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Recuerdos.

Castigos.

Encerrada. Aquella celda de barrotes dorados y luminiscencia extrema mantenía cautiva a Anael que ovillada en una esquina esperaba paciente su sentencia, tragando duro cada cinco minutos mientras sus manos temblaban contra su pecho, aterrada, parecía un cachorro perdido que no sabía qué haría con su vida. Observó a su alrededor, estuvo allí muchas veces, jamás pensó que ocuparía el lugar de los ángeles traidores, pecadores, corrompidos y despreciados, sollozó quitando las lágrimas negándose a pensar negativa porque tenía la esperanza de poder convencer a Dios y a sus hermanos de que no había hecho algo tan terrible, que podía seguir siendo quien era o que al menos, la dejaran marchar; si era necesario entregaría sus alas, sus dones, todo lo que fuera parte del Cielo porque no lo necesitaba, solo quería estar junto a su rey demonio, nada más.

Cerró los ojos un segundo recordando su primer beso, la forma en que se sintió y sonrió en grande porque no había elixir de vida más importante y poderoso que esos toques. Las caricias. Eso que sentía por el diablo era todo lo que necesitaba para seguir adelante. Solo eso.

—Ann —la voz de su mejor amigo la espabiló, levantó la vista sorprendida y de un salto estuvo pegada a los barrotes viéndolo llorar por verla ahí. Se tomaron de las manos—. ¿Por qué? No puedo creerlo.

—Gabriel, estás aquí —sonrió un poco queriendo tener algo de alegría en ese instante—. ¿Qué es lo que sucede fuera de las celdas? No me han dicho nada desde que me trajeron aquí.

—No estoy seguro, sabes que solo soy un custodio, pero se preparan para la sentencia, te van a juzgar los Serafines y Querubines en compañía de los Guardianes, el resto no estamos invitados a ello, no sé más —explicó por lo bajo.

—¿Padre? —preguntó asustada.

—No sabemos nada de Él, parece que no predecirá esto, las sentencias son a cargo de los ángeles de la Primer Jerarquía, los más poderosos —desvió la mirada, relamió sus labios y volvió a su amiga—. ¿Por qué lo hiciste? ¿No eras feliz? ¿Cómo es que ese ser te engañó así? Creí que nunca te dejarías seducir por las tentaciones.

—Oh, Gabriel —se carcajeó bajo, en sus ojos se veían pequeñas estelas rojizas productor de las energías negativas que llevaba dentro—. ¿Qué me hizo? ¡De todo!

—Ann, por favor... —pidió al verla retroceder con una sonrisa perturbadora, no entendía por qué se comportaba de esa manera pero estaba seguro de que se trataba de haber sido corrompida.

—Soy un puto demonio, me encanta —pasó su lengua por los colmillos—. ¿No te gustaría probar? —se acercó para tomar con rapidez la mano del ángel—. ¿No has pensado en todo lo que podría hacerte un demonio si se lo propusieras?

—¡No hables así! —gritó, con los ojos llenos de lágrimas porque le resultaba desgarradora la escena. Nunca siquiera la consideró.

—Lo siento, olvidé que lloras de pronto —Anael rió—. Me estoy transformando, digo imbecilidades, no lo tomes personal... —mantuvo el silencio hasta dejarse caer de rodillas sobre el suelo al darse cuenta de que no podía dominar lo que le sucedía, la transformación—. Voy a morir, es por eso por lo que estoy muy asustada, pero, si tengo alguna oportunidad, por favor, no me olvides.

—No, no digas eso —el pelinegro lloró desesperado abrazándola a través de los barrotes—. Te amo, tonta, siempre serás mi mejor amiga.

—Gracias, por favor, cuídate —devolvió el gesto temblando, sus ojos fueron a la silueta de Jhosiel que los veía en la entrada de la celda.

—Gabriel, tienes que irte, tengo que hablar con ella —Jhosiel pronunció por lo bajo, el custodio salió de inmediato aguantando el sollozo. El recién llegado observó a la jovencita frente a él y suspiró—. Como guía, tengo que decirte lo que va a suceder ahora.

