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11. El muerto en la puerta

Venir a Oaxaca de Juárez no había sido buena idea.

Días después de atravesar el sur del país, Tom y Kris Ta pensaron que, tal vez, debieron quedarse en la finca de los Maza, a salvo y sin tener que cumplirle encargos a Alba Dorada: Kris Ta, por ejemplo, estaba empezando a darse cuenta del porqué su amiga Lucy le tenía tirria a la organización.

Tom, como todos los varones mayores de doce años, se había vuelto objeto de toda clase de miradas tan pronto llegaron a la capital oaxaqueña: descubrieron que toda la zona se había vuelto terreno de ocupación de la Armada Carmesí, por lo que al llegar, lo hicieron sin sus respectivos uniformes de Alba Dorada. Kris Ta se las había arreglado para mantener alejados a los curiosos con su carácter fiero y su expresión de enojo perpetuo.

Por el contrario, Tom, con su carita de niño inocente, no tardó en llamar la atención de los hombres de la Armada, que de inmediato le preguntaron su edad y porqué no se había enlistado todavía al ejército de la Voz del Progreso.

A Tom se lo habían llevado a los cuarteles, una instalación militar que fue tomada por cientos (probablemente miles) de lugareños enfurecidos, hartos de las condiciones de pobreza en las que vivían, acostumbrados a pelear para tomar por la fuerza lo que consideraban suyo. Tom no los culpaba. Tampoco Kris Ta lo hacía, pero ella era mucho menos comprensiva al respecto.

Tras una serie de interrogatorios los primeros dos días después de que cogieran a Tom, el malasangre a cargo decidió que él no sabía nada del Alba Dorada y, tras darle su fusil de asalto después de una rápida prueba de tiro, lo apostaron como guardia en una de las entradas del cuartel. Ahí, siempre que los demás soldados no veían, Kris Ta se acercaba, día tras día, a intercambiar información con el chico.

— Hoy vino una chica que me suena de algo - Describió Tom, contándole lo que había ocurrido hacía poco - Se llamaba Ruth, pero todos le dicen Beckett. Es blanquita, se cortó bastante el cabello y tiene cara de asustada, pero grita mucho. No estoy muy seguro de dónde...

— La conozco - Lo interrumpió Kris Ta - Era amiga de... una conocida. Fue parte del asedio a La Ciudad. Deberíamos informarle a Kai de que...

Se escucharon pasos desde el pasillo interior. Era muy tarde para fingir que no estaban hablando. Sin pensárselo mucho, Kris Ta optó por la única opción en la que no los matarían en el acto: cogió del brazo a Tom y, sin darle tiempo a negarse, salió corriendo con él, lista para permanecer escondida durante varios días por la orden de captura que emitirían contra ellos.

Pudieron escuchar gritos provenientes del cuartel, pero no iban a esperar a que los atraparan. Habiéndoles sacado ya una cuadra de ventaja, Kris Ta tiró de Tom, dando vuelta a la izquierda en la primera esquina que se cruzaron. Los chaquetas rojas tardarían un poco en darse cuenta de lo que había ocurrido, así que...

Recorrieron otra cuadra y los pasos de más de dos hombres que los perseguían pronto se hicieron notar. Entonces, Tom vio un edificio de departamentos y, sin dudarlo, corrió hacia la puerta, haciendo a un lado a una mujer y a sus hijos, pasando por delante a toda prisa.

No había elevador. Kris Ta entendió lo que el chico intentaba y ambos se dirigieron a la terraza: si Tom no se quitaba esa chaqueta roja y el resto del "uniforme" de la Armada Carmesí (que lo hacían parecer un pandillero promedio), la tendrían difícil para esconderse. Después de minuto y medio de subir escaleras como desquiciados, llegaron a la terraza, donde había varios tendederos con ropa recién lavada esa misma mañana. Sin embargo, no había muchas prendas masculinas: sólo un short demasiado corto y una playera talla XL. Maldiciendo por lo bajo, Tom cogió ambas prendas y, tras aventar las prendas de la Armada Carmesí a un lado, se vistió de manera en la que, indudablemente, parecía una chica.

