orden por el que se le conoció toda la vida, el anciano tuvo lista la mesa para la cena. Terminó por colocar una pequeña cesta con tres panes grandes; esa noche comerían un poco de pescado asado y un caldo de sopa.

Observó el orden perfecto de la mesa y con una sonrisa en sus belfos que volvía presente cada arruga de su rostro, dio en soledad las gracias por la comida y con cuidado tomó asiento en una de las sillas, la cual era un poco más pequeña y especial para él, porque sus rodillas le dolían cuando se ponía en pie. Su hijo la había hecho especialmente para él y trataba de cuidarla con mucho aprecio.

A los pocos segundos se escucharon las carcajadas de una jovencita y la vergüenza de un chico. Ella apareció tras una cortina con sus cabellos castaños húmedos, modelando su pijama y con su piel fresca e hidrata como la luna en la lejanía.

—Buenas noches, abuelo —dijo ella para correr a darle un beso en su arrugada frente. Adoraba el olor a pasas del hombre.

A lo que él respondió tomando tembloroso la mano de su nieta entre las suyas, el tamaño era muy distinto y las de él ya lucían una lindas pecas que aparecieron en los últimos inviernos. Había crecido tanto como para ser una hermosa mujer.

—Buenos noches, mi niña —le dijo antes de tener un leve ataque de tos, lo cual dibujó la preocupación en los rostros de los jóvenes—. Estoy bien, tranquilos. Sólo es un pequeño e insignificante achaque.

No se tragaron esa mentira, pero tampoco querían hostigarlo con preguntas. La chica tomó asiento a la derecha del hombre, se acomodó a su lado con gran orgullo, mientras se impresionaba por lo bien que parecía la comida; la sazón de su abuelo siempre fue la mejor de todas.

Después apareció el chico para abrazar por los hombros a su abuelo. Se había vuelto tan fuerte, como el anciano lo era en sus buenos años, aunque no tan guapo, pues nadie en el reino del Rocío podía superar sus dotes físicos, que, en su tiempo, hacían suspirar a más una jovencita.

—Ya llegamos, abuelo —le dijo con palpable amor—. ¿Cómo estuvo tu día?

El joven tomó asiento a su izquierda, recibiendo el delicioso aroma de la comida. Después de un día pesado de trabajo no le venía mal un plato decente de comida casera.

—Ay, hijo ¿Qué puedo decirte? —respondió el anciano mientras todos comenzaban a comer—. ¿Cómo puede ser el día de un anciano que a duras penas puede con su alma? No estaría mal que Dios ya se acordara de mí.

Y después, como si fuese una broma agria, se echó a reír, mientras los dos hermanos se observaron con preocupación y temor. La personalidad del hombre había cambiado cuantos más inviernos iban pasando, pero su amor jamás se encontró perturbado.

—¡No digas eso! —se quejó la jovencita, a la que se le humedecieron los ojos; no se imaginaba una mañana sin la voz de su abuelo, una tarde sin ver esa figura reposar en la cama y mucho menos una noche sin compartir la cena—. Mira, nos hiciste la cena y te quedó muy deliciosa. Además, seguramente soñaste algo bonito el día de hoy ¿No?

La mujer observó a su hermano, como pidiendo que diga algo para espantar esos pensamientos en la cabeza de su abuelo. El chico le dio un trago a su sopa y se limpió los labios.

—Cierto —agregó el joven, observando en el rostro del anciano el cansancio, deseando tener un descanso a su cuerpo y alma, oculto tras esa mueca de calma—. No seas tan duro contigo mismo. ¿Quieres irte con Dios y dejarnos tristes?

El anciano negó al siguiente segundo. Haciendo una enorme fuerza, logró arrancar un trozo de pescado para llevárselo a la boca. Masticó y después soltó las palabras que tenía ocultas desde hacía días.

—Las muertes siempre van a ser tristes y naturales —les dijo, amargando la cena con la realidad—. Lo malo de ser joven es que estás obligado a ver partir a los tuyos; yo ya lo viví y aprendí de ello. Ahora les toca a ustedes, mis niños.

Los tomó a ambos por las manos. Su calor tan descriptivo recorrió un camino hasta llegar a los corazones de los chicos, hacer arder sus gargantas y encender su llanto.

