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CAPÍTULO 4

   El jueves de esa misma semana, tal y como Paula había indicado a Jorge, se presentó en el ambulatorio de nuevo para volver a tomarse la tensión. Seguro que esta vez le saldría perfecta. Los médicos de su gimnasio lo tenían más que controlado, jamás le habían detectado nada anormal.

—Hola, señorita ¿Me puede anotar aquí en urgencias con la enfermera para que me tome la tensión?

—Por supuestísimo, no hay problema. La enfermera lo atenderá enseguida. No hay mucha demora, está siendo una tarde muy tranquila.

—Muy amable, entonces espero.

¿Otra vez? Ésto ya se está convirtiendo en un acoso. No puedo creer que otra vez esté el cretino aquí.

—¿Miguel Sanmartín? Pase, por favor.

   Esto no está ocurriendo como lo tenía planeado. Oh, oh, se avecinan problemas. No puedo controlar las reacciones de mi cuerpo cuando tengo a Paula delante. Se adivina el desastre.

—Vengo por lo de la tensión del otro día, ¿recuerdas?

—Pues no. Como usted comprenderá, pasan muchos pacientes por aquí. Me resulta imposible recordar lo que le pasa a cada uno de ellos, por eso tenemos esta herramienta tan útil llamada ordenador, para que no se escape nada.

   No tenía que haberle cambiado el turno a Silvia ¡Qué tonta!

   Paula hizo como que no le afectaba para nada la presencia de Jorge pero inevitablemente sus gestos expresaban todo lo contrario. Jorge lo notó enseguida, claro, pero él también se sentía influido por la enfermera de un modo muy especial. Él conseguía aparentar más tranquilidad, o eso era lo que creía, porque en cuanto Paula le tocó el brazo brevemente, para colocarle el brazalete del aparato para medir la tensión arterial, sus pulsaciones se aceleraron como una locomotora. Notaba la taquicardia como un caballo de carreras adelantando a sus adversarios y a punto de llegar a la meta. Pensó que en cualquier momento se le saldría el corazón del pecho y sintió la necesidad de llevarse la mano allí donde los latidos eran casi audibles sin fonendoscopio.

—¿Te pasa algo, Miguel? Te va el corazón muy rápido y para alguien que práctica deporte como tú a diario no es muy normal. Incluso veo que tienes dolor. ¿Estás bien?, ¿te ha ocurrido con anterioridad?

—Me encuentro bien, de verdad. Es que he notado un pinchazo y ha sido un acto reflejo llevarme la mano hacia el pecho, pero en serio, estoy bien. Lo de las pulsaciones tan altas será que acabo de hacer un ejercicio muy vigoroso justo antes de venir al ambulatorio. No he caído en la cuenta que quizás eso no era lo más conveniente.

   Un ejercicio muy vigoroso, un ejercicio muy vigoroso, a ver por qué este hombre no habla nunca claro ¿Viene de dar clases de Zumba o se ha "zumbado" a algún ligue suyo? ¿Pero por qué me importa a mí lo que haya hecho o haya dejado de hacer? Me va a volver loca. Con lo tranquilita que vivía yo antes de conocerlo.

   A ver, ¿qué hago? Si lo dejo irse así mi consciencia no me lo va a perdonar y esta noche no voy a dormir bien. Enfermera y profesional ante todo. Le hago un electro y punto. Con un poco de suerte estará sano como una manzana y le podré decir hasta nunca.

—Mira Miguel, no es que tenga un interés especial en verte sin la parte de arriba descubierta, pero te voy a hacer un electrocardiograma para descartar cualquier alteración del corazón ¿Estás de acuerdo?

—Claro, acabemos con esto cuanto antes. Estoy seguro que estoy bien.

   Me han hecho infinidad de electros en el trabajo, todos perfectos, pero no se lo puedo decir porque me dirá que le traiga uno y pone mi nombre y no el de Miguel. Bueno, que me lo haga y se convenza que estoy bien.

   En ese momento entró una compañera de Paula, Conchi, la enfermera del médico que estaba visitando las urgencias. —Paula, necesito que me dejes pasar aquí a un paciente mío. No lo veo muy fino y le quiero hacer un electro para que lo visite el Dr. Bertrán ¿Te queda mucho con este paciente?

—Le quería hacer un electro yo también.

—¿Paula, cariño, te importaría ir al cuartito de arriba a hacerle el electo a tu paciente? Así yo puedo pasar aquí el mío. Es que el señor tiene 91 años y me da penita volverlo a subir otra vez para arriba. No lo quiero marear, tú ya me entiendes.

—Claro, ya me voy yo arriba, pero te quedas tú entonces un ratito de enfermera de urgencias. Recuérdalo: si suena la alarma coge el maletín y el médico que coja el DEA y el ambú ¿Estamos?

