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3. Buscando a Lucy

Al día siguiente, la Ciudad de México había caído, sino en su totalidad, al menos la mitad de sus alcaldías. El presidente fue ejecutado por un grupo de chaquetas rojas que entró a Palacio Nacional degollando a cada soldado que tenían enfrente. La mayoría de los ciudadanos lograron ser evacuados, pero muchos otros todavía seguían en sus casas, sin saber si era seguro o no salir.

Desde una de esas casas, particularmente bien protegida, un hombre de traje blanco pasó encima del cadáver de algún narcomenudista de poca monta, listo para sentarse tras su escritorio, con la satisfacción de haber participado él mismo en purgar aquella casa de seguridad en Ecatepec con tan sólo dos hombres a su lado.

Ahora, Arze observaba la habitación a su alrededor mientras uno de sus hombres se llevaba el cadáver del anterior dueño de aquella propiedad. Frente a él, dos o tres lugartenientes suyos permanecían de pie, firmes y esperando órdenes, como si temieran que él fuese a abrirles un agujero a sus cabezas. Sin embargo, Arze no estaba de tan mal humor hoy. Habían hecho un buen trabajo, después de todo.

— Entonces... ¿cómo salió todo? - Les preguntó Arze, impacientándose un poco, a la espera de noticias sobre las operaciones simultáneas a la toma de la capital.

Uno de ellos tomó la iniciativa y, dando un paso al frente, le empezó a explicar a a Arze de la situación en el norte: al parecer, no habían podido tomar la academia de los Alba Dorada. Por otro lado, la prisión vertical había experimentado una fuga masiva y si bien no todos escaparon, a las autoridades les tomó bastante tiempo retomar el control de sus propias instalaciones. Arze sonrió al escuchar eso: después de todo, la mayoría de los importantes consiguieron fugarse.

— Derribamos a Keith May en un convoy que viajaba a Campeche - Informó otro de ellos, animándose a participar tras la reacción positiva de su jefe - Y ya terminaron de contar los muertos en Coatzacoalcos: solo escaparon unos cinco Albas Doradas de ahí. Al resto ya los echaron a una fosa para quemarlos.

— ¿Y qué hay de Xalapa? - Preguntó Arze, interrumpiendo a sus oficiales. Al parecer, habían evadido el tema y sentía algo de curiosidad por el desenlace en ese campo de batalla: después de todo, él mismo se había tomado la molestia de ir a Xalapa y participar en la pelea para ver cómo los líderes de aquella organización se desmoronaban ante sus ojos. En su opinión, le había quedado de maravilla, pero...

— No encontraron el cuerpo de Rivera - Informó finalmente uno de los oficiales.

— Si no hay cuerpo, no hay muerto - Concluyó Arze - Sigan buscando.

Sus hombres se quedaron esperando por más, como si Arze fuera a dispararle al subordinado que habló, pero nada de eso ocurrió: al parecer, su jefe estaba más que contento con los resultados hasta la fecha. Con un dominio casi total sobre el centro y sur del país, se sabía bien protegido, con tan sólo dos o tres enclaves libres al sur de la capital: el norte, por otro lado, daría más problemas, pero nada que no pudiesen resolver con media nación en las manos. 

Probablemente, otros países no se atreverían a invadirlos o intervenir desde fuera por miedo a ocasionar bajas civiles: sin embargo, Arze sabía que debía tener cuidado. Alba Dorada no había perdido a ningún alto mando (pues se negaba a contar a Kai como una de las bajas de Xalapa) y aunque habían masacrado a una gran cantidad de élites en Coatzacoalcos, sabía perfectamente que aún quedaban varias unidades desperdigadas por el territorio.

— ¿Qué más hay que hacer hoy? - Preguntó Arze a un subalterno.

— Bueno, podemos mandar a algunas mujeres a entregar víveres a la gente que no pudo huir - Le recordó un oficial a Arze, quien consideró la idea por un momento: no era mala idea. Además, podría servirle para ganarse a algunos simpatizantes entre los habitantes de aquella jungla de asfalto.

