5. Exilio
Ya había amanecido y Amelia no tenía la menor intención de moverse de donde estaba. Sin embargo, la grava comenzaba a calentarse conforme se alzaba el sol por todo lo alto del cielo. Además, no quería abrir los ojos para evitar quemarse las retinas. Estaba cansada, harta y quería golpear a la primera persona que se le cruzara encima.
— ¡Mamá, hay una niña aquí! - Gritó un niño pequeño a un lado de Amelia: probablemente había escalado hasta lo alto del vagón.
— Ni modo - Dijo Amelia para sí, pensando seriamente si arrojar del tren a ese niño resolvería sus problemas o no. Al final se decidió por sentarse y abrir lentamente los ojos: cuando lo hizo pudo ver a una familia entera en el vagón de enfrente, a la sombra del techo de metal de un contenedor de carga.
Junto a ellos, más al fondo, había otras personas, todos ellos indocumentados. Amelia debió haberlo supuesto: este y otros trenes de carga, empleados para llevar mercancía a través del país, con frecuencia eran abordados por indocumentados que planeaban llegar a la frontera con EEUU. Muchas veces, los polizones llevaban armas blancas de algún tipo, estaban dispuestos a delinquir y, en ocasiones, eran familias completas de personas en busca de un futuro mejor.
A Amelia le daban pena, pero no en el mal sentido: ella pensaba que esa pobre gente ya no tenía nada que perder si en serio planeaban embarcarse en un viaje de este tipo. Sin embargo, en la práctica, no podrían importarle menos. Al menos, eso era antes de subirse a un tren lleno de migrantes. Ahora tendría que comportarse como si realmente le importaran, respetarlos y cuidarse de los que no fueran precisamente amistosos.
Dicho sea de paso, el niño que la había hecho levantarse había escondido la cabeza en cuanto ella se fijó en él, pero sus pequeños dedos todavía se asomaban en el borde del vagón, delatándolo. Amelia decidió bajar a donde estaban sus familiares y, de un brinco, saltó al suelo del vagón de enfrente, dirigiéndose en línea recta hacia donde se encontraba su madre.
Un hombre joven que debía ser el esposo de aquella mujer hizo el amago de ponerse de pie para detener a Amelia, pero ella volteó a verlo, atravesándolo con la mirada. No era aún el momento de sacar a relucir sus muñequera ni otros juguetes de Alba Dorada, pero aún así...
— ¿Qué quieres? - Preguntó aquél hombre.
— ¿Tienen algún problema si me quedo aquí? Pasa que acostarse sobre piedras puede ser algo incómodo.
Esta vez fue la mujer quien contestó: "No hay problema", dijo, esforzándose en mostrarle su mejor sonrisa. Segundos después, el niño que la había despertado corrió hacia sus padres y se dejó caer sobre el regazo de su madre. Entonces, Amelia caminó al otro extremo del vagón y observó el paisaje frente a ellos.
Pronto, llegarían a la zona del puerto de Veracruz. Aunque la zona en la que más ilegales abordaban el tren ya había quedado atrás, siempre podían seguir subiendo a lo largo del trayecto. Por ahora, Amelia consideró sacar su uniforme de Alba Dorada y ponérselo, puesto que cuando estuviesen subiendo el cerro, iba a hacer cada vez más frío y ella no traía una manta consigo.
Además, su teléfono se había quedado sin carga en algún momento de la noche, así que sólo traía consigo el comunicador de Alba Dorada en su mochila. Sin embargo, decidió ponerlo en silencio ya que a cada rato le llegaban alertas con actualizaciones sobre la situación actual del país. Eso y que, al escuchar las conversaciones de los demás migrantes en el vagón, Amelia podía darse una idea general de lo que ocurría: según escuchó, algunos miembros de la Armada Carmesí habían abordado el vagón poco antes que Amelia para reclutar migrantes para su causa: querían a cualquiera capaz de usar un machete y, si bien les iba, les prestarían un arma de fuego. Todo lo que tenían que hacer era patrullar campamentos y reclutar más gente en nombre de la Voz del Progreso.
Amelia sabía perfecto que esto era crimen organizado a secas, pero para algunos migrantes, era una oportunidad de oro para conseguir empleo remunerado y, si la Armada Carmesí ganaba esta guerra civil, la oportunidad de obtener la ciudadanía mexicana. Era repulsivo cómo la Armada Carmesí se aprovechaba de cualquier persona de escasos recursos que estuviese dispuesta a ser la carne de cañón de Arze. Usualmente, a Amelia poco o nada le importaban las estupideces políticas (y, en realidad, esta indiferencia se extendía a cualquier cosa que no estuviese relacionada directamente con su trabajo). Amelia existía únicamente para golpear imbéciles y criminales, cobrar su sueldo en Alba Dorada, pasar tiempo con sus amigas y preguntarse por qué nació.
