4. El ejército dorado
"Estas no son las formas", pensó Ezra antes de dar un paso al frente. Tras su breve reunión táctica en Xalapa, había viajado en helicóptero a la Academia, a mitad del maldito desierto, para acelerar el proceso de graduación del próximo grupo de agentes de élite.
La decisión que tomaron Eleazar y Nora, aunque algo draconiana, era la más viable, pero no por eso a Ezra le terminaba de convencer: en lugar de llevar a cabo las últimas dos pruebas, la evaluación tenía un nuevo parámetro. Si los agentes lograban defender las instalaciones, serían ascendidos a agentes de élite por conseguir una hazaña casi sobrehumana. Si no lo conseguían, probablemente no vivirían para luchar otro día.
Las fuerzas que marchaban rumbo a la Academia estaban a tan sólo media hora de camino, caminando bajo el rayo del sol desde la Prisión Vertical. Aunque los alcaides del reclusorio privado de Alba Dorada habían intentado recapturarlos, el grupo era tan numeroso que pocos o ninguno de los reos llegó a volver a la prisión ese día. Ahora mismo, Ezra les acababa de dar instrucciones a sus cadetes, haciéndoles saber que esta era una prueba que no podían permitirse fallar, pero si no querían participar, no estaban obligados a hacerlo: siempre podían encerrarse en el búnker al fondo de las instalaciones y esperar a que fueran tras ellos.
— Recuerden: si dejan a uno vivo, nada les garantiza que no se levante después a apuñalarlos por la espalda - Les advirtió Ezra - Aunque tampoco están obligados a matar a todos los que se les crucen. Esta pelea será una prueba bastante flexible y ustedes decidirán cómo pasarla.
— Es fácil para ti decirlo - Espetó alguien de entre la cosecha de cadetes frente a él - Tú siempre puedes subirte al helicóptero y largarte si estamos por perder.
Ezra negó con la cabeza.
— Yo estaré en primera fila junto a ustedes. Y, ¿sabes qué? Tú vienes conmigo - Señaló Ezra al que lo había tachado de cobarde - A menos que prefieras huir tú en el helicóptero.
Escasos minutos después, sesenta de los cadetes de aquella cosecha estaban tras las murallas de la Academia, listos para abrir las puertas y llevar la refriega al patio de las instalaciones: otros cuarenta, distribuidos en niveles superiores, todos ellos con rifles y demás armas de larga distancia, aguardaban a que los primeros reos pasaran a través de las puertas para abrir fuego contra ellos. Sin embargo, Ezra no estaba entre ellos. Por delante de una fila de cadetes con escudos, el jefe de agentes de Alba Dorada vestía su traje blanco y dorado, con el casco bajo el brazo izquierdo.
— Edd, ¿cuánto falta?
— Ya están por llegar jefe.
— Abre antes de que pongan la primera bomba - Ordenó Ezra: si pensaban sobrevivir al asalto, no podían quedarse en una fortaleza en ruinas.
Tras algunos segundos, por fin pudo escucharse el clamor de sus oponentes, una horda de criminales que hasta hace poco permanecían recluidos: la mayoría eran tratantes de personas, traficantes de narcóticos, asaltantes de poca monta y demás criminales arrestados por los agentes de todo el país.
Poco a poco, las enormes puertas se abrieron hacia los lados, dejando ver a una turba que triplicaba en número a los cadetes. En su mente, Ezra tan sólo podía repetirse una y otra vez "que no se repita lo de Coatzacoalcos, que no se repita lo de Coatzacoalcos". Si algo así llegaba a ocurrirle a los cadetes, Ezra preferiría mil veces morir con ellos en vez de vivir para luchar otro día. No podría vivir con ello.
— ¡Pelearemos por el alba! - Gritó Ezra al ponerse el casco.
Tan pronto como los primeros matones cruzaron las puertas, una ráfaga de balas atravesó sus pechos, derribándolos a los pies del patio. Los francotiradores recargaron sus armas y entonces fue cuando los reos aprovecharon para emprender la carrera hacia los cadetes.
Ezra quitó el seguro del cañón de su muñequera con explosivos y disparó dos o tres cargas hacia sus rivales, atinándole de lleno en el pecho a uno de ellos: mientras más aprovechasen la ventaja inicial, más probabilidades tendrían de ganar y por ahora, ni un solo cadete había muerto en combate.
A ambos lados del jefe Saucedo, varios reclusos ya estaban corriendo para rodearlos: una segunda ráfaga de disparos perforó los cuerpos de otros tantos incursores, pero entraban al patio más rápido de lo que eran eliminados. Uno de los cadetes decidió arrojar una granada electrificada cerca de varios hombres con cuchillos: si bien ninguno murió, ganaron tiempo para que otros cadetes los eliminaran.
