15. Contraataque
Los truenos le otorgaban cierto dramatismo a la escena.
A la luz de los ocasionales relámpagos, pequeños grupos de agentes de Alba Dorada recorrieron calles y tejados de alrededor de la Ciudad de México. En uno de esos grupos, un par de personas, la primera con traje rojo y negro, la segunda con un vistoso casco verde que asemejaba escamas, dieron a sus tropas la silenciosa orden de caer encima de los pocos malasangres que quedaban en la zona.
Por supuesto, aun no habían emitido el Pulso. Primero, necesitaban estar seguras de que la gente en la Ciudad Dorada tenía vía libre para actuar. De momento, solo estaban abatiendo a los escasos vigilantes que tenía la capital a su alrededor. Donde antes hubo despensas y dinero para los damnificados ahora habían familias abandonadas a su merced en la última línea del campo de batalla que sería la capital en unas pocas horas.
Alyssa bajo la cabeza tan pronto como el último malasangre cayó al suelo, su cuerpo inerte. Ni siquiera tuvieron tiempo de pedir auxilio. Murieron en silencio, como las veces anteriores.
— Hemos terminado aquí - Dijo Amelia a su lado, más como orden que como observación. Los seis o siete agentes bajo el mando de ambas asintieron.
— Empecemos el verdadero ataque - Les ordenó Alyssa, intentando suavizar un poco el efecto de la dura personalidad de su amiga Amelia.
Los agentes asintieron y, en unos minutos, a varias manzanas de distancia, varias explosiones ocurrieron al mismo tiempo. Sin duda alguna, llamarían la atención de la Armada Carmesí: humo amarillo brotó de los lugares donde habían distribuido detonadores previamente. Entonces comenzaron los gritos, pero no de terror, sino más bien de muchos otros agentes, hasta entonces ocultos en casas abandonadas y ahora en las calles, listos para enfrentar a los carmesíes que se atrevieran a acercarse a ellos sin cuidado.
El primero de ellos avanzó hacia un grupo al norte de la Ciudad de México. Casi al instante, aplastó con el pie un alambre y al segundo, su cráneo había sido atravesado por una varilla a la que le sacaron filo. Los que venían con él decidieron cortar el alambre. Segundos después, les cayeron encima láminas que habían sido sustraídas de alguna que otra casa.
Varias calles se habían convertido en corredores mortales, llenas de trampas. Las pocas que estaban libres en aquel laberinto de muros invisibles eran las vías de escape de los agentes, que corrían libremente, llamando la atención de sus perseguidores.
Amelia disparó una pequeña cuchilla de su muñequera, cortándole el cuello a un teniente malasangre que venía tras ella. Al cabo de unos minutos, ella y Alyssa recibieron la confirmación que tanto habían esperado: Arze ordenó que movilizaran tropas que mantenían el estado de sitio alrededor de la Ciudad Dorada.
Ahora solo tenían que mantener cierta presión. En unas horas, podrían pelear (o caer) contra los carmesíes. A Amelia le daba igual lo que ocurriera, al menos a nivel personal: si seguía peleando, era porque no tenía ninguna otra causa a la qué entregarse, pero no moría de fervor por su gente, como muchos otros agentes. En esto pensaba ella mientras atravesaba la frente de otro malasangre, sabiendo que sus agentes la veían horrorizados: sabía lo que decían de ella, que era sádica, una asesina y no tenía corazón. Quizá fuera cierto. Quizá solo intentaba ocultar su propia debilidad luciendo como una depredadora. Alyssa, si bien era mas amable con las personas, lucía como una profesional, una experta que era aún más lejana a los agentes promedio que la propia Amelia.
Ambas llegaron a la frontera donde terminaba el Estado de México y comenzaban las calles de la capital. Tras ello, un reguero de cadáveres. A tres calles de distancia, otro grupo de agentes salió de un callejón y avanzó en la misma dirección que ellos. Los carmesíes no habían opuesto mucha resistencia y prácticamente no hubo bajas del lado de Alba Dorada. Era una buena noticia, aunque un tanto sospechosa, eso sí.
Otro grupo se cruzó con ellas: habían abatido a unos cuántos malasangres en el camino: Alyssa le regaló un cargador lleno a dos o tres de esos agentes. Amelia se aseguró de contar cuántas cargas le quedaban. Ambos grupos siguieron avanzando mientras el comunicador en su traje la mantenía informada: a las afueras de Puebla, en la Ciudad Dorada, los élites habían comenzado a romper el bloqueo alrededor de su ciudad. Esa misma noche, tendrían rodeada la capital. Los malasangres permanecían muy dispersos.
