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Recuerdos.
El dolor también es un don.
Nunca nadie se espera las más grandes dificultades, no sabes cuando aparecerá una prueba de fuego que va a marcarte el camino, la que hará que prestes atención, que veas lo oculto dentro de tu mundo y comprendas más de ti. Las pruebas más difíciles, las más extrañas y a veces menos comprendidas son dadas a los guerreros más capacitados pero no cuando ellos creen saberlo todo y poder con ello, sino cuando más vulnerables son, cuando se sabe que lo que tengan que enfrentar va a dolerles, va a marcarlos, va a hacerlos fuertes, va a sacar de sus entrañas lo que verdaderamente son en realidad... Ese día así sucedería, pero nadie tenía idea de que podrían presenciar uno de los peores sucesos en pleno Reino Celestial.
Entre todos los ángeles más longevos se encontraba uno que siempre había destacado, aquel que poseía un rango de Potestad, que siempre era buscado por los más jóvenes para tener perspectivas, consejos, aquel que siempre escuchaba atento a Jhosiel, el que entrenaba con Caiel, un ángel cuyo perfil tranquilo y lleno de amor le dio el rango que ahora tenía en su haber, porque como guerrero no serviría si no podía levantar una espada contra otro aquel ser tenía un nombre precioso, Haniel, un ser tan pacífico, tan cálido, tan carente de carácter fuerte que parecía destilar amor y pureza donde fuera, él era especial para todos sus hermanos, era amado por todos ellos.
A pesar de ser un ángel con tamañas cualidades, con tanto amor a su alrededor, con tanto que dar a su prójimo y al mundo, estaba muriendo lentamente y no decía nada al respecto. Desde hacía más de un siglo, el ángel luchaba contra sus propios demonios, contra esos pecados que se lo estaban llevando sin piedad a lo más profundo de su propio averno, el mismo Infierno se quedaba pequeño al lado de todo lo que sentía el celestial a causa de sus pensamientos impuros, de sus pecados atroces, de aquellas acciones disfrazadas lo mejor posible e incluso, luchas que tuvo consigo mismo al punto de autolesionarse con tal de detener su mente caótica y su alma oscurecida y varios de sus pares lo notaban. Ya no sonreía como antes, ya no causaba buenas sensaciones en los demás, dejó de hablar de manera paulatina y solo se limitaba a hacer su trabajo como si fuera una máquina.
Dios estaba preocupado por él pero Haniel no quería acercársele, prefería estar solo y su personalidad introvertida y serena parecía camuflar todo lo que realmente le estaba sucediendo, nadie se dio cuenta, ni siquiera Rafael.
Nadie.
Hasta ese fatídico día...
Anael y Gabriel platicaban tranquilos mientras el aprendiz de custodio contaba su última aventura con su instructor, la de cabellos mentas lo escuchaba atenta, fascinada, cual niña que se le relata la más maravillosa de todas las obras fantasiosas; sus ojos no podían brillar más por la fascinación que sentía con todo lo que su amigo le decía entre sonrisas y exageraciones propias de su pasión novata en todo el mundo de los humanos. Parecía que sería otro encuentro de charlas, como siempre, hasta que algo llamó la atención de la ojiplata que se puso de pie de pronto observando a todos lados, sentía su piel erizarse, sus alas se crispaban y de pronto no se sentía tranquila, ¿Qué ocurría? ¿Qué era eso que estaba sintiendo y por qué nunca lo había identificado?
—¿Qué sucede? Parece que has visto un demonio —comentó Gabriel preocupado al verla—. ¿Ann?
—Algo malo está sucediendo —susurró tragando duro, poniéndose de pie con lentitud.
Pronto un alarido desgarrador y gutural los sobresaltó y no solo a ellos sino a todos los ángeles que se encontraban allí pues resonó en cada rincón del reino que habitaban. La primera en lanzarse al vuelo fue Anael que llena de curiosidad y guiada por una necesidad que no reconocía en sí llegó hasta lo que era la Sala del Silencio y sus inmediaciones, Castiel ya se hallaba allí defendiendo el sitio de Haniel quien parecía haber sido desfigurado, irreconocible, podrido hasta sus entrañas.