— Después de tanto tiempo... - Maldijo Tom, viéndose a sí mismo.

— Oye, te ves bien - Lo animó Kris Ta, medio en broma, medio en serio.

Hacía mucho que Tom no se vestía así. Se sentía agobiado, como si, una vez más, lo empujaran a ser algo que siempre supo que no era. "Es temporal", se dijo a sí mismo. "Podré cambiarme después, sólo es mientras nos escondemos". Sin embargo, eso no le evitaba la presión en el pecho y los pensamientos intrusivos colándose en su cabeza.

"Siempre serás una mujer", vociferó la voz de su madre al interior de su cabeza, retumbando en su psique. "No importa cuánto finjas que no es así".

— ¿Tom? ¿Estás bien?

Estaba jadeando. Frente a él, Kris Ta se había hincado el piso para verlo a los ojos, a la misma altura. Ni siquiera se había dado cuenta de cuándo sus rodillas cedieron a su peso, derrumbándolo sobre el caliente suelo de la terraza. Tenía su comunicador de Alba Dorada en las manos. Sólo entonces Tom pudo volver a poner los pies en la tierra, metafóricamente. Estaban escondiéndose. Tenían que... necesitaban contactar con alguien más. Lucy no se llevó su comunicador, no conocían a muchos otros miembros y...

— A Kai - Le ordenó a ella - Dile que vimos a Beckett en Oaxaca. Dile que se dirige a La Ciudad. Va sola.

Kris Ta obedeció y tecleó el mensaje a toda prisa, rezando porque el mítico fundador de Alba Dorada recibiera el mensaje. No pasó ni medio minuto antes de recibir respuesta. Eran tan solo un par de líneas, pero el mensaje fue bastante claro: "Entendido. Algo ocupado ahora. Vayan a Xalapa si pueden. Es seguro.

Kai sí que estaba ocupado.

Keith le reclamó por ponerse a contestar mensajes mientras él y Lalo se defendían de unos cuántos chaquetas rojas. Habrían llegado mucho antes a Puebla, pero tuvieron que dar un par de rodeos esquivando a esos desgraciados durante el trayecto. Por desgracia, finalmente una patrulla de la Armada los había cogido desprevenidos, así que ahí estaban, intentando no ser acribillados por cinco sicarios sin estudios.

— ¡Ya voy, ya voy! - Gritó Kai, guardando su comunicador. Si salían vivos de esta, pasaría el mensaje a Nora. Desde que estalló la guerra civil, nadie había sabido nada de Beckett, así que probablemente a Nora le alegraría saber qué hacía y a dónde se dirigía ahora.

Por mientras, Kai cargó su arma y disparó un par de veces por debajo de las puertas de aquella camioneta blindada. Le dio en el pie a uno de ellos, traspasando aquellos zapatos de cuero, desgastados por el uso. Cuando el chaqueta roja asomó un poco el hombro tras incorporarse, víctima del primer disparo, Keith lo remató, disparándole primero en el hombro y, una vez parte de su pecho se asomó detrás de la camioneta, jaló del gatillo una vez más.

Lalo arrojó una granada por debajo de la camioneta de los matones y cuando explotó, tuvieron la certeza de que se había cargado al resto de ellos. Kai guardó el arma y corrió hacia la camioneta para comprobar algo:

— Está entera. Podemos usarla - Sonrió.

Al principio, sus compañeros no entendieron a lo que se refería, pero tras un par de segundos, los rostros de ambos se iluminaron: con esa camioneta en su posesión, podrían atravesar el bloqueo de los malasangres sin que los notaran. Sólo tenían que conducir hasta el desagüe de la Ciudad Dorada y entrar a la cañería más grande para salir por la tapa de una alcantarilla al interior.

Tras otra hora y media de camino, la tríada condujo a través de la planicie casi desértica que rodeaba Puebla. En poco tiempo, estaban ya atravesando la colosal ciudad: dentro de media hora más, aproximadamente, llegarían a las afueras de Angelópolis, y con ello, se aproximarían a la Ciudad Dorada, que en menos de tres años, se había comido gran parte del paisaje a las afueras de aquella ciudad.