—Espero que mi falta los llene más de amor, de empatía y aprecio a la vida, que, de dolor, llanto, y deseos de seguirme teniendo encadenado a un mundo en donde ya cumplí con la misión que Dios me dio —continuó, compartiendo la humedad de sus ojos, en los cuales se le dibujó por un segundo aquella hermosa figura de antaño, invitándolo a compartir el camino—. Saben, es en las noches en donde el recuerdo atrae el dolor y el deseo, pero siempre viene la mañana, en donde todo se disipa, y los recuerdos no forman más que sonrisas y se quedan como lo que son, recuerdo de una buena vida.

La jovencita no pudo soportar más el llanto. Sus lagrimas resbalaron por su rostro como el caudal silencioso de un río; entendía que su abuelo añoraba el descanso a la vida, que su cuerpo ya estaba desgastado y que su alma ya necesitaba ser libre, sin embargo, le era difícil aceptarlo.

El abuelo le limpió las lágrimas. Algo que en su tiempo nadie hizo por él y estas, en sus dedos, le dieron un calor excepcional; como si fueran benditas y especiales.

—No diré que no llores, pero pequeña —le dijo, mientras ella se encogía de hombros, dejando su arrugada mano por sobre su mejilla pues le traía calma—. Aunque ya no me veas no quiere decir que te abandonaré. Siempre me vas a tener detrás de ti, vigilando tu andar y compartiendo la belleza del mundo que ahora a ti te toca conocer.

Después observó a su nieto, quien ignoraba todo ese llanto que contra su rostro arremetió.

—Tu tampoco te vas a librar de este anciano —le dijo reforzando el agarre de sus manos—. Voy a protegerlos a los dos, como siempre lo he hecho, y esto no va a cambiar, aunque la muerte nos separe. Ya habrá un día en que nos volvamos a encontrar y hablemos de todo aquello que no nos permitió el tiempo.

Guardaron silencio un minuto, el anciano bajó la cabeza como si se hubiera quedado dormido, pero su voz se hizo presente.

—Estoy muy cansado de luchar con esto —confesó con su voz entre cortada; no quería llorar, pero aquí las tenía, las lagrimas que creía haber olvidado—. Creo que ya estoy listo para...

Los sollozos se alzaron como respuesta, a los dos jóvenes poco les faltó para arrojarse al regazo del mayor y en él depositar todas y cada una de sus lagrimas hasta quedarse vacíos. Volver de esa pequeña y humilde choza un mar embravecido de llanto y pesar; parecía ser el objetivo de los chicos, de no haber sido por la interrupción del hombre.

—Ya, dejemos las lágrimas encargadas a los muertos y arrepentidos —mencionó recobrando su postura; él mismo guardaría sus lágrimas para la ocasión que tanto ha esperado—. Luna, querida, antes me preguntaste si soñé algo bonito, y déjenme decirles que sí. Creí que este sueño jamás se acordaría de mi y que las nubes se lo llevarían consigo a esconderlo en la cúspide de la montaña e inaccesible para mí. ¿Quieren escucharlo?

Se limpiaron el llanto, asintieron y bebieron un poco de agua antes de retomar la postura. Los relatos del abuelo siempre estaban plagados de fantasías y de un reino el cual ya casi nadie recuerda debido a su actual pobreza.

—Bien, se los voy a contar —mencionó—. Pero no será tan largo porque el final todavía no se escribe y, además, tienen que irse a dormir temprano. En especial tú, Trigo, que siempre te levantas tarde.

El jovencito rio avergonzado, era tan cierto como que Luna es la primera en llegar a casa y tomar un delicioso baño antes de cenar. El abuelo comenzó con el relato de su sueño, mientras que, por detrás de la mesa, los leños se consumían en un ardiente fuego que parecía hacerle el favor de dibujar las figuras de los personajes. El humo ascendía, y esto no hacía más que ponerle un toque más dramático y sensacional a sus palabras, las cuales parecían ser las de un cuenta cuentos profesional.


Ya no recuerdo el sueño en su estado más completo, pues a mi pesar, me recordó una costumbre bastante cruel. Ustedes saben, a veces ser viejo tiene sus desventajas, como el olvidar las cosas, o bien, sus ventajas, como que, por ser viejos, nos creen cualquier excusa que damos a guisa de no hablar de aquello que nos atormenta nuestro ser. Aunque sea viejo y no pueda levantar un leño, tengo mi orgullo, muchachos.