—¿Haniel? —la joven descendió sin tener idea de lo que sucedía—. ¿Qué ocurre?
—Anael, atrás —bramó Castiel viéndola de reojo y alertándola—. Ese no es Haniel, ya no.
—¿Qué? —ella prestó atención al ángel que tenía en frente y que la veía con una sonrisa casi exagerada.
El cuerpo del que alguna vez fue servidor de la luz se hallaba manchado, como si una capa de alquitrán estuviera recubriendo partes de su cuerpo, sus alas algo desplumadas por la pérdida de pureza, maltrechas, sucias, desvaneciéndose de a poco. Su rostro consumido por la locura, con grandes bolsas bajo sus ojos, la piel reseca y demasiado pálida, sus manos deformadas, sus dedos tan extensos y huesudos como sus brazos, con garras, colmillos en su boca... Un demonio, un ángel que se consumió dejando paso a sus pecados y perdiciones, ese ya no era Haniel.
—No... —susurró Anael retrocediendo.
—Tenemos que eliminarlo —demandó Rafael—. No puede quedarse aquí, tampoco podemos permitir que destruya la Sala del Silencio o que dañe a los ángeles jóvenes, no todos saben pelear con alguien como él.
—¿Alguien como él? —Ann lo observó.
—Es una Potestad que se ha transformado en demonio, es poderoso, sabe de nosotros, sabe demasiado —susurró Castiel.
—No, no, no, por favor, no —Anael negó poniéndose frente a sus dos pares—. ¿Se escuchan? Es nuestro hermano, ¡Es Haniel, no podemos sacrificarlo sin más! ¡Tiene que haber una razón para lo que ha pasado, él no es así!
—Ann, sé que para ti es difícil, pero ese ser que ves no es nuestro amigo, ya no. Sea cual sea la razón por la que ha caído no podemos regresar el tiempo y remediarlo, los demonios no tienen redención —aseveró Rafael.
—No es verdad, no es verdad —negó—. No podemos abandonarlo así, llevémoslo a las mazmorras, que Imonae se encargue de él.
—Lo extinguirá luego de haberlo hecho hablar —Castiel observó al demonio que divertido los escuchaba—. Escucha, tú eres Serafín de Justicia, ¿No? Eres quien debe equilibrar la balanza en nombre de Padre, ¿Crees que ese monstruo equilibra la balanza? ¡Míralo!
Haniel se lanzó contra ellos sin más, Rafael logró sacar a Anael del camino del demonio para ponerla a salvo, los tres ángeles se miraron entre ellos, pronto los demás comenzaban a llegar, incluso Gabriel y Caiel estaban allí. La fémina no podía creerlo, no quería aceptarlo, ese no era su hermano sin dudas pues jamás habría atacado a alguien, pero no quería decir que no quedara algo de él dentro de todo ese revoltijo de esencias negativas, ¿Dónde había quedado la mirada amorosa que la Potestad les brindaba? ¿Dónde estaban las sonrisas divertidas por las locuras que se le ocurrían a Jhosiel? ¿Dónde estaba el ángel que les llevaba algunas frutas de la Tierra para que conocieran cuando eran pequeños? ¿Dónde? ¿Qué pasó? ¿Qué causó esta desgracia? ¿¡Qué!?
—¡No! —Anael detuvo a Rafael antes de que su espada se hiciera cargo del ser maligno, fueron golpeados por las alas en descomposición de este y aventados contra las paredes de la Sala del Silencio.
—¿¡Que haces!? ¡Nos matarán si no dejas de hacer estupideces! —bramó el arcángel viendo a Castiel ingresar en la Sala entre golpes y trastabilleos por tener al demonio encima.
—¡Anael, sal de ahí! —Gabriel ingresó volando lo más que podía, sabía por conversaciones que escuchaba que si la Sala del Silencio se sentía atacada haría una limpia con tal de quitar el mal de su interior, sin importar que hubiera ángeles allí.
