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Recuerdos.

Un hasta siempre no es mucho.

Haber dejado el Cielo fue tortuoso para Anael, apenas había llegado al Infierno le contó todo a Imonae, todo lo que había hecho y sobre lo dicho por Rafael. Ya no había vuelta atrás, ahora más que nunca estaba realmente perdida sin poder regresar con los suyos, era un hecho, había dejado las Cadenas Divinas en su respectivo lugar, se despidió de todos a su manera y era ya un ángel caído, en especial porque sus plumas se tornaban grises con mayor rapidez que antes. Ya de nada servía arrancarlas.

Imonae se preguntaba qué estaba pasando con los ángeles pues no había recibido ataques o intenciones de un trueque y es que cuando un celestial de gran rango era corrompido sus pares iban por él al Infierno pero nadie sabía qué sucedía luego. Solo se encargaban de no dejar grandes poderes o conocimientos en manos de los demonios y eso era lo que aterraba al rubio, ¿Se llevarían a Anael? ¿Qué pasaría? ¿Qué debía esperar de toda esa situación? Si debía ser sincero, nunca se esperó que la excusa de la reunión haría a su ángel tomar la decisión más importante de su existencia, sorprendido, asustado, atónito, todo a la vez embargaba al rey demonio y no podía hacer más que esperar y acompañarla en su proceso de transformación y aceptación.

Ser un ángel de pureza tan alta como lo son los Serafines lleva un gran proceso de adaptación y cambio de sus energías positivas a negativas cuando caen de la Gracia Divina. Por ello se sienten perdidos, débiles o eufóricos, podían tener cambios de conducta abruptos, se descontrolaban en lo que sus cuerpos se adaptaban a las energías demoníacas que comenzaban a producir, las almas se apagaban o enardecían deseosas de más poder —dependiendo del pecado que los hubiera hecho caer—. Y por ello Imonae se encontraba junto a Ann que, tendida sobre la cama, se quejaba de su condición.

—Tranquila, pasará pronto —susurró el diablo besando los labios de su ángel, quien por supuesto no lo dejaba marcharse apresándolo entre sus piernas—. Ann, suéltame.

—No —negó observando el techo del cuarto oscuro, ladeó la cabeza—. Deberíamos salir, estoy tan cansada.

—Si lo estás debes descansar —comentó viéndola, sus ojos platinados portaban estelas rojizas—. Iré a ver a Glhor, quiero saber si tiene novedades.

—Bien —lo liberó incorporándose para caminar por el lugar como animal enjaulado, arrastrando sus alas sin ganas siquiera de plegarlas—. Vete y déjame sola, de todas formas me estoy pudriendo aquí.

—Oye —Belce la observó desde una de las esquinas con semblante molesto, había estado presente todo el tiempo en caso de que las cosas se pusieran difíciles con ella.

—Déjala, es normal, está teniendo problemas consigo misma. Dirá cosas hirientes, va a desquitarse con todo el mundo —murmuró Imonae, tranquilo—. Se comportará como un demonio.

—Esto es todo tu culpa —sonrió Anael viéndolo de manera retadora pero sexy a la vez—. Tú me has hecho esto, ¿No lo ves? Conseguiste lo que querías, que descendiera del Cielo y me hincara a tus pies, ¡Felicidades, amor! —se carcajeó pasando sus brazos por el cuello del rubio que desvió la mirada—. Me follaste como querías, se sintió bien, ¿Verdad? Claro que sí, lo hicimos muchas veces.

—Imbécil —Glhor la jaló hacia atrás aventándola al suelo para tomarla del mentón—. No seas estúpida, controla esa lengua viperina que tienes porque no eres la única que sufre, ¿Oíste? Tan poderosa y tan fácil de tirar al suelo por la oscuridad, ¿Dónde está tu control?

—¿Quieres que te diga donde putas tengo el control? —sonrió acercando su rostro—. ¿O te lo demuestro?

—Anael —el rubio se acuclilló a su lado—. Sé que la transformación es dolorosa, que escuchas las voces de demonios en tu mente, que te hacen decir y hacer de todo, pero tienes que entender que no has dejado de ser tú, ¿Acaso no fuiste tú la que me dijo que amarme no era malo? ¿Acaso no fuiste tú la que dijo que era tu elección quedarte aquí conmigo y que no cambiaría quién eres? No dejes de ser mi ángel a pesar de que no pertenezcas al Cielo ya.

—Imonae... —susurró parpadeando un par de veces, las estelas rojas de sus irises desapareciendo poco a poco—. Me volveré loca, mi cuerpo se siente tan extraño ahora mismo...