—S-Sí —murmuró.

—Te van a llevar a la Sala del Silencio, allí es donde se presiden los juicios y donde se dictará tu sentencia —ambos se observaron—. ¿Puedes responderme algo?

—Claro —asintió.

—¿Qué fue lo que pasó? —frunció el ceño.

—Me enamoré de Imonae, lo amo como no he amado a nadie, más de lo que amo a mis hermanos, más de lo que amo a Padre o a mí misma. Lo amo más que a la humanidad, será así por siempre, a través de los milenios, nunca va a existir otro que lo adore como lo hago yo —sonrió feliz—. Nunca. Me ha hecho feliz de formas que no tienes idea y lo repetiría una y otra vez, me uní a él cuando quise y no me arrepiento.

—Ya veo —asintió entrelazando sus manos con las de Anael—. Cuando te vi tan feliz, quise preguntarte, saber qué pasaba en tus misiones pero creí que estarías bien porque se trataba de ti.

—¿Por qué lo dices de esa manera? Parece que quisieras culpar a Imonae de todo esto y no es así, los dos nos enamoramos, tomamos decisiones y no nos arrepentimos —Ann bajó la mirada—. Tal vez para todo el mundo esté mal, sea algo poco de concebir, pero es así; amar no puede ser un pecado cuando es genuino, no importa el lugar de procedencia, el color de piel, lo que creo o lo que no cree, si te hace feliz, si es para ti un lugar seguro y te hace ser mejor, entonces, es tan correcto como lo es respirar. Es natural, se da solo y no puedes condenarlo porque no lo entiendes, el problema es tuyo no de los demás.

—Entiendo. Suena tan bonito, y lamento tanto que esté pasando todo esto, de verdad. Si pudiera hacer algo, lo haría —suspiró con pesar—. Pase lo que pase, sé fuerte.

—Lo haré —susurró, Jhosiel se retiró, la habitación quedó en silencio y ella regresó a su rincón para soñar con su demonio y sus amigos del averno—. Prometí quererte para siempre, nunca hubo dudas en mí, Imonae, pero el destino tuvo planes diferentes para nosotros, espero que me puedas perdonar por no poder darte todo el tiempo que te quería dar.

Cuando todo estuvo preparado para la sentencia, Castiel y Zadkiel se encargaron de escoltar al Serafín por los corredores, con sus manos atadas y sus alas bloqueadas impidiendo el vuelo, todos los presentes observaron la situación con congoja, no era algo común que sucediera. En menos de lo que esperó, Anael atravesó el umbral de la Sala del Silencio observando a su alrededor, Serafines y Querubines esperaban por ella vistiendo sus prendas características, sus espadas y arcos, guerreros en los laterales evitando cualquier salida. No había escapatoria, era hora de afrontarlo todo.

Ann fue dejada en medio de la sala, pensó que era la primera vez en que se sentía pequeña allí, sin importar el porqué de su estadía en ese lugar, se sentía desnuda ante todos, sin la forma de defenderse, no había algo que decir al respecto, no había mentiras que salvaran la situación, sería sincera.

—Estamos todos reunidos aquí para poder tratar este caso —la voz de Rafael se escuchó y ella lo observó—. Debido a que cargo con las Cadenas Divinas me veo en la obligación de ser quien imparte justicia y quien se encarga de esta sala.

—Las cadenas no te pertenecen, ¡Tú no eres un Ángel de Justicia! —gritó Anael.

—Ni tú —sonrió—. Pero me fueron conferidas por este lugar cuando las despreciaste y dejaste atrás tu misión y propósito.

—No hice algo así, no las desprecié —negó.

—¿No? ¿No las dejaste porque te hacían daño? ¿Acaso no te hirió atravesar nuestra barrera cuando en el pasado jamás sucedió? —preguntó, antes de que la joven respondiera prosiguió—. ¡Se te encomendó acabar con el mal y fuiste a serle de juguete a Imonae! Procederé a decirte los cargos; traición, deserción, fornicación, pecados cometidos como lujuria, gula, pereza; decepcionaste a Nuestro Padre.