Haniel volteó enseñando sus colmillos, su lengua cual lagarto fue deslizada entre sus puntiagudos dientes y saltó sobre el pelinegro que apenas y pudo evadirlo, Gabriel se estrelló en uno de los laterales, él era un próximo custodio no un guerrero, ¡Qué putas haría! Antes de que fuera atacado de nuevo, vio al demonio ser arrastrado con fuerza lejos de él y al centro del sitio, Anael observó a su mejor amigo tan asustado como todos los demás, pero tenía que actuar, su esencia demandaba hacer lo que debía; en su pecho burbujeaba toda esa Luz Divina que portaba y que pocas veces usaba para defenderse
—¿Por qué? ¿Por qué, Haniel? —gritó reteniendo al demonio con sus propias alas, como si fueran sus brazos, los tres pares de alas contuvieron a la criatura, tal y como Imonae le había enseñado—. ¿Por qué tú?
—¡Acábalo, Anael! —demandó Rafael desesperado.
—¡Cállate! —gritó ella, se sentía abrumada, asustada, sorprendida, llena de miedos porque era la primera vez que sus poderes y fuerza se manifestaban de esa manera, parecía no poder controlarse—. No quiero hacerte daño, Haniel...
—V-Vas a caer... —reía de manera desquiciada—. Vas a caer, ¡Todos van a caer!
Los ojos de Anael resplandecieron en aquel tono de plata que solo ella poseía en todo el Reino de Dios, liberó toda su luz y esencia, fue tanta que la Sala completa se estremeció llenándose de claridad. Quienes estaban dentro quedaron ciegos por ello a pesar de estar acostumbrados a tal poder, fuera nadie podía saber qué más sucedía, ni siquiera Dios que llegó desesperado junto a Zorobabel y Zadkiel al saber del desastre que se llevaba a cabo y es que Él había estado ocupado con los nuevos angelitos a entrenar.
—Dime tus pecados, muéstrame por qué has caído —la manera solemne en que la ojiplata habló se escuchó en todo el recinto, cada ángel presente pudo sentir como se les erizaban las alas por el temor—. Haniel, Potestad de los Buenos Deseos, dime qué es lo que has hecho.
Con solo terminar esa orden Anael pudo indagar en el interior del celestial corrompido, pudo ver siglos pasados donde las peleas contra los demonios eran aún más aguerridas que en ese momento, donde la maldad y la lucha se hallaban en su mayor apogeo; tragó duro al reconocer a Haniel descendiendo a la Tierra cuando no era necesario que lo hiciera, sus misiones eran cerca de Dios, no con los humanos, pero al parecer el ángel había encontrado algo interesante. Algo morboso, algo que nunca debió siquiera aprobar en su mente. Pero allí estaba, siendo parte de los actos más repugnantes que los demonios bajos podían causar, tocando lo que no debía, forzando sin importarle nada, quitando vidas, ¿Lo peor? Le había gustado, no solo lo aprobó, no solo lo observó y cometido sino que también le tomó gusto y fue donde su condena comenzó.
Tras regresar al hogar donde había nacido su lucidez cobró vida, se dio cuenta de lo que había hecho, se había dejado seducir el oído por las palabras de los demonios y su desesperación nació seguida de su negación, de sus ansias de olvidar aquello ocurrido; pero la culpa se presentaba seguido desde hacía tanto tiempo que no había forma de que no tuviera el alma agujereada no solo por los pecados cometidos sino por su propio odio a sí mismo, su asco, su depresión que no le permitía hablar a nadie por miedo a no ser escuchado. Haniel falló, se equivocó de manera abismal, causó mal, se estaba ahogando en su miseria, sufría de una manera en que el dolor físico no se puede comparar.
Terror, angustia, abatimiento, se estaba dejando apagar, se consumía desde dentro él solo cuando su cabeza no daba tregua y podía oír a los demonios burlarse de él y su resistencia.