— Tengo en mente a algunas personas para eso - Sonrió Arze, pensando de inmediato en algunas de las prisioneras que había sacado de la Prisión Vertical.

Casi una hora después, el hombre de traje blanco y sombrero se paseaba por las calles que delimitaban la frontera entre Ecatepec y la Ciudad de México: dos o tres curiosos se asomaban fuera de sus puertas mientras algunas de las esposas de sus soldados iban de un lado al otro con canastas de despensa para las familias. Tras Arze, varias camionetas de carga con cientos de canastas conducían a vuelta de rueda mientras su líder participaba en el acto de "servicio comunitario". A su lado, una chica joven, con la piel de un tono casi amarillento y bonitos rulos color negro, bajita y escuálida, caminaba con la cabeza baja mientras cargaba una de las canastas.

Un niño se les acercó para pedirles una: sin preocuparse por si en su casa ya habían recibido despensas o no, Arze le entregó la que cargaba en brazos, asegurándose de ser visto por los vecinos de aquella calle. Pronto, su acompañante entregó la suya también. Cualquiera pensaría que aquellos dos jóvenes eran amigos cercanos, cuando menos, pero la realidad era bastante distinta a lo que aparentaban.

— Pensé que estarías más feliz repartiendo comida que matando gente - Se burló Arze.

— No me estoy quejando - Contestó Noah Nakamura, taciturna. Cuando mucha gente tendría miedo de responder tan directamente a Arze, ella estaba más bien resignada: sabía de antemano que el del traje blanco no pretendía matarla ni nada por el estilo. Sabía del valor emocional que tenía Noah para más de uno.

— Agradece que te dejamos quedarte con nosotros - La pinchó Arze - Es decir, traicionaste a Alba Dorada, ¿por qué no nos traicionarías a nosotros también? Algunos del alto mando no quieren que te deje estar tan cerca de nosotros, ¿sabes? Hay quienes preferirían que sirvas para entretener a la Armada.

— A estas alturas me harían un favor si practican tiro al blanco conmigo - Espetó Noah, estresada: no sólo fallaron en capturar a Kai durante el asalto al campus universitario de hace días, sino que resultó ser solo una trampa para probarlas contra Kai. El plan de Arze siempre fue tirarle un edificio. Ni siquiera esperaba que entre Niambi, Tenebra y Noah pudieran darle pelea a Kai. Era humillante.

— A tus otras amigas no les irá tan bien como a ti. Escuché que Niambi le debe a los tratantes que se llevaron a la chica del reloj de arena y Tenebra no tiene quien la contrate.

— ¿Y por qué te interesaste en mí? - Preguntó Noah, temiendo por el desenlace de esta conversación.

— Bueno, por algún motivo, todavía tienes cierta... inmunidad para los de Alba Dorada, ¿te has dado cuenta? Los traicionaste, ayudaste a revelar la ubicación de Kai, y apenas te hicieron algo. ¿A qué lo atribuyes, amiguita?

Noah preferiría no contestarle, pero si no le daba lo que quería, Arze iba a tomarlo por las malas.

— Creo que era por Kai. Una vez, Can... una agente me lo dijo. Me dijo que si no fuera por Kai, me estaría pudriendo en la Prisión Vertical con el resto de los desertores.

— Una lástima que Kai ya no esté aquí para defenderte, ¿no? Lo bueno es que me tienes a mí - Sonrió macabramente Arze antes de caminar hacia otra de las reclutas de la Armada, dejando a Noah con cierta preocupación.

La otra era un poco más alta que Noah: de cabello corto, tez blanquecina y labios gruesos, con bonitos rasgos faciales y complexión consistente, sin llegar a ser robusta aún, otrora miembro del Triunvirato, los responsables del asedio a La Ciudad, hacía ya un par de años.

— Ruth Beckett, ¿no? Creo que no había tenido el placer de hablar a solas - Sonrió Arze, manteniendo una mascarada de galantería y amabilidad por encima de su personalidad depredadora.

— ¿Qué encargo me harás? - Cortó tajantemente Beckett. Con el tiempo que llevaba sumergida en intrigas y golpes de estado, era consciente de que las charlas sociales no existían en este ambiente.