Ezra cogió una granada de fragmentación de entre las cosas de su cinturón y, tras quitarle el seguro, la arrojó contra la marea de reos frente a él: a los pocos segundos, más de veinte hombres salieron volando por los aires mientras Ezra abría fuego con su otra muñequera, atiborrada de agujas impregnadas con veneno. Si bien nunca esperó emplear municiones tan destructivas en una pelea real, agradeció que sus jefes se aseguraron de encargar las suficientes por si una catástrofe se avecinaba.
Un cuchillo voló a través del campo y se clavó en el hombro de un cadete, que se lo arrancó al segundo, sin siquiera emitir un quejido de dolor. La tercera ráfaga de disparos de los francotiradores redujo en cuarenta los números de los invasores, pero al tiempo, otros cincuenta ya habían atravesado las puertas.
Pronto, Ezra tuvo que presenciar cómo uno de sus cadetes encendía el detonador de su propia muñequera sin tiempo para quitársela, rodeado por un gran número de asesinos. Cerró los ojos para no presenciar el momento en el que el joven chico volara en pedazos junto con los que lo rodeaban. Otro cadete hizo lo mismo con su muñequera, aunque con tiempo suficiente para arrojarla lejos de sí mismo primero: otros quince hombres menos.
La totalidad de los incursores estaba ya dentro de las puertas: Entre gritos y explosiones, Ezra ordenó que cerraran las puertas. Si no ganaban, al menos no dejarían salir a los prisioneros.
Tras varios minutos y más de un cargador vacío, Ezra decidió sacar las cuchillas al borde de sus muñequeras y lanzarse a pelear cuerpo a cuerpo contra los restantes. Si bien habían muerto muchos más reos que cadetes, más de diez cuerpos permanecían inertes sobre el patio de la academia. La sexta o séptima ráfaga de balas de francotirador abatió a un gran número de los incursores restantes y pronto, tan sólo unos treinta de ellos seguían en pie, ahora superados en número.
Ezra pudo reconocer al cadete que lo acusó de cobarde una hora antes. A bastantes metros de él. ese chico estaba levantando su escudo de metro y medio contra un hombre que usaba un machete en cada mano, sin posibilidad de contraatacar. Cuando tropezó y cayó de espaldas, fue muy tarde para que el jefe Saucedo corriera en su auxilio: la punta de un machete atravesó su garganta, haciéndolo botar sangre un par de segundos. Al menos fue una muerte rápida.
Tras el noveno disparo de los francotiradores, el patio quedó en silencio. Ezra caminó al centro y, dirigiéndose al agente a cargo de los controles, dio una sencilla orden:
— Hay que separar los cuerpos. Que los heridos coman y los sanos ayuden a hacer las hogueras.
Quizá sobrevivieron, pero Ezra sentía cómo la derrota impregnaba sus labios.
La Ciudad de México no ayudaba en lo absoluto a la ansiedad social de Amelia, pero poco podía hacerse al respecto: al menos, la mayoría de la gente todavía estaría encerrada en casa, así que Amelia no tendría que caminar en contra de la marea humana que a diario abarrotaba las calles.
De no ser porque su amiga Alyssa se lo pidió, Amelia jamás habría puesto un pie encima de la capital, pero ahí estaba, subiendo a un camión para reunirse con su amiga. De entre todas las personas que pudieron ir como refuerzo, Alyssa le pidió específicamente a ella que fuera a verla. Quizá tenía algo que ver con que el presidente fue asesinado en sus narices o tal vez era algo distinto, a Amelia no le importaba. Lo único que tenía seguro era este viaje de doce horas en un autobús casi vacío: no había muchos que quisieran dirigirse al ojo del huracán, en donde se decía que el líder de la Armada Carmesí había establecido una base de operaciones.
Ya estaba cayendo la tarde cuando el camión se detuvo en una caseta de cobro: sin embargo, las puertas se abrieron y varios hombres vestidos como soldados abordaron el autobús. Habrían engañado a algún incauto, pero Amelia sabía perfectamente que los soldados no usan zapatillas deportivas ni portaban armas como esas. Aún así, guardó la calma y fingió no darse cuenta hasta que uno de ellos señaló a otro de los pasajeros.
— Ese.
Otro "soldado" le apuntó con su fusil y le preguntó algo que Amelia no pudo escuchar la primera vez. Sin embargo, cuando el pasajero no supo contestarle, el hombre armado volvió a preguntarle, esta vez a voz en grito:
— ¿Dónde está tu placa? ¡Sabemos que un Alba Dorada abordó este camión! - Vociferó el hombre, que probablemente era parte de la Armada Carmesí o algún grupo semejante.