Un día, simplemente no pudo más, la Potestad murió sumergida en el fango, en el peor de todos, el propio. No pudo salir, no pudo volver a volar, no pudo encontrar la luz al final del túnel.
—No... —Anael lloraba desconsolada, no podía respirar, sentía todo lo que el ser apresado por sus alas, no podía seguir viva después de sentir eso, no creía poder—. ¿Por qué no hablaste? ¿Por qué no me dijiste o a Jhosiel? Ahora, ¿Qué hago contigo?
—Es-Está bien... —dijo con una voz por completo distorsionada, el demonio sonrió de lado, con cariño si es que aún poseía. Lo dejaba claro, aceptaba lo que fuera a sucederle.
—No lo está —siguió llorando cuando en sus manos aparecieron las Cadenas Divinas, jamás las había visto, no las había tocado en toda su existencia pero sabía lo que debía hacer. Echó la cabeza hacia atrás mientras lloraba, no le interesaba si los demás escuchaban su dolor expresado en llanto y las liberó, las cadenas se cernieron al cuerpo de Haniel mientras Ann se elevaba apenas sobre la superficie—. Yo te juzgo por tus actos, Dios te dio un don y no supiste mantenerlo, que sean tus actos los que te den tu penitencia.
De repente, el caos que se desataba desapareció por completo, fue como un embudo que se tragó todo, incluso el sonido y la luz que emanaba el cuerpo de Anael regresó a ella. Ella observó entre sus brazos el cuerpo inerte de Haniel sin vida, sereno, luciendo como el ángel que fue, sin demonios, sin pecados, sin alas, era su momento de descansar hasta una próxima vida o quien sabe qué haría su Padre con él, su tiempo finalizó en manos de la joven ojiplata que cayó de rodillas al suelo abrazando de manera desesperada al ángel que tanta estima se ganó de su parte.
—Yo te perdono, Haniel, yo sí te perdono —sollozó, destrozada.
—Ann... —Gabriel se acercó unos pasos, al verla tan mal mantuvo la distancia y el silencio, Caiel suspiró desviando la mirada, nunca era agradable perder a uno de los suyos.
—Dámelo, Anael —Dios se acuclilló al frente—. Necesita un buen descanso, ¿No? Tal vez, entre las estrellas de nuestro cielo se sienta a gusto.
—No es justo —negó.
—No lo es, pero has acabado con su sufrimiento, hiciste lo correcto —sollozó también—. No podrías haberlo salvado, no cuando no quedaba nada para salvar...
—¿Qué me sucedió? ¿Yo hice eso? —levantó la mirada, incrédula, dolida, llena de tanto que no le pertenecía—. Jamás usé esas cadenas, jamás hice algo como esto y sin embargo, yo... Sabía qué decir, qué hacer... ¿Cómo? ¿¡Cómo!? —se puso de pie, molesta—. ¡Le quité la vida! ¿Por Justicia?
—Aún no entiendes, ¿Crees que la justicia es solo hacer el bien? ¿Elegir quién es bueno y quién malo? —Él frunció el ceño—. También es tomar las peores decisiones, es quien da paz a un alma que sufre, como Haniel, es quien da castigo a quien lo necesita, quien da misericordia, amor, paz... Le diste paz después de siglos donde vagó solo en su miseria... Ese es tu poder, Anael, esa eres tú y tu esencia se genera en tus deseos de hacer el bien, de amar, de dar felicidad.
—Pero... —boqueó, negó, aún estaba aturdida por todo y solo pudo emprender el vuelo. Huir.
—Déjenla —pronunció Dios con un suspiro, llevó la mirada a su bello hijo en sus brazos, la lágrima cayó lentamente por su mejilla. Dolía como la mierda perderlos, lo estrechó contra sí besando su frente. Habría un luto en el Cielo esa noche—. No creí que fuera tan poderosa, ella realmente canaliza todo de una manera que no esperaba.
—Sigo pensando que ha sido demasiado para Ann —Rafael murmuró viéndola atravesar la grieta dimensional.