¿Qué es el Día Rojo? Es el mismo seis de agosto, un día como hoy. El día rojo es en donde las cosas cambiaron para muchos. En donde se tenía la costumbre de guardar luto y llorar el día entero si es que tenías las lágrimas justas para rendirle honor al sol del reino.

Sospecho que esas expresiones ya adivinaron de qué lugar les voy a habar. Así es, Trigo, tu favorito, es sobre el Reino del Rocío y su tan dolorosa costumbre del Dia Rojo. Ese que actualmente brilla por su corrupción, pobreza y decadencia.

Sepan, aunque te causa gracia Luna, que ese reino llegó a tener años de luz y prosperidad, jamás mermó en nada como lo hace hoy día. Era un punto de comercio excelente, los trueques eran los mejores; en mi juventud pasé unos buenos años asentado en ese lugar. Las jovencitas eran hermosas, amables y coquetas, pero yo sólo tenía ojos y corazón para una que el color amarillo hacía resaltar y su sonrisa a todos los hombres embriagar.

Era joven cuando sucedió aquello, y ahora, viejo, lo recuerdo como un retazo de una hoja de un árbol cortada y pisada por alguien en la estación de un cruel e insensible otoño.

Durante mucho tiempo nadie creyó que algo así sucedería y daría vida a tal horrenda costumbre, la cual, por suerte se ha ido olvidando porque a mí parecer, el pueblo estaba equivocado si creía que era esa la forma correcta de recordarle. Quizás lo que puso en movimiento el dolor fue algo que se cocinó con los años anteriores, pero era imposible preverlo cuando todo mundo oculta su verdadero rostro con una expresión de fidelidad, de hermandad y hasta de un repulsivo amor.

Fue algo que dio sus primeros pasos a la par de la insignificancia y que más tarde, les robaría el brillo a las estrellas para volverlo el puñal de la desdicha; tan frío, indiferente y transparente.

Esta historia llegó a mis oídos por la voz de las mareas de la mala suerte, acompañadas por el barco de la amenaza y destierro. No estoy seguro si las cosas ocurrieron tal y como las vi esta tarde en mi sueño, pero la cuenta regresiva comenzó a andar antes de que el primer rayo de sol traspasara la montaña de las rosas; conocida con tal nombre porque los enamorados iban a su cúspide a cortar las rosas más frescas del mundo para dárselas a sus parejas.

¿Se preguntan si alguna vez fui a ese lugar? ¡Qué niños tan curiosos! Sospecho que tendrán algún enamorado o enamorada entre las arterias de sus corazones, pero sí, sólo que fue en ese mismo lugar, en donde en medio de un color rojo pasional, me volví fanático del amarillo.

Esa historia no es de lo que debemos hablar. Ya habrá un momento en que les pueda contar un poco sobre mi pobre vida amorosa, porque sepan, cuando un hombre se enamora de verdad, sólo puede entregar su corazón una única vez.

La neblina de aquella mañana todavía no se había disipado, los mozos estaban durmiendo en sus habitaciones; casi unos sobre otros, algunos compartían cama y los menos afortunados debían dormir en el suelo con el favor de tener un chiste de cobija.

Algunas damas ya habían despertado desde las cuatro de la mañana para preparar el baño de la Princesa menor, la Princesa Granada. Ella era una pequeñita de unos diecisiete años, un poco alta para su edad. Siempre acostumbraba usar vestidos de colores llamativos, supongo que para compensar la cruel realidad de que ella no era el centro de atención de nadie.

Se le veía con un rostro impasible, pocas veces formaba una expresión y era difícil saber qué era lo que pensaba. Su piel era un poco tosca, algo reseca pero blancuzca, mientras sus cabellos y ojos, eran de un oscuro tan lamentable como el de esas manchas que tienen algunos cerdos. Se limitaba a hablar de cuando en cuando con su hermana mayor, y pocas veces se le veía fuera de sus aposentos.

Es fácil intuir que su hermana era la mayor, de unos veinte años, ¿o tal vez veintitrés? Bueno, era la mayor. Y sin duda, lo contrario a ella; esta mujer era rubia y no por ello hermosa, sin embargo, lo que le daba aquel adjetivo era su carisma, su inocencia, solidaridad y hasta su sentido del humor, tan intrépido y honesto. Sus ropas siempre oscilaban entre los colores claros o el blanco, sus vestidos no eran tan grandes y más bien, le dio al blanco, al decidir usar ese tipo de vestido que le dibuja la forma de su cuerpo en la caída de la tela de algodón.