Mientras conducía, Keith destapó una de las últimas cervezas que les quedaban de entre las que saqueó hacía un par de días: claro, había repuesto la hielera por una nueva (bajo la desaprobatoria mirada de sus amigos), ya que en tan pocos días, había conseguido acabarse más de treinta latas y seguía medianamente sobrio.

— Quizá sea mejor que yo maneje - Sugirió amablemente Lalo, tan sólo para enfrentarse a la poco sutil negativa de Keith.

Justo entonces, atravesaron el anillo de seguridad de la Armada, con un par de carros estacionados a ambos lados de la avenida, hombres con chaquetas rojas y enormes armas de fuego en las manos. Kai sintió que se le congelaba el corazón por un momento y Keith, relajado como estaba, sacó una mano por la ventana, ofreciéndoles una caja de cervezas.

— Hay una tienda de autoservicio desvalijada por allá - Indicó con la cabeza mientras le daba las cervezas al carmesí - Quizá si van ahora, encuentren algo todavía.

El guardia sonrió y, sin más trámite, les hizo una seña indicándoles que siguieran su camino. Ante la desconcertada mirada de sus amigos, Keith se echó a reír.

— ¿Qué? ¿No se lo esperaban?

Unos minutos más y, en lugar de seguir por la calle, Keith dio un volantazo y se adentró en la maleza, al principio casi inexistente, hasta llegar a una parte en la que el carro difícilmente avanzaría más sin forzarse.

— Es aquí. Vamos - Les indicó Keith.

Lalo y Kai bajaron de la camioneta y, tras caminar un poco, salieron del monte, que les llegaba al cuello, para llegar a un pequeño barranco por el que solían correr aguas negras. Keith saltó esa caída de medio metro y los otros dos siguieron su ejemplo: ni bien entraron a aquella cañería, el comunicador de Kai recibió otro mensaje: los de Lalo y Keith le siguieron por un margen de apenas unos cuántos segundos.

"Ezra Saucedo y un grupo de cadetes marchan a Coatzacoalcos para purgar remanentes de la Armada", ponía el mensaje: era el mismo para los tres.

— Deben estar apurados planeando el contraataque - Asumió Lalo - Por eso tantos ataques de distracción.

La teoría de Lalo no se alejaba mucho de la realidad: con este y otros ataques, la idea era provocar a la Armada Carmesí para que mandaran más de sus hombres a cada ubicación. Así, cuando golpearan la capital, estarían indefensos y la única reserva que tenían disponible se vería obligada a romper el sitio en la Ciudad Dorada.

Keith avanzó un par de pasos más hasta que una rendija de luz le iluminó la frente.

— Es aquí - Les dijo Keith, buscando algún asidero por dónde trepar.

No lo había, así que, ni bien se los pidió, ya estaba usando las manos de sus compañeros como escalones para empujar la tapa de la alcantarilla a un lado.

— ¡Bien! Súbanme y los ayudo a trepar después.

Lalo y Kai se voltearon a ver el uno al otro. Sin embargo, no pusieron peros. Una vez Keith estuvo arriba, ayudó a subir a Kai y, finalmente, ambos tiraron de Lalo. Ni bien pusieron la tapa de la alcantarilla de vuelta en su lugar, Kai se permitió voltear a ver a su alrededor. Estaban en un pasillo que terminaba en pared, justo donde estaba la alcantarilla.

— Los almacenes - Reconoció Lalo - Una vez vine aquí a llevarme un par de cosas al laboratorio de mi universidad, así que...

Kai dejó de escucharlo: al final del pasillo, podía verse la luz del sol. Tras caminar unos cuantos pasos, pudo distinguir una torreta defensiva en lo alto de los muros

— Supongo que llegamos - Sonrió Kai.

Ahora sólo tenían que llegar con los élites y podrían tirarse a descansar un buen rato.