Y aún así, tenía que reflexionar respecto a las cosas que la Armada hacía: consciente de la situación actual, Amelia tenía que prestar atención por si acaso un reclutador de la Armada seguía a bordo. Si llegaba a saberse que ella era una miembro de Alba Dorada, podría tener problemas y lo único que quería era reunirse con Alyssa con el mínimo esfuerzo.
Poco después del mediodía, la mujer a la que se acercó previamente la llamó con un dubitativo "¡señorita!", captando su atención para después ofrecerle un poco de la comida que tenían guardada.
— ¿No les hará falta? - Preguntó Amelia, a sabiendas de que no tenía tanta hambre y aquella mujer y su familia probablemente harían un recorrido mucho más largo que el de ella.
— Tenemos mucho que compartir.
— Además, no creas que no vimos tu... esa cosa - Interrumpió el padre de los niños, señalando la mochila de Amelia, misma que escondía su traje y muñequera de Alba Dorada. ¿Cuánto falta para que decidas arrestarnos?
— Alba Dorada no es migración, cálmate - Lo calló Amelia - Si atrapamos migrantes es porque ya cometieron algún otro delito. No vengo a deportar a nadie, amiguito.
— No podemos saberlo - Acusó el hombre - Primero los reclutadores y ahora ustedes. ¿Cuántos más...?
— ¡Marcial! ¡No seas tan grosero! - Lo regañó su mujer.
— ¡Estoy viendo por nosotros - Reclamó el hombre.
Amelia no podía culparlo, pero en lo personal, no le importaría tirar por la borda a ese idiota. Sin embargo, dado que su mujer le estaba invitando de comer, consideró que quizá no sería buena idea cometer homicidio frente a ella. De buena gana y sin seguir peleando con aquél hombre, tomó asiento y, cuando la mujer empezó a hacer conversación, Amelia decidió contestar sus preguntas sin ningún tipo de reserva: quizá así las sospechas de su odioso marido se apaciguarían un poco. Normalmente, no le importaría lo que ese hombre pensase (y de hecho, realmente le daba igual), pero tenía que mantener un perfil bajo durante el viaje si no quería que alguien le cortase el cuello mientras dormía. Solo por eso se había acercado a esa familia en primer lugar.
— Entonces... ¿dejas el país? - Preguntó la mujer.
Amelia negó con la cabeza.
— Iré a ver a una amiga en la capital - Dijo Amelia - Los reclutadores se subieron al bus en el que viajaba y, bueno...
La mujer guardó silencio durante un breve lapso de tiempo y después, emitió un débil "lo lamento", casi inaudible. Su marido bufó.
— Me imagino que ustedes van a la frontera - Asumió Amelia. La mujer asintió.
— Creo que elegimos un mal momento para viajar - Dijo ella, dejando salir una risita nerviosa.
Para el atardecer del primer día, Amelia había ayudado a amarrar un par de cuerdas entre vagón y vagón para que hicieran las veces de pasamanos improvisado: al menos ahora los niños corrían menos riesgo de romperse algo mientras iban de compartimiento en compartimiento. También había ayudado a la madre de los niños a preparar algunos sándwiches más: sin embargo, pronto se les acabaría la comida y si no conseguían más pronto, estarían en aprietos.
Sin embargo, según el esposo de aquella mujer, unos misioneros que le prestaban refugio a migrantes solían llevarle comida a los migrantes en la siguiente parada del tren y, mientras cargaban de combustible aquella máquina, uno o dos monaguillos se encargaban de llevar bolsas con comida a los viajeros.
Amelia no confiaba mucho en ello, así que pasó de la cena que le ofreció la familia, argumentando que lo necesitarían más que ella y después, cuando nadie la veía, sacó una de las barras nutrimentales que venían en los kits de suministros de Alba Dorada: no sabían muy bien, dejaban una sensación pastosa en la boca y en realidad, eran más comida de emergencia que otra cosa, pero Amelia se sentía mal de quitarle su comida a aquella familia de migrantes.
Cuando volvió a bajar al vagón en donde ellos estaban, el tren comenzó a desacelerar: estaban llegando a la siguiente parada, una estación de trenes en no muy buenas condiciones. Los pasajeros indocumentados a bordo de los vagones se escondieron bajo las mantas de plástico que tapaban la mercancía y pronto, parecía que no había nadie más a bordo.