Otro de los soldados disparó al techo del camión y les gritó que se bajaran: planeaban inspeccionarlos de uno en uno. Amelia vio su oportunidad: si conseguía escaparse ahora, quizá no tendría que pelear con nadie, pero evidentemente, tampoco podría seguir viajando en autobuses: si estaban buscando agentes en cada ruta, no podía poner en riesgo a tantos civiles.
Amelia desfiló junto a los demás pasajeros mientras bajaba del autobús, pero tan pronto como puso los pies en el asfalto, pudo divisar las vías del tren a escasos cien metros de donde estaban parados. Si se escurría por debajo de la alambrada y corría hacia ellas, probablemente...
El grave silbido de algún tren de carga llamó la atención de Amelia. Esa era su oportunidad de oro. Sin tiempo para sacar su muñequera o alguna granada de humo, la chica cogió su mochila con una mano y salió corriendo en dirección a la alambrada, aventando su carga sobre las púas de metal mientras ella se barría en el suelo, pasando por debajo de la reja mientras a sus espaldas, un soldado gritaba "¡Es ella!" mientras el resto volteaba en su dirección, como intentando localizarla.
Al correr, se incorporó al tiempo que cogía de nuevo la mochila: el tren estaría frente a ella en unos pocos segundos y si se le escapaba, quién sabe cuándo vendría otro. La atraparían antes.
La chica apretó el paso y, cuando los primeros dos vagones estuvieron frente a ella, decidió echarse la mochila al hombro y saltar a las barras laterales de un vagón para trepar a la parte superior. Detrás de ella sonaron disparos y algunas balas cayeron a escasos centímetros de sus pies. Cuando llegó el momento, Amelia saltó con más fuerza de la que creyó tener y se aferró a las barras del vagón. Sin detenerse ahí, siguió escalando, trabando los pies en las barras del borde del vagón mientras trepaba. Cuando por fin llegó a la cima, se dejó caer sobre la grava que contenía aquél vagón. Estaba salvada. Apenas.
Sin haber descansado lo suficiente, los últimos élites de Coatzacoalcos estaban de pie tras una defensa antiaérea de la Ciudad Dorada, en la periferia de Angelópolis. Como en la Academia, la Armada Carmesí estaba intentando tirar abajo la sede de Alba Dorada y, como en la Academia, no planeaban dejarse matar tan fácil.
— Sería más fácil con Alyssa por aquí - Musitó Violet. Tristán asintió levemente con la cabeza mientras sus demás compañeros se llenaban los cinturones de munición.
Rafael había sido asignado a operar aquella ametralladora que, en situaciones comunes, debería emplearse contra bombarderos y avionetas militares, pero ahora, usarían contra los invasores. Mariela y Keri iban a asistirlo, recargando el arma cuando fuera necesario. Tristán y Violet, por otro lado, habían sido asignados al área de mando, pero se habían escapado de último minuto para ver a sus amigos.
— Por favor, nadie muera - Les pidió Violet - Ustedes y Ally son los únicos amigos que me quedan.
— ¿Es chiste? Las torretas son los puestos más seguros - Afirmó Rafael.
Y sin embargo, a la hora del ataque, Violet descubrió desde la cabina de mando que algunos insurgentes estaban escalando las torres con defensas antiaéreas para matar a sus operadores y dirigirlas contra la Ciudad Dorada. Sin poder dirigir las armas unas contra otras para sacudirse a los incursores, Violet tuvo que ordenarle a tantos cadetes y agentes como fuera posible que salieran a dispararles a los que trepaban la torres para hacerlos caer de uno en uno.
Afortunadamente para la Ciudad Dorada, jamás estuvieron realmente en aprietos: las defensas ahí eran por mucho, las mejores de cualquier base de Alba Dorada hasta la fecha y sería difícil que hubiese pérdidas con tantos agentes custodiando las entradas y apuntándoles a los hombres de Arze desde puntos elevados. Sin embargo, eran conscientes de que aunque rechazaran este ataque, pronto vendría otro y otro y así consecutivamente: si seguían dependiendo de los helicópteros que llegaran con provisiones, pronto la Ciudad Dorada moriría de hambre por culpa del inestable sitio que la Armada Carmesí había establecido hace horas.
— Parece que tienen suficiente carne de cañón como para mandar ocho o nueve asaltos contra nosotros - Le informó un técnico a Violet. Si eso era cierto, sin duda alguna encontrarían la manera de vulnerar sus defensas entre un asalto y otro, colando suficientes hombres como para matar a los agentes desde adentro de sus muros.
— No puedo creer que valoren tan poco a sus soldados como para mandar a morir a tanta gente sólo para hacernos el más mínimo daño - Se lamentó Tristán.
Violet pensaba igual: si no encontraban la manera de librarse de aquél asedio, la Ciudad Dorada moriría de hambre muy pronto.
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