—Por naturaleza combates la oscuridad, una lucha entre el bien y el mal en tu propio cuerpo hasta que uno gane, has caído, ser demonio es lo que te espera, pero si no lo aceptas, no podrás sobrellevar mejor esa transición —suspiró—. Perdóname, no quería esto, de verdad que estoy arrepentido de haberte siquiera mirado de otra forma, no quería que terminaras con esta vida inmunda que llevo.

—Solo quédate conmigo —sollozó aferrándose a él—. No te arrepientas de mí, porque te amo.

—También te amo —asintió besando su mejilla.

—Gracias —Anael observó a Glhor—. Por detenerme.

—Lo haré cada vez que lo necesites, somos amigos —sonrió de lado—. Y él, es mi amo, no puedo dejarte herirlo. No tú, no seas tú quien lo haga.

—No lo haré —negó cerrando los ojos, posando su frente contra el hombro de Imonae que suspiró cansino—. ¿También pasaste por esto?

—No, jamás —el rey demonio suspira recordando aquellos tiempos—. Los ángeles sufren esto porque se niegan en cierto punto a terminar de caer, porque su luz quiere dar pelea, pero yo, nunca me arrepentí, nunca dudé, nunca negué quien soy. Anael, yo soy el primer pecador entre los celestiales, soy el origen de todo, por mí es que ustedes pasan por esto.

El proceso era diferente para cada ángel, algunos se transformaban de inmediato, otros sufrirían un considerable tiempo o morían no pudiendo soportarlo. Anael lleva lo que podemos decir que es una semana en tiempos terrenales y se está volviendo loca con ello.

Abre los ojos de manera abrupta, se incorpora buscando con la mirada a Imonae pero no se encuentra en ese cuarto, suspira llevando sus rodillas la pecho mientras traga duro, ¿Qué pasa con ella? ¿Por qué no acaba esa tortura? ¿Por qué no termina de dejar de ser luz y volverse oscuridad? ¿Por qué parece luchar contra todo y a la vez nada? Está asustada, teme, pero sabe que es necesario para poder seguir con Imonae, pero... Ah, su hermoso Imonae, su amado rubio, es lo único que la mantiene tranquila y sin embargo, cuando no está presente, lo odia por dejarla sola.

"Anael, deberías matarlos a todos..."

—No —susurró.

"Para ser un demonio tienes que derramar sangre, devorarlos a todos, consumir sus almas hasta que no quede nada..."

—¡Cállate! —gritó cubriendo sus oídos, sabía que esa voces eran producto de las tentaciones y del suceso que estaba viviendo—. No voy a hacerles daño, yo no soy así... No soy así...

—Ann —Belce se acercó a ella tras escucharla—. Tranquila, lo haces bien.

—Necesito salir de aquí —murmuró.

—Tienes que quedarte —suspiró.

—No —lo empujó con fuerza para extender sus alas y lanzarse al vuelo a través de la ventana del cuarto.

Abandonó el palacio demoníaco con gran agilidad, sintiendo el aire en su rostro, siendo algo que necesitaba. Sobrevuela por todo aquel páramo extendiendo sus brazos, dejando que su mente se desestrese y respira cansada pero aliviada, quedarse encerrada mientras todo su cuerpo se transforma no es bueno, la sofoca de manera abrumadora; sin esperar más y sabiendo que Belce no puede seguirla atraviesa la primer grieta dimensional que ha encontrado, las maneja como le place debido a su trabajo y sus pensamientos evocan el lugar donde se siente a salvo, donde es libre y no hay dolores, donde come fruta y juega, donde puede dormir entre la hierba, donde lo espera su rubio cada día. El prado la recibe y apenas posa los pies se deja caer entre las crecidas espigas de trigo, suspira, el sol acaricia su rostro, sus brazos y manos, la calidez embarga su físico y solloza un poco por lo bien que se siente, las yemas de sus dedos tocan debajo de la hierba, el aire refresca su tez y revuelve sus cabellos, allí es donde le gustaría vivir por siempre.

Si tuviera otra oportunidad en otra vida está segura de que elegiría ser una humana, sin Cielo, sin Infierno, sin responsabilidades que acongojen sus emociones. Quiere amar libremente, comer delicias, viajar, preparar exquisiteces por su cuenta, besar, hacer el amor, beber vino y reír sin un motivo aparente; quiere pecar, arrepentirse, dudar, aprender y caer, levantarse una y otra y otra vez sin temer a ello, quiere tener padres, disfrutar de un abrazo mundano, llorar con una experiencia agotadora, gritar de frustración y golpear por enojo, celebrar un logro con jolgorio e imaginar las múltiples posibilidades a su alcance. Todo ello sin tener que ser un ángel, sin someterse a lo que implica una misión y no, no la malentiendan, ha amado servir a Dios, ser parte de algo tan glorioso como aquello y ha sufrido en el Infierno por tener que dejar ir lo que es, ha amado como loca a Imonae y añorado desgarradoramente a Jhosiel y Gabriel los últimos días, solo queda vivir tranquila como un humano, sería ese su mejor y más grande deseo. Solo existir.