Amelia ni siquiera se molestó: revisó el itinerario y pudo ver que el tren partía en media hora. Era una ventana de tiempo bastante amplia, así que se bajó del tren para buscar el baño más cercano y cambiarse a su uniforme de Alba Dorada. No tenía caso ocultarlo si esa familia ya la había descubierto. Después de cambiarse, caminó hacia una tienda de conveniencia situada al fondo de la estación y se llevó todos los paquetes de galletas que pudo encontrar en los estantes. También cargó algo de despensa básica que no requiriera cocinar: jamón, rebanadas de queso, pan, sobres de frijol procesado y otras cosas que servirían para hacerse de comer. Se dirigió a la caja y pidió que embolsaran todas sus compras. Probablemente, así podría contribuir un poco a los demás pasajeros.
Pagó con tarjeta, gastando un poco de los fondos que Alba Dorada otorgaba para emergencias a sabiendas de que les haría saber su ubicación. Ya no podría ignorar el comunicador por mucho tiempo después de esto. Sin nada más pendiente, Amelia se dirigió de vuelta al tren y arrojó las bolsas con comida al interior del vagón en el que se encontraba aquella familia.
Ni bien se hubo subido, Amelia pudo notar que había otra persona dentro que no formaba parte del grupo que había visto previamente. Además, el idiota ni siquiera estaba tratando de ocultarse, arriesgándose a que los empleados de la estación lo descubrieran y empezaran una redada.
— Idiota, al menos intenta ocultarte - Lo regañó Amelia - Nos pueden encontrar a todos por tu culpa, ¿lo sabes, no?
El chico volteó a verla enseguida, algo apenado. Sin embargo, eso dejó de importarle a Amelia tan pronto como lo reconoció.
Lo conocía.
El malnacido se llamaba Pávlov Polanski e intentó engañar a su novia con Amelia cuando estudiaban en preparatoria. No contento con eso, fue a verla una noche para pedirle otra oportunidad. A pocas personas Amelia les había sufrido en toda su vida y desgraciadamente, Pávlov era una de ellas. Además, era quien menos había merecido el sufrimiento que le causó.
Antes de que considerara arrojarse del vagón, el tren empezó a ponerse en marcha de nuevo y a Amelia le dolía un poco dejar sus provisiones adentro.
— ¿Amelia? - Preguntó Polanski, sin poder creer su suerte.
Tres, cuatro, ocho, doce disparos.
Recargar. Repetir.
Lucy aún no conseguía una puntería perfecta, pero al menos ya alcanzaba a derribar todas las latas sobre el muro de piedra.
El convoy del Muerto había hecho una pequeña parada a medio camino: al parecer, sus superiores habían cambiado de idea respecto a lo de enviarlos a pelear a Campeche. A tan poca distancia de su objetivo, ahora debían regresar sobre sus pasos y dirigirse a Ciudad Hidalgo, en la frontera entre Chiapas y Guatemala.
Si hubiesen ido a la otra Ciudad Hidalgo, en Michoacán, habrían llegado a pelear por un montón de edificios en ruinas, pero al menos ahora tenían chances de llegar a tiempo para pelear. Las autoridades del estado habían pedido la asistencia de Alba Dorada para colaborar con la milicia local en un intento de rechazar a la Armada Carmesí. El problema era de tal magnitud que incluso las autoridades guatemaltecas habían autorizado el paso del convoy del Muerto con tal de que los paramilitares no cruzasen a su territorio.
— ¡Suficiente por ahora! - Indicó el Muerto. Sus hombres dejaron lo que estaban haciendo. Uno que otro afilaba sus cuchillos de caza, otros limpiaban su equipo y un par, como Lucy, practicaban su puntería. En estos momentos, ella extrañaba un poco las muñequeras y demás armamento de Alba Dorada. Esas armas eran algo pesadas y difíciles de maniobrar después de haberse acostumbrado a los juguetes que su primo Lenny solía tener en casa.
El escuadrón se reunió alrededor del Muerto para comer. Justo después de esto, seguirían su camino a través del país centroamericano y llegarían a la frontera con Ciudad Hidalgo. Si los cálculos no les fallaban, llegarían al día siguiente, en algún momento de la mañana. Claro, conducirían toda la noche, pero valdría la pena si con eso llegaban antes de que los paramilitares de Arze tomaran la ciudad.