—¿Que pueden saber ustedes del mal y el bien? ¿Qué les da el derecho de juzgarme cuando apenas han salido de aquí para sobrevolar la Tierra? No saben nada, ni de la vida ni de sus misiones —bramó Anael con impotencia, no sentía que fueran quienes debían castigar sus supuestos errores—. Yo no soy lo que ven, no soy un demonio, no pequé por gusto, soy un ángel que ama, amo con locura a Imonae y jamás van a poder cambiarlo, y si me van a castigar por no golpear, matar o herir a un demonio, por buscar paz, igualdad, por verlos más allá de su superficie, entonces, ustedes son los que están mal.

—Veo que estar en el Infierno te ha dado la labia de un demonio, casi me convences —asintió Rafael, el resto de los presentes cuchichearon entre ellos—. Si estuvieras dispuesta a no volver más al Infierno y quedarte a mi lado donde serás cuidada y llevada por el buen camino, podríamos reconsiderar tu castigo.

—No —sonrió en grande—. Prefiero quemarme viva, por toda la eternidad, antes que tener algo que ver contigo.

—Bien —apretó los puños el guerrero, con odio ante la respuesta negativa—. Yo, en nombre de la Justicia de Nuestro Señor y los principios que han sido enseñados por su mano, te sentencio a una eternidad en la Sala del Silencio, privada de dones, de cuerpo y de tu voz. No volverás a hablar, a sentir o a vivir fuera de una crisálida.

Anael jadeó asustada, eso solo significaba fragmentarla, quitarle su cuerpo, matarla de tal forma que no quedara en ella más que un simple cascarón que no serviría de nada. Sus ojos se empañaron de inmediato, su corazón latía desbocado preso del pánico e instintivamente retrocedió unos pasos siendo retenida por dos guardianes que evitaban verla a los ojos; la arrastraron contra su voluntad hacia una tarima donde la forzaron a arrodillarse y terminó con el rostro contra la misma, podía escuchar los pasos de todos y sus ojos iban de un lado a otro buscando con qué distraerse para no llorar.

El báculo de Rafael se posó en la unión de sus tres pares de alas, tragó duro respirando de manera agitada, iban a quitárselas de cuajo y eso le desgarraría el alma, perdería una parte de sí, una extensión de sus sentidos. Cerró los ojos con fuerza cuando la punta del arma se incrustó en su carne, sus dientes chirriaron por la presión que ejercía en ellos, pero no terminó allí, sintió las manos del guerrero comenzar a arrancar con extremada fuerza una a una sus alas y no pudo evitar gritar de dolor, sus alaridos se hicieron escuchar en todo el Cielo, los guardianes tuvieron que someterla entre varios porque luchaba por liberarse. La primer ala fue sacada de la espalda a medias y colgó desgarrada hacia afuera, siguieron las otras cinco... Anael no podía respirar, abatida se dejó caer sin más cuando la liberaron, podía sentir un líquido caliente emerger de su herida.

—Como parte de la sentencia se te quitará la voz que Padre te confirió para traer paz a quienes la oyeran —Rafael se posicionó sobre Anael obligándola a voltear y verlo, la ojiplata dejó ver una mueca cuando su espalda tocó la superficie sólida.

—Por favor... Por favor... —ella lloró—. No. No lo hagas, Rafael, no me hagas esto.

—No hay opciones para ti, Anael —soltó sin más preparándose.

—¡¿Por qué me haces esto?! —gritó enfurecida, gruñendo—. ¡No vas a poder acallarme, no me vas a silenciar por siempre! ¿Me escuchas? ¡Voy a gritarlo a todo el mundo, los cuatro vientos sabrán que lo amo como a ninguno y tus putos castigos jamás van a detenerme! ¡No me vas a detener!