Cubre sus ojos con el brazo a la par de que su respiración es errática, se siente un poco mejor, espera que su lado angelical se apacigüe para poder regresar con su ángel caído y seguir su vida. Relame sus labios por mera casualidad notando que sus dientes incluso están cambiando, parecen colmillos y no dudó en tocarlos con uno de sus dedos, ¿En qué va a transformarse? No lo sabe, pero qué más da ya. Sus ojos platinados observan el sol, no le afecta la luminiscencia de este y en cierta forma le recuerda la primera vez que abrió los ojos, así fue como reconoció a su Padre.

—Padre... —susurra con serenidad, antes de que pueda seguir metida en su mente algo la alerta, la brisa se vuelve violenta y en menos de lo que piensa ya se encuentra de pie observando a su alrededor—. ¿Quién está ahí?

—Lo sabes bien —la voz de Castiel la hace voltear de nuevo encontrándose con el guerrero, con Rafael y una legión—. Anael, sabes que has cometido un error, estás a tiempo de enmendarlo.

—¿Enmendarlo? —frunció el ceño.

—Debes venir con nosotros, no podemos dejarte ir, eres demasiado importante en nuestro mundo, sé dócil y terminemos con esto de una buena vez —Rafael la observó sin expresión alguna.

—Estamos aquí para escoltarte de regreso al Reino Celestial donde serás juzgada por tus pecados y crímenes —habló Castiel, observando serio pero destrozado a la chica frente a él.

—¿Crímenes? Ja, no me hagas reír —se carcajeó, sus ojos centellaban algunos tonos rojizos—. ¿Cuáles crímenes crees que he cometido?

—Ann, por favor, no hagamos de esto una masacre —negó—. Quiero tener piedad contigo.

—Púdrete y cómete tu puta piedad —sonrió en grande de manera cínica.

—No nos dejas opción, vendrás con nosotros de una forma u otra —demandó Rafael adelantándose unos pasos.

—Ni muerta —negó apretando los puños.

—Vayan por ella, ¡Tráiganla a como dé lugar! —ordenó el arcángel y la legión se levantó contra el Serafín.

Anael se alzó en vuelo mientras sonreía encantada con el hecho de poder descargar toda su frustración y mal sentir con todos esos enemigos. La batalla se desató de inmediato con cada celestial enfrentándose ella que usaba sus alas para protegerse de los golpes, daba giros en el aire lanzando sus plumas como cuchillas y antes de que pudiera siquiera sentir cansancio por el esfuerzo los demonios emergieron de entre las plantaciones para defenderla sin más, Imonae se irguió ante todos con sus alas listas para surcar los cielos; Rafael sonrió tomando las Cadenas Divinas mientras los guerreros de Castiel se posicionaban a su alrededor listos para usar los poderes de la luz contra el séquito de demonios.

—Desiste, Anael, es mejor que aceptes venir con nosotros por las buenas —demandó.

—Eso no va a ser posible —Imonae les cortó el paso—. Es mía, se queda conmigo.

—Tú, asqueroso y vil demonio, tal vez pudiste seducirla, pero no te dejaré quedarte con ella de todas formas —escupió Rafael no queriendo dar el brazo a torcer—. Me la llevaré, de una u otra forma y te vas a sumergir en la miseria que debes.

—Te arde el alma sabiendo que no pudiste tenerla, ¿Verdad? Te destroza por dentro no poder aceptar que jamás te amará —el rubio se lanzó contra el guerrero enfrascándose en una pelea con espadas, o bueno, él con garras.

Pronto la masacre dio lugar en ese campo de trigo, la hierba era manchada por sangre y por fluidos de los demonios, ángeles heridos y muriendo con tal de defender un ideal. Castiel, Zadkiel y el resto de los guardianes se posicionaron en filas para hacer que sus cuerpos liberaran el poder de la Luz Divina, esta se expandió por todo el lugar quemando a cada demonio que se atravesaba en el lugar, Imonae no se salvó de las heridas aunque se cubrió a sí mismo y a Glhor con sus alas, cayó al suelo estrepitosamente, sus bestias retrocediendo entre alaridos y quejas y fue Anael quien les hizo frente a los celestiales usando el mismo poder para contrarrestar sus efectos, pero terminó hiriéndose a sí misma y más a los que querían protegerla.