—Ella puede —Castiel sonrió con tristeza—. Es joven, pero fuerte. Yo sé que podrá.
Nuestra Serafín viajó a la Tierra desesperada por algo de aire, necesitando alejarse sin más de su mundo porque no podía soportar y entender a la vez todo lo que había sucedido. Se estrelló estrepitosamente en un campo de trigo al llegar, allí se quedó ovillada mientras oprimía su pecho con los puños, quería sacarse de la mente esas imágenes, esos susurros, las sensaciones que le transmitió Haniel, todo, podía sentir todo. Y era aterrador.
Dio una bocanada de aire incorporándose de a poco, sus rodillas rozando los cultivos aplastados, sus alas, desarmadas por completo cayendo en una clara demostración de su estado, ¿Por qué no podía dejar llorar? ¿Qué era lo que más pena le causaba? Sin dudas era una mezcolanza de cosas, observó sus manos, ella tomó la vida de su hermano, fuera por los motivos que fueran, lo hizo y no podía concebirlo, nunca podría tomarlo de buena manera aun cuando fuera bueno y necesario, era inútil, ella no podría ser tan fría como Rafael o Castiel.
Su primer vida arrebatada y parecía que le habían quitado algo.
Gritó.
Gritó hasta que su garganta ardió, hasta que pareció despedazársele, hasta que la voz se le quebró por completo, hasta que se le partió el alma en dolor y fragmentos ajenos, tenía que liberarse... Sus poderes eran fuertes, firmes, pero para ser ejecutados tomaba lo pútrido de los demás para sí... El dolor.
—Anael —la voz de Imonae ni siquiera la sobresaltó como otras veces, no volteó a verlo—. ¿Qué ocurre? Algo ha sucedido.
—Sí —murmuró, el demonio observó las nubes espesas que se arremolinaban en el cielo para cubrirlo con premura.
—Ey, niña buena, ¿Qué te ocurre? —se agachó a su altura, su mano intentó posarse sobre el hombro ajeno pero le quemó de inmediato y se alejó horrorizado—. Luz Divina...
—Lo siento —murmuró—. No puedo controlarlo, no sé qué debo hacer...
—Calmarte es lo primero, busca la serenidad y podrás tener el control —aconsejó alejándose unos pasos, le hizo señas a Belce para que no se acercara.
—No puedo —negó—. No quiero, Dios, no sé qué debo...
—Mírame —la tomó por el mentón con fuerza, pudo ver sus ojos resplandeciendo. Apretó los labios por el escozor que le provocaba el contacto—. Usaste las Cadenas Divinas, ¿No? Son una extensión de la Sala del Silencio, fueron creadas para su guardián y respectivo impartidor de Justicia Divina, vaya, vaya, realmente pudiste... Dios debe estar sorprendido y orgulloso.
—No te burles —espetó poniéndose de pie, quitando la mano del contrario—. Vete, déjame sola.
—¿Segura? Parece que fueras a llorar un poco más, qué tierno —se mofó.
—¡Lárgate! —lo empujó con fuerza, varios metros logró hacerlo retroceder.
—Bien, le quitas la diversión a todo —soltó sin más dándole la espalda, atravesando el campo de trigo con desinterés siendo seguido por Belce.
Anael se dejó caer en el suelo, se abrazó a sí misma con sus alas creando un bonito capullo que le daba algo de confort y la lluvia comenzó a caer anunciando el luto de todos los ángeles.
Imonae no la dejó sola a pesar de que le hizo creer lo contrario, se mantuvo a distancia, viéndola, intrigado, molesto, ¿Por qué putas hacía algo así? Es decir, ¿Qué importaba ella? ¿Qué? Maldita niña buena... Esa fue la última vez que el Diablo tuvo contacto con Anael en un buen tiempo, la guardiana no volvió a cruzar las barreras luego de regresar a su hogar cuando se cansó de yacer bajo la fría lluvia, cuando se hubo calmado del todo. Y el Diablo se preguntó qué podría haber sucedido para que su juguete no regresara. Curioso en verdad.
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