Rabiosa, jadeante y rezumando desesperación por cada uno de sus poros, Lucy todavía peleaba por soltarse del agarre del Muerto, quien, después de unos cuántos segundos, la soltó. Frente a ellos, el canal por el que habían pasado empezó a llenarse de escombros, imposibilitando cualquier intento de atravesarlo como ellos dos habían hecho.

"¿Qué probabilidad había?", pensó Lucy. "¿Qué tan probable era que, de todos ellos, solo sobreviviera yo?". "Yo y el Muerto". Sentía que quería vomitar las tripas ahí mismo, pero también era consciente de que aún no estaban libres de peligro. La gran mayoría de las fuerzas del Muerto habían sido asesinadas a pocas calles de distancia. Probablemente, no quedaba nadie más.

Foster, Gas, Rex... pero sobre todo, Sietes. Lucy se negaba a cerrar los ojos pese a que las lágrimas le impedían ver con claridad, pues temía que, de hacerlo aunque sea por un momento, la imagen de Sietes siendo acribillado a tan poca distancia de ella, sin poder ayudarlo, hubiese quedado grabada en sus córneas.

A su lado, el Muerto permanecía de pie, impasible. Parecía que ni siquiera le importaban las muertes de todas esas personas. Lucy quería golpearlo, exigirle que sintiera algo, que rompiera en llanto como ella, pero probablemente, de nada serviría ese arranque de violencia. Necesitaban moverse. Necesitaban huir, hallar un mejor escondite. De lo contrario, la Armada Carmesí los encontraría y pasarían a correr el mismo destino que Sietes y el resto, aunque por milésimas de segundo, a Lucy no le parecía tan mala aquella idea.

— Tenemos que irnos - Le recordó el Muerto. Lo mismo pensaba ella, pero el hecho de que fuera él quien se lo recordara, la hizo oponerse de inmediato.

— No. Yo me largo - Espetó Lucy - Estoy harta. Harta de ti, harta de tu violencia sin sentido, harta de fingir que disfruto de todo esto...

— ¿De qué hablas, Lu?

— ¡No me llames así! - Chilló Lucy, apuntándole con el dedo al Muerto - ¿Por qué te esmeras tanto en verte rudo y desalmado? ¡Te conozco, Fernando! ¡Te vi revolcándote en la miseria, creyendo que tú solo podías reformar a una pandilla de asesinos y violadores! ¿Por eso estás tan obsesionado con matarlos a todos ahora? ¿Eh?

El Muerto no le respondió enseguida y, cuando quiso abrir la boca, Lucy volvió a interrumpirlo.

— ¿Puedes dormir por las noches? ¿Lo que has hecho aún no te pesa? Traicionaste a Kai y a Alba Dorada. Traicionaste a Keith, a los malasangres... me traicionaste a mí. ¿Sabes qué es lo que veía Sietes cuando cerraba los ojos? Veía a los hombres que ataste al muelle para que se ahogaran. Veía al padre que mataste en esa iglesia. A los que atropellamos. A los niños guerrilleros a los que el Perro les cortó la mano. ¡Niños, Fernando! ¿Qué te asegura que no estaban obligados a pelear? ¿Y si tenían a su familia presa? ¿Pensaste en eso alguna vez?

El Muerto decidió interrumpirla.

— Para ti es muy fácil decir eso. Siempre viviste en tu ranchito, sin que te tocaran un solo pelo. Tu mayor problema era que se te escapara un borrego del corral. Mi mayor problema era castigar a un malasangre por extorsionar a los niños de la Zona 2.

— Te equivocas - Lo interrumpió ella - Dos intentos de asesinado. Que llenaran de balas a Keith frente a mí, lo mucho que me esforcé alejando toda esta mierda de mi hogar... no tienes derecho a decirme que la tuve fácil, Fernando. La diferencia es que, en vez de matar niños, en mi casa les dimos comida y techo.

Y, dudando si escupir la última frase, Lucy volteó a verlo una última vez:

— Pensé que te habías vuelto alguien a quien admirar. Sigues siendo la misma mierda.

Dicho esto, Lucy siguió su camino por el corredor que conectaba aquél patio de vecindad con alguna otra calle. Pensaba marcharse y huir de regreso por donde vino. Lejos del Muerto. Lejos de sus mierdas. Lejos de todo eso.