Observarla inerte al lado de sus progenitores, con las manos cruzadas y ese hermoso peinado que dejaba caer sus rulos como una divina cascada que resplandece al amanecer, era de lejos, el mejor espectáculo de todas las mañanas cuando las puertas del reino se abrían para recibir a su gente.

Los pasillos del castillo seguían dominados por el silencio. En la lejanía se escuchaban los pocos murmuros de quienes tenían tareas a tan temprana hora. El primer rayo apareció y justo cuando dibujó las primeras sombras en el castillo, cuando el primer gallo de los corrales iba a iniciar su cantico, un grito desgarrador tronó por todas las paredes.

Fue muy rápido, pero pesado e inolvidable. Todo mundo reconoció la voz de la mujer que perturbó el sueño de todo ser en el Rocío. Los mozos saltaron de sus lugares, se colocaron lo que sea en sus pies y se miraron unos a otros; esperaban volver a escuchar ese grito, pues pensaron que habían soñado lo mismo.

Nadie podía confundirlo con el sonido de los truenos, pero sí producía la misma inquietud.

Tras un par de minutos, un llanto apareció y fue más que suficiente para alertar al Rey, el cual ignoró a sus mozos y arrojándolos a los lados de los pasillos, se abrió pasó hasta la habitación de la hermana mayor.

La Reina también tomó carrera tan rápido como sus piernas seniles le permitieron. En su camino se cruzó con el prometido de la Princesa Girasol, la hermana mayor de la Princesa Granada, y ambos se observaron con el terror muy bien marcado en sus rostros.

—Eso venía de la habitación de... —dijo el Príncipe Trigueño con su voz temblando.

La mujer asintió, mientras detrás de ella se acercaban sus damas para guiarla a la habitación de su hija. Ambos, puedo afirmarlo, sintieron que sus cuerpos pesados los llevaban al final del camino; temían a que la mala suerte hubiese llegado en esos momentos en que la prosperidad se había acordado de todo mundo.

Corrieron tan fuerte como pudieron, cruzando pasillos, tropezando con baldosas y rogando a Dios encontrarse con algún tipo de chiste. Sin embargo, cuando el Príncipe y la Reina aparecieron en el umbral de la habitación, la mujer cayó desmayada entre los brazos de la muchedumbre.

Todo estaba siendo muy confuso para el Príncipe, quien tuvo el valor de dar unos pasos más dentro de la intimidad de su pareja para encontrarse al Rey postrado de rodillas, besando los pies desnudos de su hija mayor. Ella no se inmutaba. Tenía los ojos cerrados, sus labios no formaban ninguna mueca y cualquiera diría que estaba gozando de un delicioso sueño.

Pero los llantos, gritos y plegarias que tomaron el papel protagonista en ese momento les recordaba que las cosas no eran así. Algunos estaban de rodillas, el Príncipe Trigueño tragó saliva, dio otros pasos más y se encontró a la derecha del lecho del amor de su vida.

—Princesa... —formuló el joven de cabellos oscuros y largos, no sabiendo cómo reaccionar.

Formó un par de puños. Observó en derredor, las mujeres llamaban a Dios y los hombres apartaban la vista con la mano en el corazón. Volvió su mirada, de ella con delicadeza el llanto apareció. Su respiración aumentó y el dolor en su corazón parecía que le quemaría la piel en cualquier momento.

—Despierta... por favor —insistió, ignorando el puñal que reposaban en el vientre de su amada y del cual una cascada de sangre teñía su vestido verde y las sabanas de su cama.

No quería creerlo, le era imposible pensar que, de un minuto a otro, un grito le avisaría de la falta de su amada Princesa Girasol, de aquel ser de luz enviado a darle sentido a su inexperto corazón. Negó con la cabeza, los cabellos negros le volaron por los aires y calló de rodillas tomando un mechón rubio de la mujer.

—¿Quién fue la del grito? —preguntó, en medio del dolor y confusión. Su cabeza estaba ensordecida de sus propios gritos ahogados, de sus lamentos y maldiciones.