—Amor —Imonae llegó para ayudarla a incorporarse, fueron golpeados de manera salvaje para ser separados, cada uno cayó en dirección opuesta.

—Encárguense del pecador, yo voy por el diablo —dijo Rafael encaminándose al rubio dispuesto a todo, las cadenas en su cintura fueron tomadas entre sus manos, iba a pelear con todo lo que tenía.

Ann se incorporó con premura algo mareada por el golpe, observó a su alrededor notando a los guerreros rodearla y supo que iban a capturarla, no tenía oportunidad contra ellos, no podía hacerles daño, eran sus hermanos, ¡Estaba débil físicamente, esta no era ella! De todas formas se preparó para lo que fuera, él tenía un entrenamiento, antes de que sus poderes afloraran había recibido la misma forma de defenderse que los demás ángeles, era fuerte, era valiente, afrontaría el problema como debía hasta el final, sin importar nada.

El primer golpe llegó y supo detenerlo escudándose con sus alas, pero dolió como la misma mierda. No se quedó inmóvil, dio un puñetazo, otro y otro haciendo retroceder a su enemigo, luego fue empujada por otro ángel, detuvo dos espadas pero recibió un puño en su rostro y trastabilló hacia atrás; escuchó sonidos metálicos cuando una cadena se enredó en su cuello inmovilizándola, luego en sus manos y piernas, sus alas cayeron al suelo arrastrando con fuerza por el peso en las mismas, estaban por todos lados, esas cadenas las reconocía de los guerreros, eran las que arrastraban a los demonios sin piedad.

—No forcejees, será peor para ti —habló uno de los guardianes.

—¡Suéltame! —gritó por el dolor, sentía su cuerpo quemar.

Un alarido gutural se escuchó mientras trataban de arrastrar a Anael hacia la grieta de dimensiones entre forcejeos y peleas, buscó con la mirada a Imonae para encontrarlo resistiendo los ataque de varios ángeles y las condenadas cadenas que portaba Rafael reprimiéndolo con todo su poder celestial. El rubio estaba herido pero seguía dando pelea, Belce detrás del rey le aportaba energía para sanarlo pero no era suficiente, nadie podía resistir la fuerza que implementaba la Sala del Silencio a través de las letales armas, Ann lo sabía, no podía soportar ver a su amor sufriendo por protegerla.

—¡No! ¡Por favor! —ella gritó avanzando unos pasos llevándose consigo a varios ángeles pero no pudiendo llegar más allá. Desesperada, solo podía intentar usar lo último que le quedaba de su luz—. Funciona, por favor, por favor, déjame salvarlo, déjame hacerlo, Padre, te lo imploro, piedad para Imonae...

Los ojos se Anael se iluminaron por última vez sintiendo el poder de su ser solo para que su cuerpo liberara una gran estela luminosa que colisionó con todos los demonios que estaban a su alrededor, incluyendo a sus amigos que fueron arrastrados metros lejos de todos los celestiales de esa forma resguardándolos de sus ataques; entre jadeos y cansancio Ann cayó de rodillas, observó a su rubio tendido en el suelo con su sirviente a la espera de saber qué carajos debía hacer. Rafael la tomó por los cabellos de la nuca arrastrándola consigo hacia la grieta y no se resistió, así nadie corría riesgos.

—¡Anael! —gritó Belce avanzando unos pasos, incrédulo, ¿Qué había pasado?

—Está bien —susurró con una débil sonrisa, viéndolo hacerse pequeño en ese prado—. Cuida de él, volveré pronto, voy a enmendar esto.

—Pero... —y el sirviente vio a la legión atravesar el portal llevándose a la prisionera consigo. Esa fue la última vez que los seres del averno vieron a Anael con vida.

Para cuando Imonae recobró la consciencia y se encontró con todo el campo destrozado siendo testigo acérrimo de lo ocurrido horas atrás se dejó caer al suelo arruinado, desgarrando su garganta en un grito de agonía porque se la habían llevado, le quitaron a su ángel, no pudo salvarla de sus propios pares, le falló al único ser que volteó a verlo con detalle. Su amada Anael, su precioso ángel, desapareció del universo dejando en el diablo la mayor de las desolaciones, el más frío dolor, el desierto de soledad se regó en su ser y lloró partiéndose en miles de fragmentos durante mucho tiempo.

Imonae regresó a ese prado, día tras día durante muchos siglos, esperando a su ángel. Que regresara a él.

Nunca más supo de Anael.



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