Coatzacoalcos. Cuernavaca. Coatzacoalcos. Monterrey. La Paz. Campeche. Tuxtla. Esas y muchas otras ciudades estaban levantadas en armas ahora mismo. Tras semanas de aguantar cubriéndose la cabeza, por fin encontraban la manera de contestar y ganar la guerra civil de una buena vez, pensó Alyssa. "Ojalá Tristán y Violet estén bien", se dijo a sí misma. Hacía un tiempo que no los veía y lo único que sabía de ellos es que estaban encerrados en la Ciudad Dorada, tratando de dirigirla después de su aplastante derrota en Coatzacoalcos, al inicio de la guerra civil.
Amelia empaló a un carmesí contra una varilla salida de alguna casa en obra negra. Después, corrió a desnucar a otro pobre diablo al que uno de sus agentes dejó fuera de combate con un sedante: si Alyssa iba a la vanguardia, dándole ánimos a sus hombres, Amelia se mantenía hasta el fondo como una sombra, rematando a cada paramilitar de la Armada Carmesí que dejaban fuera de combate: Alba Dorada no solía autorizar armas letales y sus propios hombres tenían sus reservas en cuanto a cometer homicidio, pero Amelia no. Amelia iba decidida a que ningún hombre al que enfrentasen se alzara otra vez para atacarlas por la espalda. No en esta misión.
La gente que Gwen Marie dejó apostada alrededor de la Ciudad Dorada no duró bastante manteniendo el asedio una vez la mitad de sus fuerzas se marcharon a defender la capital. Mientras eso ocurría, cada agente en la Ciudad Dorada enloqueció: las últimas cargas para las torretas fueron disparadas contra los más osados soldados carmesíes, echaron a rodar los vehículos blindados y en cuestión de unos cuántos minutos, los hombres que habían dejado para mantener el sitio habían sido diezmados.
A la par, Tristán Yamanaka se encargó de emitir el Pulso: el apagón se extendió a varios estados a la redonda. La Ciudad de México seguiría incomunicada hasta el amanecer siguiente: para entonces, esperaban conseguir cierto dominio sobre el transcurso de la batalla. A partir de ahora, todos avanzarían a ciegas.
En primera fila del campo de batalla, Rafael Valdez, junto a los restantes elites, atravesó el espacio que separaba la Ciudad Dorada con el anillo de soldados carmesíes que mantenían el sitio. Para entonces, la mayoría de sus vehículos (sin ningún tipo de implemento electrónico que pudiera ser afectado por el PEM) habían pasado por encima de las tropas de Arze. No tenían forma de saber si en Ciudad de México estaban resistiendo o no (en cuyo caso, todos sus esfuerzos serían en vano). Sin embargo, tenían fe.
Mariela Rojas y Keri Cáceres le pasaron por encima a un malasangre que se atrevió a atravesarse frente a ellas en el jeep que conducían: al lado, Violet, Tristan y Rafael iban en otra unidad idéntica. Detrás de ellos, un grupo reducido de hombres habían sellado las puertas de la Ciudad Dorada para resguardarla aquella misma noche, pero la probabilidad de que el bastión fuese atacado esa noche era más bien baja. La refriega se concentraría en la capital.
Y era a la capital a donde Rafael y los demás se dirigían.
No se supo gran cosa después de que Ezra ordenara el ataque. A los pocos minutos, la Ciudad Dorada emitió un pulso electromagnético tan potente que apagaría temporalmente los dispositivos electrónicos de medio país durante toda una noche. Varias plantas eléctricas del país fueron saboteadas por pequeños grupos de agentes y, en un par de casos aislados, con ayuda de civiles que laboraban en las mismas.
Sin embargo, cuando a Kai le llegó ese mensaje a través de su comunicador, de inmediato quedó helado, sintiendo un escalofrío recorrerle toda la columna, helándole la sangre. El mensaje, presuntamente había sido enviado por Zeta. El mismo que alguna vez fue el líder del Quincunce. El mismo que había permanecido recluido en prisión durante varios años, de alguna manera, se había hecho con un comunicador de Alba Dorada.
"¿Recuerdas a Adhara?", ponía el comunicador. "Este es su aparato. Sak, el traficante, lo tenía consigo cuando vino a ver a Arze. Mientras todos pelean, ¿qué tal si tú y yo ajustamos cuentas? ¿Te parece bien? Algo privado, sin gente que se meta en medio. Ya sabes, por los viejos tiempos".
A Kai le enfureció que su viejo némesis jugara con él como lo hacía, pero sabía que era una oportunidad única para capturarlo. Más que eso, le daba la oportunidad de enfrentarlo cara a cara (algo que jamás pudo hacer cuando Zeta era miembro del Quincunce). Sin embargo, había otra razón, la razón real: Kai sabía que era estúpido, pero sentía la necesidad de plantarle cara a Zeta. Quería pelear con él. Directamente, sin gente de por medio, como su propio némesis había sugerido. Sabía lo imprudente que era intentarlo, pero tenía que hacerlo. Tenía que pelear con Zeta y derrotarlo. No solo para cogerlo preso una vez más, por su propia mano. Quería hacerlo por orgullo.