El Muerto siguió ahí de pie hasta que un estruendo precedió a que la pila de escombros a sus espaldas se derrumbara. Correr no tenía sentido, pues otro malasangre le apuntó al cuello con una escopeta mientras otros tantos lo rodearon. El de la escopeta, rubio, con un tatuaje del extinto Quincunce en un hombro, y sonrisa de satisfacción, tan sólo dijo "llévenlo con la patrona" antes de que el Muerto recibiera un cachazo en la nuca, noqueándolo.

No supo cuanto tiempo transcurrió, pero cuando empezó a recuperar la consciencia, lo llevaban a rastras por un camino empedrado, las rodillas raspándose al contacto con los filos de aquellas piedras. Al parecer, estaban en uno de esos baluartes en la costa, vestigios de la época en la que Campeche tenía que defenderse de piratas y sus ataques por mar.

Lo dejaron caer de bruces al suelo. Aunque no había recibido heridas durante la pelea, se sentía abatido, incapaz de caminar por su cuenta si no lo llevaban cogido de ambos brazos, como si la miseria hubiese decidido poseerlo.

— ¿Es él, jefa? - Preguntó el rubio, con voz burlona.

— Gracias, Helio - Contestó una voz femenina que el Muerto reconocía a la perfección, aún después de tantos años - Verás, él es Helio Soto. Es de los pocos tenientes de Zeta que sobrevivieron a la purga en La Ciudad - Le contó ella al Muerto, quien aún no se atrevía a levantar la mirada.

Estaba rodeado, eso seguro. Además, aunque pudiera, jamás sería capaz de levantarle una mano a ella.

— ¿Qué pasa? ¿Después de tanto tiempo sin vernos, no piensas decirme nada? - Le preguntó Rose Valdez, miembro del Triunvirato que alguna vez asedió La Ciudad, le arrebató al Muerto el control de los Malasangres y, por lo visto, era una íntima colaboradora de Arze y su Armada Carmesí.

El Muerto no dijo nada.

— Bien. No creo que tengas nada importante que decirme. Alba Dorada de seguro sólo te decía lo que necesitabas saber. Debían saber a la perfección que, si ya los traicionaste una vez...

— Déjame quedarme... contigo.

Rose Valdez se quedó callada por un breve instante que, para él, se prolongó demasiado tiempo. El silencio lo rompió ella misma con una carcajada, burlándose de él.

— No me sirves, Fer - Contestó ella, con evidente desdén en su voz - Sin coraje, sin voluntad... al final, incluso decidiste volver a ellos.

— Puedo... puedo serte fiel. Por favor, acéptame - Suplicó el Muerto, todavía incapaz de alzar la mirada hacia ella.

— Qué asco - Respondió ella, más para sí que para él - Si ya traicionaste a ambos bandos una vez, ¿qué me asegura que no harás lo mismo después?

El Muerto entonces alzó la mirada y trató de incorporarse, pero alguien le puso la suela del zapato sobre la espalda, obligándolo a seguir en el suelo.

— Helio, desházte de él - Ordenó Rose - Pensaba que al menos iba a conservar algo de orgullo.

El Muerto se quedó esperando el disparo en la nuca, pero no ocurrió. Justo cuando estuvo a punto de intentar alzarse de nuevo, escuchó el sonido de una hoja de acero salir de su vaina. ¿Un sable? ¿Un machete?

— Agárrenlo - Ordenó la voz del rubio. De inmediato, varias personas lo cogieron de cada extremidad. El Muerto pensó que iban a cortarle la cabeza. Sin embargo, cuando le asestaron el primer machetazo, no pudo evitar gritar.

Quería vivir, no importaba si Rose lo había rechazado de nuevo. Quería vivir, quería...

— ¡AAH! - Gritó.

No era el Muerto. Era Fernando. Podía ser quien ella quisiera.

— ¡Por favor! - Gritó, poco antes de que le asestaran el tercer golpe.

Aquella tarde, la Puerta de Tierra quedó manchada con gritos y sangre.

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