— Aún no entiendo por qué hay tanto interés en defender un pueblito fronterizo - Expresó Sietes, uno de los miembros del escuadrón, con tres números 7 tatuados en el pómulo izquierdo.
— Inteligencia cree que la Armada Carmesí puede intentar cruzar a centroamérica para reclutar más personas - Les contestó El Muerto mientras cuchareaba su lata de atún - Y no queremos que recluten más gente. Además, Guatemala no quiere que unos guerrilleros vengan a dar problemas en su tierra.
— Ya, pero, ¿por qué importa tanto Ciudad Hidalgo? - Quiso saber Gas, otro de los miembros del escuadrón - Es sólo un pueblito en medio de la nada.
— Precisamente por eso - Señaló El Muerto - Si controlan un paso seguro entre México y el resto de centroamérica, tendrán una ruta libre. Podrán establecer campamentos en países menos seguros que México y exportarán mano de obra de ahí. Además, como dijiste, ese pueblito está en medio de la nada. La base militar más cercana está en Tapachula. Es difícil para el ejército defender una posición tan remota. Eso la hace ideal para que la Armada la convierta en una de sus bases.
Lucy tenía que admitirlo: El Muerto era buen estratega. Claro, después de tantos años yendo y viniendo de la Zona 2 en La Ciudad, algo debió haber aprendido, rodeado de pandilleros y criminales de todo tipo.
— ¡Atlas! ¿Ya estás listo? - Preguntó El Muerto al conductor del camión en el que viajaban. Un chico desaliñado y con cara de sueño alzó un pulgar en respuesta. A Lucy le preocupaba que aquél cocainómano de veinte años fuese a manejar toda la noche, pero decidió guardarse su opinión.
Tras tener a todo el escuadrón enfrente, El Muerto les explicó oficialmente cuál sería su misión. Lucy pensó que, de no ser por ese abrupto cambio de planes de hace media hora, habrían llegado a Campeche esa misma noche y podrían dormir en camas decentes. Sin embargo, ahora estaban a punto de encaminarse a un lugar en medio de la nada a pelearse contra un montón de campesinos con machetes.
— Escuchen, inteligencia me informa que un grupo de exconvictos dirigidos por un chaleco rojo han tomado Ciudad Hidalgo, así que llegaremos con unos cuántos soldados guatemaltecos para retomar el pueblo. Están ofreciendo recompensas por la cabeza de cada policía y soldado que se acerque, así que quiero que tiren a matar - Les ordenó El Muerto - Si uno de ustedes se muere, no vamos a pararnos a enterrarlo, ¿de acuerdo?
— ¡Si señor! - Contestaron al unísono los miembros de la tropa. Lucy no estaba segura, pero presentía que todos ellos eran renegados que en algún momento desertaron de Alba Dorada a juzgar por la experiencia demostrada durante la sesión de práctica de hace poco: no muchos estaban acostumbrados a usar armas de fuego y más de uno hizo el ademán de accionar una muñequera cuando estaba haciendo prácticas de tiro.
Eso explicaba mejor el por qué el escuadrón del Muerto era una unidad independiente a la infantería militar: lo más probable es que fueran un pelotón experimental lleno de exagentes. Aunque no parecían malas personas, algunos de ellos, como Blanco, Rex o Kick eran algo sanguinarios: en aproximadamente un día, Lucy había aprendido el porqué de los sobrenombres de casi todos en el pelotón:
Sietes, por sus tatuajes. Gas, porque era un experto en hacer explotar cosas. Atlas, porque se sabía todas las rutas para llegar a cualquier parte. Rex, porque era el que estaba a cargo antes de que asignaran al Muerto como sargento a cargo del escuadrón. Blanco se llamaba porque por lo general, los enemigos con los que se habían cruzado preferían dispararle primero a él. Foster simplemente se apellidaba así. Kick, por la canción Pumped up kicks, ya que él solía abrir fuego a quemarropa como en un tiroteo en lugar de apuntarle a sus enemigos. Por último estaba Perro, el más leal al Muerto y a la tropa.
A Lucy le parecían un grupo de lo más variopinto, nada convencional para la idea que ella tenía de un soldado. Sin embargo, parecían trabajar bien entre sí y no era ningún secreto que Lucy estaba ansiosa de saltar a la acción: después de todo, no se le olvidaba aún lo de Keith y traía muchas ganas de desquitar esa rabia.
Cuando por fin subieron al camión, listos para continuar su viaje después de que El Muerto terminara de explicarles de qué iba la misión, Lucy no pudo evitar suspirar.
Iba a ser una noche larga.
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