—Claro, Paula, tranquila, será un ratito, no creo que tenga la mala suerte que suene la alarma durante tu ausencia.

   Jorge escuchaba atento la conversación de las dos enfermeras. Entendió que iban a ir a otro sitio para lo de la prueba que quería hacerle.

—Miguel, iremos a la planta de arriba para realizar el electrocardiograma. Mi compañera tiene un paciente que precisa este box. Acompáñame, será algo rápido, enseguida podrás marcharte.

Mmm, «algo rápido», pero no creo que estemos pensando en la misma cosa. Tiempo al tiempo.

—Procura subir pausado y sin correr, no quiero que te salga alterada la prueba por hacértela en el piso de arriba.

   Paula subió las escaleras por delante de él, tranquila, pausada, sin correr en absoluto, para que él hiciera lo mismo, pero a cada escalón que avanzaban la taquicardia de Jorge empeoraba; las vistas de la enfermera desde su ángulo eran una promesa al paraíso. Llevaba el pelo recogido en una coleta alta, muy cómoda y práctica, pero a Jorge se le ocurrían mil cosas que nada tenían que ver con eso.

   Al llegar al box, donde le tenía que hacer el electro, Paula sacó una llave del bolsillo, abrió, le invitó a pasar y cerró por dentro con llave también.

—¿Me encierras aquí contigo?

—Cierro siempre; la gente abre todas las puertas y no veo ético que un paciente esté tumbado semidesnudo y cualquiera pueda entrar y verlo. Pero si a ti no te importa, abro.

—No, no, me parece buena idea. Tú y yo solos y encerrados.

—No pienses lo que no es.

—¿Cómo sabes qué estoy pensando? Quizás porque tú estás pensando lo mismo.

—Déjate de tantas tonterías y quítate la ropa de cintura para arriba.

—Así me gusta, mi chica, valiente y decidida, sin preliminares, directa al grano.

—Miguel, basta ya, que no estoy para chorradas. No puedo estar tres horas aquí contigo. Quítate la ropa, cuélgala aquí y túmbate en la camilla.

—No hacen falta tres horas, mujer, con un ratito me conformo.

—¡Quieres hacer caso ya! Estás acabando con mi paciencia... —Voy, voy, que carácter, madre mía.

   Mientras Paula se ponía los guantes, Jorge se quitó la camiseta, la colgó donde le había indicado y se tumbó en la camilla.

—Ya estoy preparado, hazme lo que quieras.

   Qué calor tengo, este box es un horno, y tan pequeño que me falta la respiración. No puedo decirle que padezco de síncopes vasovagales y que si me desmayo no se asuste. Creo que estoy a punto de desplomarme. Estos pitidos me son tan familiares... Voy a sentarme, en el suelo, no me da tiempo, me encuentro mal ¿Se lo digo?

   De repente, Jorge vio como Paula se abalanzaba sobre él, pero no tal y como había deseado sino de una forma algo más alarmante. La cogió al vuelo, evitando que golpeara su cabeza contra los hierros de la vieja camilla, y le cedió su puesto para estirarla y evaluar su nivel de consciencia y respiración, cosas que había aprendido en un cursillo básico de socorrismo. Paula respiraba aunque yacía inconsciente y a él le pareció tan bella, tan indefensa, tan sensual... Le acarició un pómulo y le recogió un mechón de pelo detrás de la oreja. Tenía una piel tan suave. Sintió un deseo irrefrenable de besarla. Posó sus labios sobre los de ella, tan solo para notar su temperatura, su textura y percibir su olor. Paula abrió los ojos y al ver la cara de su paciente encima de la suya lanzó un chillido que lo dejó sordo.

—¡Sal inmediatamente de encima de mí! ¿¡Cómo se te ocurre besarme!?

—De nada, no hace falta que me des las gracias por evitarte el trompazo del día, señorita. Te has desmayado. Sé que causo esa impresión en las mujeres pero lo tuyo ha sido espectacular, casi te escalabras. Ah, por cierto, eso no ha sido besarte, el día que te bese te temblarán las piernas un mes y me pedirás que te vuelva a besar y no que me aparte de encima tuyo.

—Vete ahora mismo, Miguel, te has pasado de la raya, te llamará una compañera para hacerte el electro mañana mismo.

—No hace falta, me lo haré en el trabajo, será lo mejor para los dos.

—Sí, tienes toda la razón, será mejor para los dos.

   Y allí se quedó Paula, toda confundida, no tanto por el calor ni por el desmayo, sino por el desconcierto del roce de los labios de Jorge con los suyos y por no saber si él deseaba volver a verla tanto como ella a él.

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