—Bien, serán los últimos gritos que des —la tomó por el cuello para inmovilizarla—. He hecho esto antes, tranquila, no durará mucho.

—Te odio tanto... —susurró como pudo, sus ojos volviéndose rojos como la sangre y le sonrió de la forma más cínica y perturbadora que jamás pudo ver el guerrero.

Los dedos del arcángel se cerraron alrededor de la tráquea del ángel con fiereza y sin titubeos, presionó una y otra vez mientras de su mano irradiaba luz verdosa, Ann se quedó sin aire y abrió los ojos aterrada para sentir finalmente los dedos ajenos atravesar su cuello y quitar del mismo una esfera luminosa dorada que destellaba luces azuladas; a continuación, Rafael atravesó su espada en el corazón del Serafín causando un escándalo en los presentes que no se esperaron que lo hiciera de esa manera; sonrió de manera disimulada viendo a su pequeño amor ahogarse en su propia sangre, apagarse de manera inmediata.

El cuerpo sin vida de Anael se iluminó con fuerza para desvanecerse en millones de bolitas de colores dejando paso a su alma, la Sala del Silencio se estremeció asustando a varios y la crisálida emergió en el fondo de esta, todas las cadenas presentes en los guerreros cobraron vida de la nada enredándose en el alma que se fragmentó en dos, la parte más importante, la del Serafín de Justicia quedó enganchada a lo que lo aprisionaba por su castigo impuesto y la otra pequeñísima parte se volvió un diminuto pedacito de alma humana. Tal y como Anael había deseado tiempo atrás.

—Qué extraño —susurró Zadkiel viendo aquello con ojos incrédulos.

—Debió desear poder tener otra oportunidad, es lo menos que podemos darle —Castiel se acercó—. De todas formas, no tendrá recuerdos, poderes, habilidades, nada que la conecte con este mundo, vivirá vacía por siempre. Que se vaya —el guerrero vio la parte humana alejarse lento hacia los portales humanos, donde esperaría hasta que su turno de vivir en la Tierra llegara.

—Sigue consciente —Zadkiel observó la parte del Serafín que los veía con los ojos abiertos a más no poder llena de odio, de sed venganza.

—No es de extrañar, es muy poderosa como para que duerma —agregó Rafael, se acercó para sonreírle—. Espero que puedas recapacitar, yo cuidaré de tu preciosa voz.

El alma fue arrastrada hasta la crisálida, aun así siguió luchando, siempre con la mirada clavada en la salida, esperando ver a Imonae ingresar por allí. Eso nunca sucedió. Finalmente el capullo luminoso aprisionó al Ángel de Justicia, lo sumergió en el más grande de los castigos; la soledad, el silencio, la incapacidad de poder huir de su último recuerdo. Por toda la eternidad reviviría una y otra y otra y otra vez su separación con Imonae.

Gabriel y Jhosiel se desmoronaron en llanto al saber que Anael había muerto, pero nadie habló sobre su sentencia ni sobre lo que sucedió en esa Sala porque era secreto entre quienes juzgaban, no se divulgaba nada de lo dicho o vivido. Ambos ángeles no volvieron a ser los mismos, nunca más, perder a la chica de ojos plata fue el dolor más grande que se sintió en el Cielo e incluso Dios lloró en silencio y desgarradoramente, pero sabiendo que estaría a salvo al haber sido dividida, la Sala cuidaría de su salvadora el tiempo que fuera necesario y Gabriel se convertiría en el custodio de Ann cuando tuviera oportunidad de reencarnar en una humana. Jhosiel la sabría guiar.

Todo estaba escrito, calculado meticulosamente, pero no quitó que desgarró a las legiones, fragmentó las uniones y dejó expuestas las verdaderas caras de sus ángeles.

No volvió a nacer un ángel con los dones de Anael ni con una apariencia como la suya, aun con los esfuerzos y deseos de Dios, jamás hubo otro siquiera similar. Y su hermosa voz quedó guardada en lo más recóndito del corazón de su Padre.


Aquí terminan los recuerdos de Anael.

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