Por la misma razón, no le dijo nada a sus amigos. Ni una palabra a Lucy, ni a Lalo, ni a Keith. No quería que lo acompañaran. Esto era algo que necesitaba hacer solo. Sin embargo, Ezra, su joven sucesor, se había dado cuenta de que traía algo entre manos. Pese a que no eran los más íntimos amigos, le era evidente que Kai planeaba algo loco y arriesgado, como en los viejos tiempos de Alba Dorada.
Cuando Alba Dorada la conformaban apenas unos cuántos adolescentes con ganas de jugar a los justicieros, Zeta era casi una deidad (o más bien, una entidad demoníaca), con la que todo el mundo hacía tratos y después quedaban a su servicio. El misterio detrás de su verdadera identidad lo hacía todavía más temible: los casos de tortura, desapariciones forzadas y cada vez que descubrió a los integrantes de Alba Dorada, haciéndolos desaparecer... Zeta no solo fue el primer enemigo de Alba Dorada, sino además el más formidable.
Arze, por supuesto, llegó más lejos siendo tan solo el discípulo revolucionario de Zeta. Aunque Arze consiguió someter a más gente en una mayor extensión de territorio, Zeta infundía más miedo. De Zeta no se sabía siquiera su nombre real. Eso lo hacía más temido. Arze no se quedaba atrás, pero se identificaba como un revolucionario, mientras que Zeta jamás tuvo problemas con aceptarse a sí mismo como un señor del crimen.
El helicóptero dio una pequeña pero rápida sacudida. Al no tener sistema eléctrico susceptible a ser dañada por el pulso, aquella vieja unidad mecánica se había quedado sin posibilidad de contactar a alguna torre de control, así como imposibilitaba la comunicación al interior del vehículo. El atardecer por fin había dado paso a la noche y algunos de los pasajeros disfrutaban sus últimos minutos de sueño antes de aterrizar en la capital. Lalo y Lucy, cuando menos, permanecían dormidos, abrazados uno con el otro, mientras que Keith, a un lado de ellos, hacía el intento de abrazar "de cucharita" a Lalo. Sin duda una escena hilarante, pensó Kai.
Un piloto manejaba al frente. Le hizo recordar a Sam, el guardaespaldas, chofer y amigo de Nora durante todos estos años. Arze lo había matado de un tiro en Xalapa. Kai cerró los ojos, sintiendo una punzada de dolor emocional al recordar aquella escena, previa a que el palacio de gobierno se derrumbara sobre su cabeza, enterrándolo vivo. Cuando todo esto acabara, sin duda alguna extrañaría a Sam.
Ezra volteó a verlo y señaló hacia afuera, a través de la ventana. Estaban por llegar: frente a ellos, un helipuerto ubicado en la cima de una torre empresarial aguardaba: la sede de Alba Dorada en la Ciudad de México no era ni de cerca tan grande y majestuosa como en Xalapa, Puebla, la Academia o La Ciudad, pero seguía siendo un edificio de buen tamaño solo para ellos (a Nora le había salido caro comprarlo, pero resultó útil después de todo).
Un par de hombres con chalecos refulgentes y bastones brillantes le hicieron señas al helicóptero. Lucy despertó conforme el vehículo empezaba a enderezarse para aterrizar y, algo enojada, apartó a un lado a Keith para que soltara a su novio.
Habían llegado.
Mientras bajaban por las escaleras de servicio, Ezra hizo a un lado a Kai, apartándolo para hablar con él mientras los demás bajaban hasta la primera planta (por desgracia, el Pulso había apagado los elevadores). Una vez estuvieron a solas, Ezra escupió lo que estaba pensando:
— ¿Qué planeas?
— ¿Qué te hace pensar que planeo algo? - Preguntó de vuelta Kai.
— Conozco esa expresión, jefe. Si me dices, puedo acompañarte o...
— Preferiría que no lo hicieras. Además, no soy tu jefe. Tú eres el jefe, Ezra.
El joven jefe de agentes meditó lo que diría a continuación. Entonces, contestó:
— Puedes decirme y te seguiré, aún si no quieres que me involucre. O también puedo ordenar que te arresten por insubordinación hasta que todo esto acabe.
Kai suspiró. Tendría que contarle lo de Zeta si quería enfrentarlo.
De repente, se sentía como si tuviera que pedirle permiso a un adulto para salir.
— Pues qué remedio - Aceptó Kai, resignándose a llevar a quien consideraba su hermanito menor a una pelea de la que él mismo podría no volver con vida.
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