— Así me gusta - Sonrió Arze - Bueno, necesito que hagas un viaje. Quizá puedas cargarte a dos o tres élites si te esfuerzas.

Arze pudo ver en la cara de Beckett que no le hacía ni una pizca de gracia el encargo que le había hecho, pero eso solo lo hizo disfrutarlo un poco más.

Lalo no se quitaba de la cabeza el momento en el que él y Lenny se separaron, justo frente a la enorme barda de piedra con el nombre del pueblo pintado sobre ella: Lenny había decidido quedarse en el rancho en vez de partir a su asignación, bajo la excusa de mantener la zona a salvo por su cuenta. Tom y Kris Ta partieron a algún otro sitio y Gavin se quedaría con Lenny por si acaso.

Él, por otro lado, tomó un taxi rumbo a La Ciudad para llegar cuanto antes a Base Uno: pensó en su grupo de amigos, todos ellos enlistados como parte del cuerpo de agentes de La Ciudad. Pensó en Corzo, en Vanko, Zack, el Checo y los demás. De seguro harían un buen trabajo aún si él no los lideraba. Después de todo, Lalo tenía cosas más importantes que hacer.

De camino a su destino, Lalo no pudo despegarse de la pantalla del móvil, viendo en tiempo real las quinientas actualizaciones sobre el curso de la guerra civil. En pocos días, muchas ciudades importantes habían sido atacadas y muy pocas resistieron. La capital cayó, Xalapa cayó, Ciudad Juárez cayó... de Coatzacoalcos ni hablar.

Lalo pensó por un momento en sus opciones: probablemente lo asignaran como refuerzo a alguna ciudad que todavía no caía bajo las manos de la Armada Carmesí: probablemente Monterrey, Campeche o La Paz. Tan pronto como se bajó del autobús, caminó un par de cuadras, viendo cada esquina repleta de agentes de Alba Dorada. Muchos negocios cargaban y descargaban comida, suministros y materiales en camiones de la organización y era evidente que, aunque La Ciudad no estaba bajo ataque ni mucho menos, los ánimos eran los de una nación en guerra.

El primer agente que se lo cruzó intentó detenerlo para pedirle su identificación, pero otro lo detuvo: había reconocido a Lalo.

— Jefe, lo esperan en los cuarteles - Le indicó aquél agente desconocido. Lalo asintió con la cabeza y cruzó la calle rumbo a Base Uno, cada vez más imponente, ocupando casi toda la cuadra a mitad del Distrito Serra.

Al atravesar la puerta principal de Base Uno, Lalo pudo ver la evidente sobrepoblación al ver tiendas de campaña compartidas con sacos de dormir en grupos de dos o tres por tienda. Un par de camionetas de carga permanecían aparcadas en la entrada y, junto a varios agentes, Gastón, el portero y jefe de seguridad de la base, estaba tan atareado que ni siquiera lo vio pasar.

— ¡Tenemos que apurarnos a reparar las bardas del malecón! - Les recordó Gastón a varios reclutas - ¡Si atacan la ciudad, moriremos todos y al diablo!

"Sin duda, un discurso inspirador", pensó Lalo mientras entraba al edificio. La mayoría ahí eran caras desconocidas, pero pudo ver de refilón a Remiel, uno de los reclutas que llegaron a poblar la base cuando recién se estaban reponiendo del asedio. Los amigos de Lalo, por su parte, de seguro estaban en horas de servicio, patrullando las calles o algo por el estilo.

Ahora que lo pensaba, La Ciudad era una de las pocas sedes de Alba Dorada que no se había derrumbado aún. Tanto la Ciudad de México como Xalapa habían caído ante Arze y su ejército: Angelópolis y Base Uno seguían enteras, mientras que la Academia, a mitad del desierto, estaba en riesgo desde que vulneraron la Prisión Vertical.

Lalo habría seguido pensando estupideces de no ser porque un rostro inesperado se cruzó en su campo de visión: con cicatrices y raspones recientes en la cara, el cabello alborotado y algo de polvo encima, Keith May estaba frente a él, vivito y coleando, con cara de no querer respirar nunca más, pero vivo después de todo.

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