—Yo —respondió la hermana menor con pocas lagrimas en los ojos—. Quería pedirle un vestido prestado y me encontré... con... con ella así.

La chica se llevó las manos al rostro, en un intento de limpiarse el llanto, pero esa acción llamó la atención del Príncipe, pues encontró en sus uñas unas manchas negras, un poco rojas, semejantes a la sangre que ahora se estaba secando en las telas.

Entonces le sonó en la cabeza el rumor de que la Princesa Granada le tenía envidia a la Princesa Girasol, no por tener pareja, sino porque era la más próxima a tomar el trono. "Poder desmesurado y ciego, maldito poder" fueron las palabras que tomaron sitió en la cabeza del Príncipe Trigueño.

La jovencita se ahogó en jadeos, haciendo creer a todo mundo que lamentaba mucho la perdida de su hermana, pero él estaba lejos de creerle. Reforzó el agarre al rulo rubio de la Princesa Girasol, observó por ultima vez su rostro, el cual estaba pálido y falto de vida. En él vio todas aquellas lindas aventuras que tuvo con la chica de sus sueños, todos esos juegos al atardecer, el sentimiento de su primer beso en secreto y esas miraditas que se daban de vez en cuando.

Ahora todo se había convertido en un doloroso recuerdo que me acompañaría el resto de mi vida.

El Príncipe se levantó con las pocas energías que le quedaban en el cuerpo. Cruzó miradas con la Princesa Granada y ambos supieron que, si él se quedaba, ella se encargaría de matarlo o torturarlo.

Ella levantó el mentón, con las lagrimas en sus mejillas, se hizo ver imponente por un segundo y él bajó la mirada.

Sin decir una palabra dio la espalda, sabiendo que no sería el caballero de ese Girasol que había sido cortado de improvisto. Ya ningún hechizo romántico la traería de vuelta, ni mucho menos la promesa que algún día nos formamos.

El Príncipe Trigueño volvió a sus aposentos sólo para formar un pequeño fardo. Tomó un par de cuchillos y algo de la comida para comenzar su viaje fuera de ese reino.

Ya no había un amor que lo mantuviera quieto.

La sonrisa que le dibujaba una aurora en el corazón ya no estaba.

Su piel de un hermoso durazno ahora era la de un copo de nieve, derritiéndose para caer en la nada.

Con dolor en su espalda y el recuerdo grabado en las lagrimas que dibujaban su huida, el Príncipe trigueño desapareció entre los campos que estaban fuera del pueblo. No tenía tiempo qué perder, sabía que le rendirían una digna despedida a su amada, pero ella ya no estaba en ese cuerpo; era libre, tanto que le causaba dolor no saber si ella estaba detrás, sonriendo como siempre y bailando como una rosa que se desprende de su familia y acompaña al viento.

Desde entonces, el Día Rojo apareció para recordar a todo pueblerino de Rocío la perdida de una musa, de un ángel que tenía el don de calmar el llanto del bebé más terco y el corazón más hermoso entre todas las doncellas.

La luz de la mañana comenzó a fortalecerse con las horas, el Príncipe Trigueño ya estaba bastante lejos del reino y se había detenido a beber un poco de agua en un pequeño río...

Recuerdo que, en ese río, me pareció encontrar su reflejo...

Sus palabras se me borraron, pero su mirada y lo perfecta que se encontraba me dieron la esperanza de que habría un encuentro en donde por fin, podríamos gozar de nuestro amor.

No, esperen, sus palabras sí las recuerdo...

Mi hermosa Girasol, brilla sobre las mañanas y las rosas...

En algún momento del relato el hombre, con los cabellos canosos, comenzó a cabecear, las arrugas de su rostro tomaron la forma del mapa de su vida. Cerró los ojos y sus nietos escucharon sus ronquidos. Como siempre, se había quedado dormido antes de contar el final.

La mujer observó a su hermano, ambos estaban incrédulos, pero no querían despertarlo.

—¿Te diste cuenta? —preguntó ella, queriendo verificar si había escuchado mal algunas partes de la historia, pero su familiar asintió.

—Sí —dijo el chico tomando los platos en una pila para irlos a lavar; la noche ya estaba avanzando—. ¿Entonces él era el Príncipe Trigueño?

Ella imitó su acción y asintió.

—En ese caso... —murmuró ella, observando ahora a su abuelo con genuina ternura; jamás habían escuchado algo sobre su pasado y ahora que lo habían hecho, estaban en los limites de la sorpresa.

—Ay abuelo... —dijo Luna tomando al mayor por la espalda—. Debiste sufrir mucho estando tan solo y con nuestra abuela Girasol...

El anciano sonrió con ternura entre sus sueños. Los nietos se preguntaron si estaba soñando con la Princesa Girasol.

—Pero sabes, si es una historia triste ¿Por qué dice que es bonita? —preguntó Trigo en un susurro.

Ella tampoco lograba entenderlo y cuando le iba a responder, la voz del abuelo se alzó. Abrió sus ojitos y Luna lo tomó nuevamente por los hombros porque él se intentó levantar de la mesa.

—Ah, ya es hora de dormir —dijo el anciano, siendo ayudado por la jovencita a quien le dedicó una encantadora sonrisa; a Luna le pareció ver un hermoso ángel en él—. Es bonita porque el pesar de su muerte y el efecto de la traición me llevaron a conocerlos a ustedes. Estar dispuesto a morir y volverme a encontrar con ella. La vida en su más pura naturaleza es bonita y dolorosa, un excelente regalo para este anciano que conoció a los hijos que jamás tuvo.

Los jóvenes enmudecieron. Querían volver a llorar, pero si lo hacían, el Príncipe Trigueño les golpearían con el bastón que tenía en su habitación.

—Sí, es muy bonito —afirmó su nieta.

—Demasiado —completó el otro y el aciano comenzó su camino a su habitación, tomado de la mano de su nieta.

—Como digan —les respondió entre risitas—. Ahora que ya me voy a dormir, pueden llorar en silencio. Buenas noches, no duerman tan tarde.

—Buenas noches, abuelo —respondió Trigo, dejando los plantos para ir a inclinarse y con delicadeza, robarle un abrazo al anciano—. Te quiero tanto.

—Yo también, mi muchachote —le respondió, dándole leves palmadas en el hombro.

El joven se retiró, observó a su hermana y volvió a la cocina a entregarse al llanto. Ahora estaba dispuesto a dejar ir a su abuelo, porque alguien más les esperaba en el otro lugar.

—Vamos, yo te llevo a la cama —le dijo la chica y se pusieron a andar con lentitud.

Cuando Luna se aseguró que su abuelo ya estaba bien cómodo bajo las cobijas, se inclinó a robarle un beso en la frente.

—Mi hermoso Príncipe Trigueño... —dijo ella y el hombre sonrió con nostalgia.

—Hace mucho que nadie me llama así —su voz se entrecortó—. Gracias, y buenas noches, mi hermosa luna. Vaya, tuve el privilegio de conocer el calor del sol en mi juventud con mi hermosa Girasol, y ahora, la frescura de la luna me da las buenas noches.

La mujer no pudo más y dejó aparecer un par de lágrimas.

—Ay abuelo, no diga eso —respondió ella—. Buenas noches, nos vemos mañana.

Y tras esto, Luna salió de la habitación para correr a la cocina y hablar con su hermano. Los años en que los tres estaban juntos solo era un préstamo, lo entendieron, pero antes debían purgar su dolor con la magia del llanto.

Mientras tanto, con el cuerpo quieto, el Príncipe Trigueño estaba despierto en la oscuridad de su habitación. Ya no era el mismo chico guapo que parecía un muñeco de porcelana, su piel ya estaba marcada por los años y sus cabellos ya eran pocos y blancos. Sus ojos se humedecieron, porque la noche le trajo la memoria y el dolor.

Levantó el brazo y abrió sus manos, imaginando que en el otro extremo su amada hacía lo mismo para tomarse de las manos.

—Bella ¿Te seguiré gustando? —preguntó a la nada, segundos antes de quedarse dormido con el recuerdo de las palabras de la Princesa Girasol en el río.

"Hay que llorar, mi amor, llora por mí, pero no te atrevas a conseguir una muerte pronta para forzar nuestro encuentro. He cumplido mi viaje y estoy agradecida por conocerte en él, pero no es el fin del tuyo. Hay quienes no tienen nada y te necesitarán con aquella hermosa sonrisa que tienes; aprende a agradecer cada día de vida, para que cuando nos volvamos a encontrar, pueda estar orgullosa de ti". 










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